deshoras     

El enamorado
César Hernández


A la que me regaló el insomnio

       No estoy tranquilo; espero su llegada en cualquier momento. Ayer, probablemente, me hubiera entusiasmado con la idea de su visita. Ahora, sin embargo, preferiría esconderme; me gustaría evitarla. Quiero encender un cigarrillo, saco del closet la chamarra con la esperanza de encontrar allí alguna cajetilla, escarbo en los bolsillos. No hay nada; recuerdo entonces que no fumo. Voy a la cocina, quiero preparar un café. La cafetera no está donde esperaba verla; parece que tampoco tomo café. Las cervezas se terminaron ayer durante la reunión, las botellas están todavía apiladas junto al cesto de basura y, para infortunio mío, todas están completamente secas; no hay ninguna mísera gota que pepenar. Tengo que hacer algo antes de que aparezca, no es improbable que sea lo último que haga por mí.

       De nada sirve salir de aquí, perderme por algunas horas y volver con la esperanza falsa de que se halla ido. Tiene llave de la casa; seguramente pasaría y se quedaría a esperarme. Aun cuando vive del otro lado de la ciudad y este es el peor momento para conducir el coche de su casa a la mía; cualquier lapso de tiempo ahora es pequeño y cualquier distancia me parece infinitamente cercana. ¿Qué haré? ¿Qué haré? En vano camino de un lado a otro en la sala con esa pregunta en la boca sin que espere verdaderamente una respuesta. Ahora subo las escaleras, entro al estudio. Frente a mí quedan los libreros repletos, las notas amontonadas sobre el escritorio, el piso lleno de pelotitas de papel con textos arrugados. Aquí está lo que mañana diré que fue mío. De alguna manera es lo que fui, lo que soy y lo que, en cuanto llegue ella, dejaré de ser. Una prematura nostalgia me invade; creo que estoy comenzando a relajarme. Me asomo por la ventana que da al jardín y una extraña clarividencia me invade; lo que siento no puede ser diferente a lo que un condenado a muerte siente minutos antes de su ejecución. Tomo asiento, en unos minutos más, a su manera, llegará ella y me atará a la silla, por decirlo así, me descubrirá el brazo y me pondrá, para cumplir con mi condena, la inyección letal del amor.

                                                    *

       Nunca pensaste que te costaría tanto trabajo imaginarle un cuerpo, tal vez una cadera que contrastara - tendría que ser así- con su bella cintura, y también ¿por qué no unos senos? Algo debía de haber además de esa voz de mujer que ahora te resonaba en la cabeza. En todo caso de lo único que te acordabas era del aire antiguo que la decoración le daba a la sala, allí donde estabas parado poco antes de perder la conciencia. Debiste de sentir la silueta blanca que se acercaba, eso no lo sabes pero ya en casa, vuelto en ti, quisiste imaginar que se trataba de ella. A la forma blanca le siguió la voz que interpretaste como un saludo, luego unos ojos; sus ojos, unos lindos ojos que se te quedaron allí clavados en los tuyos.

       Debió de sorprenderte el letrero en la puerta de tu casa donde te avisábamos que pasaríamos por ti ya tarde. Entonces caíste en la cuenta de que seguías pensando en ella. Te diste a interrogarte a ti mismo, no recordabas nada; solo una voz y unos ojos en un fondo blanco. En vano pasaste el día buscando entre los brazos, manos y cabelleras de cuanta muchacha veías algo que te ayudara a componerle un cuerpo a esa voz que seguía en tu cabeza. Estuviste a punto de ir corriendo a las librerías para buscar en las revistas, donde se publican las cosas de la moda, aquello que no habías podido ver, o mejor dicho; no habías sabido ver. Echaste mano de cuanta combinatoria conocieras, creíste que con la sonrisa de una y la figura de otra podrías encontrar eso que no te dejaba descansar, eso que iba poco a poco poblando tu insomnio con una voz y un rayo verde sobre un fondo blanco.

                                                    *

       Arrojo el papel a donde no debí levantarlo, todo esta perdido; la vigilia y las letras, los libros. A partir de ahora será ella; no usaré otro lenguaje que no aprenda de ella. No tardará en poner orden a mi orden. Arreglará mis arreglos. Me siento agitado, no estoy triste. Escucho abrir la puerta y mi brazo se tensa. No ha de doler, me digo. Algo fresco comienza a sentirse en mis venas, es ella que me grita desde abajo: ¡Amor, ya llegué!



*César Hernández
César Hernández es el tercer hijo de una familia que tiene siete herederos. Nacido allá en la medianía del ´65 en un paseo providencial que incluía una breve estancia en Guadalajara. Circunstancia, más o menos fortuita, que lo autoriza a colgarse el título de tapatío. Ingeniero de profesión y aprendiz de escritor por ocio. Sádico por naturaleza pero con un muy alto sentido de la conciencia, reconoce en su público a los infortunados conejillos de indias de sus primeras letras, razón por la cual aprovecha para poner el siguiente buzón electrónico para acoger las sugerencias o quejas que sus desbalagadas letras puedan generar: cesarhdez65@hotmail.com


enero
2003