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La hamaca fue la intrusa. La hamaca que cantaba
junto a las chicharras y la alejaba de mí, gracias a mí. Pues yo la ayudaba
a mover ese cuerpo que se balanceaba feliz y grácil como dispuesto a volar.
Era la intrusa, pero estaba allí gracias
a mi. Yo la había construído, yo había colgado sus cadenas de la rama del
laurel y había lijado pacientemente el trozo de madera que ahora sostenía
sus nalgas.
La hamaca era el abismo entre los dos, pero ella no lo sabía. Ella era feliz, tanto como puede serlo una niña de siete años con una hamaca y la sombra de un árbol en las siestas de verano. Y yo también era feliz, pensando en el futuro. Mientras tanto, ellas se balanceaban: ella y la intrusa; nuestra intrusa y a la vez mi aliada.
Entonces hablé:
- Estoy cansado, te empujo por última vez.
- ¡Fuerte!-dijo.
- Fuerte, ¡muy fuerte!- yo estaba feliz.
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Fuerte fuerte empujé y comenzó a reír. Entonces
saqué el puñal. Fuerte fuerte nuevamente y veloz el balanceo y el puñal
en punta y su cuellito todo rojo.
Y la intrusa balanceándose aún, seduciéndome,
perversa.
*Luis Barraza
Buenos Aires, Argentina.
1982.
Auxiliar de Bibliotecario.
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enero
2003
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