renglones torcidos     

Por amor**
Aída Párraga


               Tomás era del pueblo de allá arriba, era de Suchitoto, ahí había crecido y también había  ido a la escuela. De sus hermanos era el único leído y escribido, pero su vocación no era de maestro, ni de obrero, ni de técnico; él era campesino, hombre de la tierra, tanto que se podría decir que olía a ella.

               Un día a los 17 años, como vivía en el lugar de las flores (que eso es lo que quiere decir Suchitoto) decidió cortar una matita de Chulas que se llamaba Antonia. Así se refería a ella: "mi matita de Chulas", y cuando los amigos le preguntaban por qué, ponía cara de cipote goloso en feria de pueblo, de esos que hasta babean al ver los elotes locos o los panes con gallina y las chancacas y las conservas y después decía:

- ¿Que no las divisado bien pue? y continuaba - tiene los ojos chulos, la boca Chula, el pelo chulo, la nariz Chula - y con una risita picaresca y las manos al frente de su pecho, terminaba - y las ... ¡también Chulas! decíme pue, ¿no es una matita de Chulas?

               Y esa matita de Chulas necesitaba de un pedacito de tierra en que sembrarla y en la que se pudiera reproducir y poblarlo todo. Por eso Tomás se esmeró en buscarla; cuando llegaron los rumores de que estaban vendiendo tierra en el llano, se averiguó, contó su dinero ahorrado y habló con el tata que lo amaba y le dio,  y la matita habló con el suyo de ella, y como también la amaba, y además sabían que Tomás sería buen marido, también le dio, y entre ahorro y dio y dio, se compraron dos manzanitas, así manzanitas dulces, jugosas, llenas de vida  y que ellos harían eternas.


               Desde ese día Tomás bajaba,  después de terminar su tarea, al llano y empezó por cortar troncos de árboles y sembrarlos al rededor de su tierra - "Porque lo que’s di’uno hay que cuidarlo"- , y compró alambre de púas y lo puso en los troncos para que los animales no entraran, limpió un pedacito primero, la novia bajaba a llevarle café y semita y él le hablaba del futuro, le decía que en aquel pedazo habría tomate y en aquel otro  maíz y en el otro maicillo y en aquel pedacito un gallinero, porque las gallinitas siempre eran buenas, y que después de unos años, pues ¿por qué no? hasta una vaquita con su ternero iban a tener, y que no se preocupara porque aunque no hubiera real, comida no iba a faltar, porque además estaba el río y la pesca era buena... y entre besos y sueños, palabras y manos, aquellos dos cuerpos se evaporaban juntos; y si se miraba al  cielo habían muchas estrellas y si se miraba al llano había una.

               El casorio fue pa diciembre, siempre es bueno matrimoniarse en diciembre, la casita ya estaba lista, y estrenada, pero ese era su secreto. Tenía tejas para que amansaran el calor y las paredes eran de adobe; en el corredor estaba el poyo con la leña lista para no apagarse jamás y tenía dos cuartos, los amigos no entendían por qué dos cuartos, pero Tomás decía que él y la matita solos, que los retoños deberían estar aparte, que las matitas amontonadas no dan más, y todos reían.

               Y pasaron los años y si fue cierto, hubo tomate y maíz y maicillo y gallinas y no una sola vaca pero tres con tres terneros, y los retoños de la matita fueron tres también: Tomásito, el mayor, y después Antonio y la chulita, que se llamaba Chula y la bautizaron como María. Todos crecieron en su tierra, comieron y bebieron de ella, también fueron a la escuela pero no era esa su vocación y Tomás orgulloso repetía -"Si es que lo que se hereda no si’hurta, estos son como yo, a echarle ganas a la tierra".

               Un día en que los Tomases recogían el tomate para llevarlo al mercado del pueblo, bajaron Antonio y la Chulita, venían hablando y riéndose hasta llegar a donde su mama para contarle entre carcajadas y jalones de trenzas como les había ido en la escuela.

               A la noche, cuando los cipotes se habían dormido, Tomás se fumaba su cigarro y su mujer guardaba los comales y pocillos, los dos callados, él pensaba en la tierra y en lo bien que les había ido, eran la envidia de los cuñados y hermanos y ahora que el Tomasito ya estaba macizo y los ojos le brillaban al ver a las muchachas y como decía don Nelson, el vecino, se estaba poniendo chúcaro, pues ya era hora de ir mercando tierra para el muchacho. De ser posible ahí; ya había tirado la idea al don Marcos, el de la par, que tenía manzanita y media que no le producía nada, disque porque los cipotes se jueron con unos barbudos que hablaban raro y no volvieron más, así que se quería volver al pueblo, el llano es para los hombres de la tierra y son ellos, así como Tomasito, los que debían tenerla, y don Marcos lo entendía y ofrecía facilidades de pago, cuando a lo lejos oyó la voz de la matita- "¡Tomás, Tomás!, ¿ya’stás soñando dispierto otra vez?


-¿Quihubo?

               Y fue entonces que le contó lo que los hijos le habían dicho, le dijo que esa mañana habían llegado a la escuela unos señores de la ciudad a hablar con los cipotes para explicarles que de ahora en adelante todos iban a tener luz y con eso podrían tener televisores y cocinas eléctricas, y refris y luz sin humo... - Pero mujer - interrumpió Tomás - eso no es malo, ¿por qué te priocupa? Además, si no queremos ¿quién nos obliga? Y la matita siguió contándole con la voz como triste - Esto no es bueno Tomás, yo lo siento; dicen que para que todos tengamos energía hay que cambiar el río, moverlo y hacer un lago, un lago justo aquí en el llano, en nuestra tierra -Pero mi matita de Chulas, si los ríos y los lagos los hace Dios no los hombres, tranquila, estos bichos que no han de haber entendido. Y con esta explicación ella calló y se acostaron; pero muy dentro sentía algo raro, algo así como cuando supo que estaba en estado la primera vez, como si las libélulas del río que venían a jugar en los guacales de agua se le hubieran mentido en la panza y lo siguió sintiendo hasta cuando olvido la razón.

               Un buen día llegaron los hombres de la capital al llano y midieron y caminaron y hablaron de un tal progreso y modernización y un embalse, que aunque sonaba a balsa, no lo era. Y reunieron a todos los que tenían tierras ahí, en las veras del río y les dijeron con palabras que no entendieron algo que si comprendieron, y era que en pos del desarrollo y que para que en la ciudad las casa pudieran tener más focos y más cocinas y unos aires que salen de unos aparatos y unas cajas que tienen micos y hacen bulla, sus tierras iban a ser inundadas y que se les reconocería, en un acto de generosidad del gobierno, el valor de las mismas. Por otro lado si no querían el pisto, igual y mejor para la empresa porque con o sin pisto esa tierra se inundaba y punto, y si querían quedarse que se fueran haciendo pescados.

               Tomás, su mujer y su hijo, volvieron  callados, pisando aquel caminito como queriendo que las plantas de sus pies se abrieran para tragárselo, o como queriendo que el camino se los tragara a ellos, y abrieron los ojos para ver lo que todos los días veían y hasta ese momento se daban cuenta que nunca habían visto, lo verde, lo eternamente verde, las campánulas moradas y rosadas, los árboles que siempre habían estado ahí... Abrieron sus pulmones a los olores de su tierra y sus oídos a sus voces, abrieron sus poros para regar la tierra con lágrimas de sudor, y así, callados, sin hablarse, sin mirarse, decidieron.

               Al llegar a su casa las labores diarias se reiniciaron, nadie comento lo oído, nadie dijo nada, los tomates se regaron, el maíz se cortó, se limpió el maicillo, la vida siguió día con día, y en los atardeceres se vieron las carretas, que en lugar de volver al llano cargadas de mazorcas y caña y pepinos, salían de él cargadas de historias, de vidas, sin ningún destino.

               Las malezas empezaron a crecer, a comerse las tierras limpias; eran pocos los que quedaban, algunos, tal vez, por no haber encontrado a donde ir, otros esperando levantar la última cosecha y Tomás y su familia por amor.

-"¡Tomás, Tomás!"- gritó una voz del otro lado de la cerca -"Tomás" insistió.

- Don Marcos, buen día le de Dios.

- ¿Y vos pa donde vas’agarrar? mirá que dicen que en un par de días sueltan el agua.

- Ya veremos don Marcos, ya veremos.

- Mirá, mañana voy a ir a traer el famoso cheque, que yo no entiendo que es eso, pero bueno;¿venís conmigo?

- Si, los cipotes también van, nunca hemos ido a la capital todos juntos.

- ¿Te hablo pues?

- Ta bueno.


               Al día siguiente caminaron al pueblo y al llegar a la plaza se compraron zapatos y vestidos nuevos, las muchachas cuchicheaban al ver al Tomasito, que estaba grande, con un hermoso color de sol en la piel, el cuerpo le brillaba por el sudor quedito que lo cubría, y los niños no sabían porque sin ser diciembre se les había comprado ropa y zapatos y dulces y pistolas de agua. Era como una segunda Navidad en el año, como debería ser. Fue terminando y agarraron el bus para Aguilares, ahí otra vez: tortilla con carne asada, naranjas fresquitas, gaseosas. La chulita y el Antonio sólo pensaban en regresar para contarles a sus compañeros de la escuela todo lo que habían hecho y todo lo que habían comido.

               Y llegaron a San Salvador y, preguntando preguntando, a la colecturía de la empresa, y entre paso y paso, pensaba Tomás para qué quería aquella ciudad más luz, para qué si se veía tanta, y a lo mejor se apagaban la mitad de las cajas esas que tenían detrás de las paredes de vidrio ya no sería necesario que le quitaran, más que su tierra, su vida. Pero no dijo nada, y mientras la matita veía como detener a los hijos, los Tomases caminaban sin hablar, como hablándose en silencio, como diciéndose tantas cosas que sólo ellos entendían.

               Les dieron el tal cheque y don Marcos sugirió cambiarlo, Tomás dijo que no, que se los podían robar en el camino de regreso. Mejor se llevaban el papelito y lo cambiaban cerca del pueblo. Don Marcos se quedó en Aguilares, en casa de un hermano, los demás volvieron al anochecer, caminaron otra vez en silencio hacia el llano, y Tomás pensaba para qué quería aquella ciudad tanta luz, si ahí en el llano la luna lo iluminaba todo y vio con profunda  pena, con esa tristeza que no tiene fondo, como las luciérnagas, porque eso parecían las luces del caserío, se habían apagado, ya no quedaba ni una... Bueno si había una: la de ellos, que en unos minutos prenderían los candiles.

               Cuando llegaron se preparó la comida, otra sorpresa, ¡sopa de gallina!, Tomás la llamó Antonia, en veinte y cinco años nunca la había vuelto a llamar así, si hasta se le había olvidado que se llamaba Antonia, pero entendió que sería la última vez que lo oiría, y antes de comer los sentó a todos al rededor en el suelo, en la tierra que ya brillaba de haberla barrido tanto; y preguntó a uno por uno si se querían ir de ahí, y uno por uno respondió que no, y entonces sacó el papelito del banco y lo puso en el fogón que calentaba la sopa, y a ninguno le extrañó, y luego sacó una caja con unas pastillas blancas y las echó en la olla y les dijo que ya nunca se tendrían que ir. Y comieron y hablaron de las cosas lindas de su casa, de lo que habían aprendido en la escuela y de lo importante que era regar la tierra con el sudor y las lágrimas porque como eran saladas le daban mejor gusto al maíz y al maicillo y a los tomates. Y se fueron quedando dormidos, sobre la tierra, bajo las estrellas, y entendieron todo, menos por qué aquella ciudad necesitaba más focos y más luces, si las estrellas y la luna en el llano lo iluminaban todo.



*Aída Párraga.
San Salvador, El Salvador. 1966.
Poeta y narradora.
Su más reciente titulo publicado: El espíritu del viento y otros cuentos.
**Por amor será publicado en francés en una antología de autores latinoamericanos.


febrero
2003