renglones torcidos     

El trovador de barro**
Homero Muñoz


En el pabellón de mis juguetes
un pequeño trovador de barro negro su laúd ataca
A veces no sé dónde se mete:
se hace amigo de las noches, de los perros, de las caminatas

          S.Rodriguez


       Tiene, un sombrero de arlequín con cascabeles pequeñitos en las puntas, que a veces vibran, se estremecen, por la pluma de una caricia de brisa. Su lugar, rodeado de viejos libros desencajados, sin ganas de ni esqueleto para ser hollados, al borde de una crisis de las que tiñen canas y sofrenan gulas, le va de perillas a su palidez triste, a la cuadrícula azul sucia de su traje, a sus brazos colgantes y desanimados que me tienden una mano que a veces tomo, con la esperanza de que de veras se estire hasta mí y me lleve.

       Dos veces estuvo a punto de serme puente, camino, hacia esa arcana saciedad de sorpresas a la que vuela cada tanto, siempre por la noche, siempre cuando sólo yo puedo no verlo. Se va, se emparienta con la vorágine de un mundo que no sé, que nunca supe pero quisiera adivinar. Se amista con sombras sin demasiada entidad, funámbulas y banales, que divagan, aplastado su espíritu por ausencias que nada más pueden ser criadas al frío de la madrugada. Corre, salta por los vericuetos del silencio ominoso, sin que sus chinelas despeñen ni la más mínima de las piedrecitas del camino. Y sin embargo vuelve a mí. Se pierde de sus colegas nocturnos y viene a su lugar. Jamás pude verlo llegar. Nunca lo vi partir. Pero cuando no está, cada uno de mis cristales se quiebra en melancólicos pedazos; cada parcela de mis ganas se ablanda y se derrite; ni una estrella me queda, ni un pequeño sol.

       La primera vez, fue la abuela que vino a mirarme, como hace cada día desde que soy este despropósito vital. Se acerca y me toca, mueve los labios; sus ojos húmedos, de gelatina apaciguada, escrutan los míos buscando memorias, alguna llamita, un reflejo quizás. Acaricia tenue, alguna parte de mi cuerpo que no veo, que no siento. Y se va, encorvada de resignación. Pero esa vez, el tiempo, que arrugó su vida y sus sentidos le jugó una mala pasada y sus manos que vibran me desconectaron. Y me fui. Me fui tras él, con la esperanza aguda, los asombros bien grandes y dispuestos, agitado y nervioso. Entré poco a poco en sus historias de perros de la noche, de árboles y sombras, de fuegos, de aquelarres donde saltábamos furibundos, agitando la sangre, arañando cada gajo de luz para arrancarle la verdad a golpes de tesón. Pero no pudo ser. Volví, me volvieron y él estaba allí, como si no nos hubiéramos ido. Como si todo su asunto fuera el vano intento de tañir su laúd, apoyado en su entrepierna, abandonado al polvo y a la trama lábil de una arañita pertinaz, que como prueba de las ausencias que refiero, seguía recomponiendo la tela que se desbarataba, cada vez que su afán de aventuras lo llevaba a dejarme para volver.

       A veces me tiñe de azul el silencio y me avalancha de música sin nombre, derrama en mi universo una tonada despaciosa, que sólo yo puedo hilar. Entonces el laúd crece entre sus brazos, que lánguidos, recorren el encordado para hacer mi delicia, para no dejarme a merced de la nada.

       La segunda vez, se fue la luz y dejó la parafernalia de tubos, medidores, máscaras, caños, pulseras, agujas, electrodos, vías, transfusiones, goteos y demás, en suspenso, hasta que desde alguna parte recuperaron el ánimo, se agitaron y volvieron a jalarme la ausencia. Esa vez sí, creí que me iba con él hasta el más bajo escalón del recuerdo. Llegué tan pero tan hondo, que el regreso fue a golpes. Me trajeron a mamporros en el pecho, a ruegos estrujados, apretando mis manos y mis hombros sin concierto, sin razones, sin saber mi asentimiento.


       Y nuevamente, en mi retorno, laúd en ristre, me guió por la delicia, prometió concederme el deseo. Yo dejé que fluyera de mí, lo de más adentro; soplé las velas de mi historia, conté fugaces rayitas de luz en cada cielo. Pedí y pedí, con todos los párpados, las muelas, el resuello. Apreté todo lo que tengo.
Pasaron muchas noches desde entonces, he recorrido cada camino de nuevo. Una y otra vez, he esperado sus ausencias y presencias. Cada vez, le he reclamado mi anhelo.

       Entonces, ahora, en este instante supe, que sólo de ella podía esperarlo; solamente de quién me acunó en su vientre y me dio el pensamiento. De quien murió conmigo cada día de mi infortunio. De ella es la mano que apaga, la que da vuelo a mi empeño. De ese corazón parten mis alas, a encontrar otro camino, con mi trovador de barro negro.



*Homero Muñoz.
Uruguay.
Analista de Sistemas.
Narrador y poeta, ha publicado en Uruguay, Argentina, México y España.
**Cuento inédito del libro Silvio instigador.


febrero
2003