renglones torcidos     

Felicia
Homero Muñoz


       Felicia venía llegando de la feria, tempranera, cuando le pareció escuchar el grito. Se apresuró a entrar a la casita y ahora sí le llegó el chillido fuerte de su hija. Felicia soltó los bolsos en la cocina y corrió al dormitorio. Siempre soñaba - pensó - tenía pesadillas. A Felicia le asustaba un poco esa niña. Tenía los ojos demasiado brillantes, pinchudos, como espadas de San Jorge.
       Cuando entró al cuarto, vio a su hija, sentada de espaldas a la pared de bloques que ladeaba la cama, empapada en transpiración, temblando y gritando. Tenía la sábana enrollada en el cuello y tiraba de ella con desesperación.
       - ¡Vanina!- gritó Felicia mientras la tomaba por los hombros.
       La jovencita abrió los párpados y quedó quieta, jadeante. Tardó un momento en enfocar los ojos que miraban quién sabe que espanto, aún dentro del sueño. Vanina miró a su madre, encontrándola ahora y se abrazó a ella, mientras rezumaba un llantito lento.
       - Era la abuela- dijo sin soltar el abrazo. - Estábamos en una casa vieja, de madera. Y la abuela me corría por los pasillos, toda vestida de negro, con un rosario en la mano, en silencio. Corríamos y corríamos y la llevaba siempre muy cerca.
Vanina aflojó la presa, se recostó en la cama y suspirando trató de sacarse con las uñas el pelo pegoteado a la cara por la transpiración.
       - Al final me agarró y me enlazó con el rosario. Me apretaba el cuello y yo me asfixiaba. Y de pronto, dejó de apretarme y yo me daba vuelta y la abuela estaba muerta. En el suelo. Con el rosario en la mano.
       Felicia, despacio, se llevó la mano a la frente, al pecho, alternativamente a los hombros y por fin a los labios.
       - Dios no lo quiera- dijo. Y bajó la vista, el ceño fruncido, evaluando, midiendo. Esta niña era terrible. Había soñado la enfermedad y muerte de su abuelo paterno. Y dos días mas tarde el sueño se hacía realidad. ¿Sería posible?. Pero su suegra, estaba bien. No tenía nada. Un poco triste y sola por la ausencia de su marido. Pero estaba sana. Le daba a la pata todo el día, limpiaba, protestaba, peleaba con todo el barrio.


       Esa tarde, cuando Vanina todavía estaba en el liceo, Felicia recibió la noticia. Y esperó a su hija en la puerta, cruzada de brazos, como para increparla.
       Cuando Vanina vio a su madre, supo.
       - ¿Se murió verdad?- afirmó más que preguntó.
       Felicia la abrazó, con una angustia collage, donde entre los dolores de pérdida familiar y miedo por la consciencia de la propia fugacidad, sobresalía un indiscernible desasosiego por los meandros arcanos del alma del ser que abrazaba.
       Vanina, lucía cansada. La repetición de episodios raros, la agotaba, le daba terror. Había 'visto' el atropellamiento de un compañero de clase. - ¡Cuidado al cruzar!– llegó a advertirle mientras el muchachito corría riendo y al grito de - ¿vos quién sos?, ¿mi vieja?- se lanzaba a la calle, donde el auto cortaría sus catorce años en seco.
Felicia la acompaño a la cama, le dio una taza de leche caliente y se quedó a su lado, mirándola.
       - ¿Que pensás?- preguntó Vanina.
       - Sabés que pasa- le confesó Felicia después de un momento - tengo miedo de que sueñes mi muerte. Y yo no quiero saber. Una cosa es morirse. Otra, es saber que uno se va a morir hoy. Si llegás a soñar mi muerte, no me digas ¿ta?.
Pero Vanina no volvió a soñar hasta dos años después.
       La notita que dejó, estaba sobre la mesa de luz, debajo del frasco vacío. Decía:

       Mamá: yo tampoco lo pude soportar.


Homero Muñoz
Uruguay.
Analista de Sistemas.
Narrador y poeta, ha publicado en Uruguay, Argentina, México y España.
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marzo
2003