renglones torcidos     


La lluvia y las rayuelas
Domingo López


-¡Cáguenla, muchachos!, cáguenla a pedos! -eso dijo, aullando divertido, braceando y dando saltos, el vagabundo loco. Y lo vociferó varias veces tras, seguramente, chupar el gollete de una botella como quien se lame una insignificante herida y luego se cubría con su escueta frazada de cartones, casi jugando a esconderse, bramando aún, todavía, casi satisfecho de haberse bebido el último trago del día a la salud de los desconocidos, nosotros en este caso, casi satisfecho de la noche fría que se iba retirando como una puta cansada, preparando con soliloquios la entrada bondadosa del sueño o la consabida visita del fastidiado policía para, apartando con la bota, con temor o con asco, los andrajos y cartones, sorprenderlo durmiendo o solamente balbuceando borracho.


Les cachifollábamos las caras bobaliconas, pintándoles de negro, con un madero quemado, atusables bigotes y enredables cornamentas, sustituyéndoles las narices y ojos por oblongos penes y orondos testículos. Los políticos de los carteles electorales y en particular uno, cuya jeta de suino nos hizo esmerarnos o inspirarnos con especial dedicación, quedaron así figurando mejor, más dignos del crédito del populacho urnante.
-Estos, según tu maldito libro de vocablos, excrementos del hombre y de algunos animales, nos deberían contratar como asesores de imagen -, dijo el Manú, orgulloso de la artística labor, dando los últimos retoques, dando un paso atrás para abarcar la obra y alzando, en vez del dedo pulgar, el que está enmedio, hacerle de camino puñetas al conjunto. Entretanto, menos pintor y más modesto poeta, yo terminaba la pintada arañando la pared con un tizón: ¡¡VOTE POR EL AYUNTAMIENTO CARNAL!!, decía y a retocar la ele me comprometía cuando lo oímos debidamente asombrados, cuando lo distinguimos al otro lado de la avenida, tirándonos la botella, escupiendo palabrotas y risotadas.
-A ese lo pondremos de cabeza de lista -dije, listo. Luego, cuando nos fuimos, lo vimos
sacudir los cartones como si fueran sábanas y ocultarse entre ellos y sacando una mano decirle a los cretinos, a nosotros, hasta luego o adiós.


-Frihet for alle politiske fanger -nos dijo, nada más vernos, en un segundo, con unos ojos exorbitantemente lindos y nos bastó con captar algo de ese estrepitoso batiborrillo silábico para comprender que no había estado precisamente buscando palitos u hojas encantadoras.
-Chivones -apunté al voleo, modestamente, y casi retozando nos tiró de pronto, sobre
nuestras cabezas, como si hubiera hecho un truco de magia, a modo de confetis, innumerables postales.
-Hay que buscarles plata para pegarles las estampillas y enviarlas corriendo -dijo, preciosa.
-Sellos, se dice sellos, carajo -rebuznó el experto artista en transformar affiches.
"LIBERTAD PARA TODOS LOS PRESOS POLITICOS", pude leer en las tarjetas. Un poco más arriba debía poner lo mismo pero en alemán y detrás el destinatario: Ministerio del Interior.
Palacio de la Moneda.
Santiago. Chile.
Vete a saber de dónde las habrá sacado, me pregunté.
-De Cádiz a Chile debe costar una fortuna y hay como 121 -dije sin querer mangonear pero haciendo constar tristemente que las faltriqueras estaban últimamente tupidas de telarañas y los consiguientes bichos nos pendían, peludos y resabiados, de las respectivas narices.



¿Encontraríamos dinero? Cuántas veces nos había bastado con hurgar por ahí y venderle a la vieja pelona del Bar Jiguerón los envases vacíos de cervezas o coca-colas que misteriosamente siempre hallábamos y que misericordiosamente siempre nos compraba, mucho antes de que estos se volvieran irremisiblemente no retornables. Entonces, corríamos como jamelgos, en plan Zipi Zape, a comprar cigarrillos, los suficientes, por ejemplo, como para toser animadamente durante toda la tarde. Ahora, pasados los años y con pelos abajo, como nos diría con un dedo apuntador el viejo, había que agudizar las orejas ante la posible caída newtoniana y su posterior tilintineo de alguna moneda, a ser posible de alto rango, que, ignorada increíblemente por su zancadeante propietario, viniera rodando garbosa hacia mis zapatos, blandiendo en exclusiva la alegría para mis ojos.
-Te puedes quedar esperando hasta que salten de los bolsillos en paracaidas, no te jode. Aparte de otear culos, todo sea dicho, aquí sentados desde luego que no hacemos nada y tú tan contento y sin saber que con tus razonamientos ilusorios se te pone toda la cara de una perfecta tontería.
-Estamos guindados, che. Qué paro bárbaro, hermano. ¿Te acuerdas de aquel poema del cholo peruano, el del parado atroz...?
-Vaya...¿Por qué no lo recitas de punta a punta y con la voz encabronada a estos obsecuentes ciudadanos? Verás como sacas para curarte las trompadas con las que te van a festejar públicamente la labia.
-Tienes razón, pibe. La gente es huraña y si no, pregúntale a ése.
En la esquina, un vagabundo acuclillado e hierático esperaba absorto las dádivas, las malas miradas o la indiferencia más completa de los transeúntes. Ante él, en el suelo, había una caja y lo que parecían varias monedas.
-Oye, ese tipo me suena...
-Mira si no es tu padre...
-Te puedes ir a la puta. Ya sé quién es. Te tienes que acordar. Es el mierda que la agarró
con nosotros, el que nos insultaba la otra noche, cuando lo de los carteles.
Más por enfermiza curiosidad que por otra cosa se acercaron a verificar y cuando estuvieron a un paso se quedaron mirándolo, quietos, con las manos en los bolsillos, algunos segundos, varios minutos, el tiempo suficiente como para que el viejo, porque ciertamente era ese viejo, levantara la cabeza.
-Lo robó. Robó el cepillo de una iglesia, con el Santo en un pegote y coloreado y sobre todo con las monedas dentro de los bondadosos feligreses. Usted lo robó, no hay vuelta que darle -dijo de pronto Manú, risueño, como fascinado.
Efectivamente, lo que el viejo pasmado tenía delante era una especie de estuche o caja verde con parafernalia eclesial y su pertinente ranura a modo de hucha. Estaba bien.
-¿Oye, cómo no se nos ha ocurrido? ¡¡Los cepillos! ¡¡Barrer los cepillos de la devoción!!
-Salteadores de los óbolos y caridades en los despoblados templos del Señor. No es mala idea, pero...oiga...¿La gente sigue echando ahí su guita? -dijo Manú y miramos a unísono al viejo pendejo, esperando una respuesta.
-No aciertan, no aciertan nunca -dijo riéndose como una rata- pero ¿Porqué no probais vosotros, jóvenes, y luego se vais tan contentos a seguir jugando a los mierdas a otro lado? -concluyó expectorando con rotundidad y señalando a la vez la caja con la mandíbula prognata.
Luego, más tarde supimos, entre otras cosas, que le llamaríamos el viejo Trouille, que jamás ponía la mano para pedir, que no abría la caja porque le gustaba que la gente intentara introducir la limosna por la ranura, bien desde lejos -lanzando imposiblemente a canasta, decía- o agachándose y por lo tanto viéndose obligada, a unos centímetros de
su cara barbuda, a olerle el aliento oxidante al declamar las pertinentes gracias, expirando todo el aire de sus empuercados pulmones. También supimos hacernos, un poco o demasiado, sus amigos.


-Lástima que estaba vacía, como estarán todas, pero bueno te la encontraste así y te gustó, no? Te pareció más profesional, por parecerte algo, claro.
-Más institucional será -dije yo, por decir algo, claro.
-Más lo guevos ¿Y ese vino, viene o qué?
Cascarrabias, ácrata, blasfemo y borracho, a sus sesenta y tantos años el viejo Trouille era lo que se dice el hombre menos indicado para ser el portavoz, por ejemplo, de la Conferencia Episcopal. Cuando lo pusimos al tanto de nuestras motivaciones políticas y la Maga le mostraba, compungida, las postales desamparadas, encandilándolo con sus ojos y su fingida o real pena, nos ofreció su modesta colaboración y juró por la calavera
de sus muertos y a grito limpio, allí enmedio de la tasca, que esa noche se mearía en la puerta de Correos y que de ninguna manera volverían a pasar.
-¡¡Órdago!...¡¡La sábana blanca del Vaticano!...-gritaba, con los ojo como platos e inyectados de vino barato. Mientras tanto, Fermín, tras la barra, nos miraba con la cara de querer, por lo menos, matarnos, con el tertuliano nuevo incluido a la cabeza.
-¡Órdago!...¡¡La sábana blanca!...


La técnica, por un lado, consistía en disfrazar al viejo de andrajoso, dramático y conmovedor desecho humano, es decir, cubrirlo de sucias vendas, pústulas, muñones, llagas supurantes o heridas insanables de carnaval, colgarle un cartel rotoso y piadoso al cuello con la leyenda: ME mUerO. AlluDa paRa unEntieRRo dE cRisTianO y dejarlo de cualquier manera y al amanecer en la puerta de la iglesia más concurrida, al lado de un cuenco para las previsibles limosnas que era casi un lebrillo. Y el Domingo que lo hicimos, tras colocarlo bien, luego, mientras huíamos, logramos verle alzar un brazo, manco de pega, diciéndonos adiós o cabrones, esperando darle el sablazo a la mañana, al corazón y a las carteras de los feligreses. A tropezones le dijimos okay como canallas.
Solamente le faltaba un hacha clavada en la cabeza. Era todo un espanto.

-"Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si..." No, no me acuerdo cómo seguía. ¿Como era? -pregunté entonces, cabizbajo, sonriendo de mis labios.
-No te preocupés, zonzo, lo mismo otro día se te va solito el hilo de la cometa y la hostiás -decía la Maga, todavía vestida de bicho de confesionario.
Como tantos días, para hacer tiempo o vagar un rato, íbamos por las tardes a ver los peces muertos que el Guadalquivir devolvía a la orilla o regurgitaba, en Octubre, el mes balance o gaviota, mientras las olas sucias insistían una y otra vez en intentar, en vano, mojarnos los zapatos. Aquellos peces, sin ojos y serios, estropearían seguramente el ecosistema y la placentera visión de cualquier pecera que se preciara.
"Toco tu boca, con un dedo toco....", pensaba mientras nos íbamos de vuelta camino de la tasca del Fermín, en silencio y abrazados bajo la llovizna, donde iban a radiar los resultados electorales y donde nos esperaban Manú y el viejo Trouille con las novedades de la recaudadora jornada.


El segundo plan había consistido en recorrer, con diurnidad y alevosía, algunas iglesias, tampoco era cuestión de tomarlo a lo bruto con el Estamento, y hacernos con los cuartos de los mencionados cepillos. Vagamente yo vigilaba y ella, vestida de negro y modosa hasta hacerme sufrir unas erecciones tremendas e inexplicables, iba de flor en flor, libando polvo, la pobre, porque otra cosa no había. En la última capilla, alguien había depositado fervorosamente tres monedas de 25 cts, aproximadamente veinte años atrás.
- Hasta en la fe, qué crisis, Dios mío!
Al final, veinte duros, seis pesetas, algunas con la cara aún del Cabrón y los susodichos céntimos. Cuando llegamos a la tasca solamente estaba Manú.
-Qué joder por fin llegáis coño, y el viejo de la puñeta que la cagó agarrando un pedo del Santo Orujo.
-Mierda de viejo -dijo la Maga, aburrida.
-Hablá resuelto y que se entienda, carajo.
-Bueno, le debieron de echar tanta guita que se volvería loco y a media mañana, antes de acercarme receloso a recogerlo, va y supongo que para festejarlo se larga por su carajienta cuenta al primer bar que localiza, soltando por el camino como una bicha el atrezzo del mamarracho. Lo encontré siguiendo ese rastro y estaba medio en pelotas, con perdón de la señorita, borracho y cantando disparates. Lástima que cuando me disponía a agarrarlo se me adelantaron otros, con uniforme y caras de pocos amigos. Se lo llevaron y ahora estará en el catre del calabozo o, mejor, en el potro de torturas.
-Viejo de mierda...-volvimos a oir.
-¿Y el dinero?
-¡¡Yo qué sé‚!! Lo llevará encima o se lo habrá gastado ese.....
-Viejo de mierda -puntualizó, otra vez diestra, la otra.
-¿Sabés lo que vamos a hacer? Vámonos los dos a verle, ahorita mismo, viejo.
- De...bueno, bueno...yo me quedo...vale...no me miréis así.


-¡¡Han ganado los malos, muchachos!! ¡¡Las derechas!! ¡¡A mí la FAI!! -nos dijo entre barrotes, botando y cagado como un orate cuando entramos tras hacernos pasar por miembros de una asociación juvenil, menesterosa e incluso sin fronteras, caritativa y cristiana de ayuda inmediata a la tercera edad. El olor era insoportable y el poli con cara avinagrada nos acercó un papel donde firmamos un garabato bastante florido que nos permitió agarrar por fin al viejo, zambo por las exoneradas circunstancias corporales, y sacarlo de la celda, no sin antes decirle al muy Sr. Cabo con recogimiento que la Muy Señora Madre Superiora de la Orden de la cual bebíamos y nos saciábamos espiritualmente nos había dado una bendición para él y demás señores por acoger a la criatura, porque, señor, a esta edad son criaturas, aunque en aquel momento y por cierto,
el aludido no estaba muy de acuerdo con el término porque no paraba de vociferar que le habían puesto alta electricidad voltaica en los huevos pero que ni por esas nos había delatado y a empujones apenas disimulados lo sacamos de allí, entre las miradas sospechosas de los polis y la cara de amargura del yonki de turno que con un tortazo en un ojo parecía pedirnos que avisáramos, por ejemplo, al señor Stampa, abogado, el de la tele, para su personal defensa o su defensa personal.


-¿Me da exactamente seis sellos seis para allende del océano, las Américas, señora expendedora? -preguntó Manú dándole por encabronar.
La estanquera lo miró como si no la dejara vivir el hecho de no haber aprendido a tiempo a echar contundentes y fulminantes males de ojos. Abrió el cajón, rasgó algo y volvió a mirarnos como si le pesara infinitamente no tener en él un lustroso y eficaz Cold 45.
-También quisiera personalmente un atado de Gauloisses, bravo tabaco, de la azul por cierto y en cuanto pueda me presenta el correspondiente y correcto importe.
Yo ya me hacía el loco mirando las pipas de la vitrina y esperando que el idiota terminara rápido de jodernos y sobre todo que la vieja no tuviera por lo menos un bastón al alcance de su temblorosa mano.
-Setecientas veinticinco -dijo, casi como lo diría la calavera de Hamlet.
Y entonces el animal sacó o mejor dicho, aireó espantosamente la bolsa vacía de patatas donde llevábamos el dinero y fue contando con parsimonia volteriana hasta veinticinco pesetas y el resto en monedas de cinco duros.
-Quédese con Dios y muchas gracias -dijo el cabrón casi sin poder aguantarse la risa.
No me volví, no quise ver con qué y cómo nos apuntaba.


Sentado en el taburete, el viejo Trouille miraba contrito su vaso de vino. Mientras, nosotros mirábamos la serpiente de monedas que ella se estaba encargando de dibujar sobre la mesa, más por distracción que otra cosa porque la verdad que no hablábamos demasiado.
-Mientras no llegue el fantasma circunspecto del Sr. Notario que dé fe de los haberes no dilapidados en la intrépida y tremebunda Operación Ruindad, a saber: cien pesetas en monedas de veinticinco, diecisiete monedas de a duro y nueve pálidas pesetuchas, todas ellas de curso legal y como según parece que dos y dos son cuatro hasta nueva orden, propongo escanciar una ronda, apuntada por el entrañable cantinero, de chupitos del mejor whisky de la casa -dijo Manú, como garrapiñando el silencio obcecador.
-Y unas papas fritas -apuntó la Maga, que le ponía al bicho metálico y reptante dos céntimos cojonudos a modo de ojos.
-Lástima que la única botella célebre que tiene el pobre Fermín dista un carrerón de ser un Chivas de veinticuatro o ciento ochenta y tantos años -rebuzné yo con soltura.
-¡¡Fermín, amigo de las causas nobles y los desvalidos, una ronda espiritosa de ese licor tuyo, ya sabes - y le guiñó el ojo - el de las ocasiones principales!! -voceó Manú, aún de
coña -y las papas fritas, señorita, no constan en el prontuario.
-¡Y una de papas fritas, Fermín, ya sabes, al jamón! -dijo ella y entonces nos reímos y pedimos otro vino para el viejo mientras Manú le bajaba amistosamente la visera de la gorra mugrienta.


Teníamos, pegada a la cisterna sin agua del WC hediondo, la foto del asesino. Llevaba su pertinente bigote, sus gafas fúnebres, su gorra adornada de mandamás del sanguinario y traidor Ejército Chileno. Tenía, también, la jeta de hijo de puta horadada a punta de cigarrillos y rastros de posibles caracoles o salivazos. Cuando entrábamos en aquel cuartucho, en la casa en ruinas de mi abuela adonde nos reuníamos a perorar, no solamente orinábamos, también nos cagábamos en sus muertos. Todavía, pasado los años, debe estar allí aquella página, portada de la revista semanal de un periódico, y el ínclito oliendo a orín rancio porque a su ilustre nariz no le tocamos. Cuestión de consideración, de rábica idiotez o cachondeo, a elegir.


Con una pericia y una picaresca digna de buscones del Siglo de Oro, con un sablazo aquí y otro allá, se consiguió por fin reunir una cantidad de pasta nada desdeñable. Así que, en sonriente procesión se andaron a comprar los jodidos sellos, directos, por indicación de Manú, al estanco de la vieja, cómo no. El que esto escribe prefirió, plácidamente al sol, imaginarse la escena.
-Buenos días, señora ¿Me expende exactamente setenta y tres sellos, ni uno más ni uno menos, para, ya sabe, las Américas?
-De los más bonitos y coloreados que tenga o disponga- diría ella, dispuesta a elegirlos ilusionada uno por uno.
Tardaron como cuarenta minutos. Según el testimonio con aspavientos y bufidos incluidos de Manú, la vieja tuvo que contar cuatro veces el montón de sellos, aparte de quite este que es feo, no, este, aquel también, porque el viejo juraba por sus enterrados muertos que le daba la impresión de que se había equivocado y hasta alguno habló del progreso y el respaldo tranquilizador que le supone a los consumidores disponer del Libro de Reclamaciones pertinente en el tribulado caso de flagrante o posible hurto, engaño o estafa.
La vieja, mientras tanto, temblaba a toda máquina, se le caían los mierdas sellos, sin hablar, muriéndose sola todo el rato. Por su parte, Manú empezó a tararear bajito una canción de Silvio Rodríguez que hablaba de pisar las calles nuevamente y terminaron los tres cantándola, emocionados y abrazados, mientras la gente empezaba a agolparse en la puerta y en la calle y entonces fue cuando la Maga preguntó, ingenua, con lágrimas en los ojos, si vendía o tenía vengalitas, lo suficiente, claro, como para que la vieja reventara rugiendo de una puta vez y le diera el patatús o el sofoco. Cuando dejaron el dinero sobre el mostrador y salieron, aún cantando, todavía no había llegado la policía. Ni, tal vez, la ambulancia.


¡¡Abrazos desde Andalucía a todos los compañeros y compañeras del Frente Patriótico Manuel Rodríguez! Borrachos ante el buzón expectante, escribimos este saludo en muchas postales. El viejo Trouille mantenía con porte de ujier venido a menos la boca metálica abierta y Manú, sentado encima del buzón, disertaba sobre las alamedas abiertas o por abrir. El cartero se iba a llevar una sorpresa y los milicos de allá...
A un lado de la plazoleta, luego, ella pintó en las baldosas, bajo un toldo que la resguardaba de la llovizna, una rayuela, con cielo y todo, con un spray. Lo compramos, nos permitimos ese lujo. Jugamos bajo la noche, en la madrugada desierta. No se iba a borrar. Que mañana jugaran los niños.


Domingo López
Sanlúcar, provincia de Cádiz, España, 1967.
Entre sus poemarios se encuentran “Aquellos trocitos, estas manos”, “ Cuaderno de Viznar”, “ Palabrería de amor” e "Inventario”. En el genero del cuento “La lluvia y las rayuelas”, “La soledad y nosotros” y "Georgia Blues"; ganó el V Premio Julio Cortazar de Narrativa 2002 – Universidad de la Laguna (Tenerife). Sus obras en el genero de teatro “El Parapoco” (Cansancio triste en un acto) y “Cero” (Desencuentro en un acto y una televisión).
Ha publicado en innumerables revistas en España, así como en sitios electronicos de literatura y contracultura.
Actualmente anda algo ensimismado con la pintura de piedras y objetos inútiles y no descarta olvidarse aliviosamente de la literatura.


mayo
2003