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El que estaba a mi derecha levantó una carta,
la sostuvo por unos segundos y la soltó sobre el mazo de las cartas volteadas;
era el cuatro de diamantes rojos. Pensé que no había carta más inútil que
esa, miré al de enfrente; no la quiso. Lo dicho, era una carta para jugarle
una trastada a cualquiera. Alguien más entró al bar, yo aproveché la distracción
para mirar a través de los empañados vidrios de la ventana y observé que
la lluvia había aminorado; “Finalmente ha comenzado a escampar” observé
en voz alta. “Será pues” dijo el que entró mientras se quitaba el sombrero
y la gabardina y agregó bajando la cabeza “encontramos a la Magda”. El
de enfrente depositó el abanico de cartas sobre la mesa, se iba a levantar
cuando el que entró lo detuvo; “no se moleste doctor; ya no hay prisa.
Lo que tenga que hacerse puede esperar hasta mañana.” Todos guardamos silencio
hasta que el de mi izquierda nos sacó del transe; “ya buscaremos a Noel,
pero por ahora con ésta gano”. Tomó al cuatro de diamantes y lo puso sobre
la mesa junto con otros tres cuatros y una carta más.
Yo vivo fuera del pueblo, en el aserradero.
Poco o nada sabría de la vida en Ostócolo si no fuese por las tardes en
el bar. Lo poco que sé de Noel me lo contaron allí a lo largo de interminables
tardes echando cartas con los amigos en el bar.
Noel Demetrio Figueroa Da Silva, forastero
venido de donde nace el Tinguara, río que alimenta al lago Ostócolo, donde
vivimos. Al menos eso es lo que se cuenta. Lo ví solamente en dos ocasiones;
el día de su boda con la Magda y una mañana soleada un par de meses atrás
cuando fue a comprar madera al aserradero.
Lo que contaré aquí me lo han dicho los amigos;
salvo las dos ocasiones en que lo vi, todo lo demás me fue referido en
tardes llenas de cartas y copas.
Probablemente la vida me depare una tercera
oportunidad de verlo, eso será después que los del pueblo vengan a buscarme
mañana para ir a rastrearlo. No sé sí después pueda escribir, por eso lo
hago ahora.
Nadie sabía qué lo había traído a estas tierras
y, a la larga, todos terminaron por imaginar un reprochable pasado. La
cicatriz que le cruzaba la cara y el machete en el cinto ayudaron a intuir
en él un carácter conflictivo lleno de andanzas turbias, pero nunca nadie,
que yo sepa, se atrevió a confirmar eso.
Se decía, por ejemplo, que tenía cuentas
pendientes río arriba, hubo los que se atrevieron a pensar que era el responsable
de una masacre desconocida y que, seguramente, había algún precio puesto
a su cabeza en más de un sitio de la provincia.
Lo miraban con miedo y lo evadían por prudencia.
Nunca se le vio en misa pero se sabe que
se santiguaba cuando cruzaba enfrente de la iglesia.
En todos sus atuendos la única pieza que
nunca le faltó fue el machete en la cintura.
El amor por el vino le hizo percatarse de
las habladurías de la gente; fue en el bar una tarde de un domingo. De
la plática cordial se pasó, cuando ya las copas no eran escasas, al interrogatorio
policial. Noel, como buen bebedor, nunca perdió el control pero tampoco
quitó la izquierda del machete, mientras con la derecha sostenía la copa.
Algo debió inquietarlo ya que se paró sin
decir nada y salió del bar. Todos entendieron eso como una prueba de que
lo que se decía de él era verdad.
No se le volvió a ver por un tiempo, algunos
ya habían olvidado el incidente cuando apareció en Ostócolo más platicador
que nunca. Se involucraba en las tareas comunales y llego a entablar amistad
con más de alguno. Solamente dos cosas no cambiaron en él; el machete en
el cinto y que nunca fue a misa.
Las pocas amistades que consiguió no fueron
suficientes para enmendar el pasado y se dio a cuidar animales; crió gallinas
pero nunca vendió una. Cuando un niño estaba a punto de separar con agua
helada a una pareja de perros atorados por donde te puedes imaginar, Noel
intercedió quitándole al chamaco la cubeta y recordándole que a los perros
también los hizo Dios, luego los adopto como propios. Junto además gatos,
conejos y otros animales que mantenía en su casa. Por las mañanas se desvivía
atendiéndolos y en las tardes, en el bar, platicaba con quien quisiera
oírle, sobre las bondades de la creación.
Nunca se supo que pretendiera a la Magda
ni se le vio con ella antes de la noche en que la desposó. Era una noche
normal y Magda había comenzado a trabajar tan pronto como el sol se metió.
Fiel a su costumbre de no abrumarse mucho con trabajos mal cumplidos por
la prisa tomó la cuota a los únicos a quien pudiera atender esa noche.
Yo estaba en la lista; había pagado por adelantado el servicio, tal como
lo exigía la Magda para no perder tiempo en regateos, y había incluido
una propina especial por los favores extra que por decencia no se nombran.
Después de recolectar los pagos y antes de que se dispusiera a llamar al
primero apareció Noel. Se encerró con la Magda y al cabo de unos minutos
salió: “Magda y yo hemos decidido casarnos” nos dijo, puso la mano sobre
el machete y continuó: “Lo que han pagado lo aceptamos como regalo de bodas.
Gracias” Salieron a la iglesia donde el Padre los casó.
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Esa fue la primera vez que lo ví, y desde
ese momento tuve la certeza de que lo que se decía en el pueblo sobre él
era apenas una pizca de lo que en realidad este hijo de la mala vida era;
se había ido con nuestra chica y nuestra lana dejándonos a nosotros el
pendientito inconcluso y la prisa de alejarnos los unos de los otros para
no caer en tentaciones de sodomía o similares.
A la mañana siguiente del balcón de la casa
de Noel colgaba una sábana con una mancha roja en el centro. Todos lo interpretamos
como una burla pero en los días siguientes la Magda se encargó de saldar
las cuentas pendientes porque “los negocios son negocios y además unos
nunca sabe...”
Antes de la temporada de lluvias Noel apareció
por el aserradero. “Quiero unos tablones de trescientos codos de largo”
me dijo en su tono habitual. “¿Qué, trescientos qué?” contesté. Puso el
brazo sobre la mesa y me indicó con el dedo de donde a donde debía medir,
“trescientos de estos” completó. Tomé el metro y medí de los dedos al codo
de su brazo, pidió otras piezas y siempre se refirió a ellas en “codos”,
pagó y se fue.
No lo volví a ver, supe que se encerró en
su casa a trabajar día y noche. Todo el pueblo se quejaba por el ruido
que hacía pero nadie se atrevió a molestarlo. Nadie lo volvió a ver hasta
el día en que esta tormenta comenzó. La primera lluvia de la temporada;
una tormenta que ha durado ya varios días y ha desbordado al Tinguara.
Las casas que están más cerca del lago se han inundado y algunos han venido
a quedarse hasta que escampe aquí en el aserradero. Noel subió a sus animales
y a la Magda en la balsa que construyó y se fue lago adentro.
Ha comenzado a escampar, sé que a la Magda
no la reconocieron hasta que le quitaron todas las algas que traía enredadas.
Pobre Noel, no le alcanzó el arrepentimiento para salvarlo. Se sintió profeta
y hasta se subió a la lancha de su redención. Nunca pensó el mismo construyó
el patíbulo de su condena.
Ya el sol se está levantando. Pronto vendrán
los del pueblo y luego nos iremos a buscarlo. Quiera Dios y no esté muy
destrozado.
César Hérnandez
César Hernández es el tercer hijo de una familia que tiene siete herederos.
Nacido allá en la medianía del ´65 en un paseo providencial que incluía
una breve estancia en Guadalajara. Circunstancia, más o menos fortuita,
que lo autoriza a colgarse el título de tapatío. Ingeniero de profesión
y aprendiz de escritor por ocio. Sádico por naturaleza pero con un muy
alto sentido de la conciencia, reconoce en su público a los infortunados
conejillos de indias de sus primeras letras, razón por la cual aprovecha
para poner el siguiente buzón electrónico para acoger las sugerencias o
quejas que sus desbalagadas letras puedan generar: cesarhdez65@hotmail.com
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junio
2003 |