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Muy pocos sabían cuántos años cumplía Carlitos ese 22
de julio. No era fácil calcular su edad. Podía aparentar 5, 10, 20 ó 30
años. Pocas personas estaban cerca suyo, por ese tan mentado tema de haber
nacido con el estigma de un retardo mental. Como si la normalidad tuviese
que ver con el envase y no con el contenido. Aquellos que lo conocían y
trataban, sabían y sentían el caudal de cariño con el que sorprendía a
diario. Claro, sorprendía por aquellos preconceptos que se tienen sobre
los chicos "especiales". ¿Quién dijo que Carlitos no era inteligente?
Él transmitía su admirable inteligencia emocional en cada gesto, con cada
palabra. Su memoria era digna de envidia. No se olvidaba ni de una cara
ni de una promesa. Cuando se le prometía algo se le tenía que cumplir.
Su alegría era una danza contagiante. Agitaba los brazos como aspas de
helicóptero antes de levantar vuelo. Algo así como una libélula sonriente.
Una de sus debilidades eran los autos, camiones y camionetas...
La otra, los globos. Cuando veía uno se le iluminaba el rostro, sus ojos
pardos irradiaban una luz muy brillante; giraba y sonreía buscando nuestra
complicidad.
Poco tiempo antes de ese 22 de julio, Carlitos cayó enfermo.
Estuvo muy mal durante casi un mes. Lo progresivo de su enfermedad hacía
mella en su cuerpo y sobre todo, en su cerebro. Pero Carlitos era fuerte
porque se apoyaba en los afectos; en el cariño de su madre, de su hermano
y de todos aquellos que aprendimos a amarlo.
El cumpleaños se festejó en uno de esos lugares donde
se sirve comida chatarra. Allí había juegos y regalos que acompañaban las
cajas de alimento que contenían hamburguesas y papas fritas. Ya se sentía
bien. Tan bien que agitaba sus brazos, giraba y daba vueltas. Su mirada,
por momentos, se dirigía a un cielo tan azul como su alma.
Cuando vio los globos comenzó a pedirlos con insistencia.
No dejó un minuto de solicitarlos. Quería un globo. Sólo un globo. Era
justo, en el día de su cumpleaños.
Después de saborear la comida y la gaseosa, fue a buscar lo
que había pedido. Para su sorpresa una de las jovencitas que atendía en
el local le regaló decenas de todos los colores. Su sonrisa se amplió,
sus brazos se abrieron y con el ramillete de globos comenzó a girar con
desenfreno. Los mostraba junto con su alegría. Giraba cada vez más rápido
y los globos se convirtieron en un hermoso arco iris.
De repente, cuando salió al patio, los globos elevaron a Carlitos.
En su cara no había ningún rastro de temor. Miró hacia abajo y sonrió.
Estaba despegando del suelo.
En vano intentamos sujetarlo. Volaba cada vez más alto y la sonrisa era cada vez más amplia. Sus brazos giraban alegremente. Dirigía el vuelo como el más diestro de los pilotos, con el ramillete de globos que cambiaba constantemente de mano.
Muchos de los que estaban dentro del local salieron a ver el espectáculo. Lo hacían con asombro. Carlitos reía y volaba. Agitaba sus manos y se trasladaba en todas las direcciones, a pesar del pedido de Cristina, su madre, para que bajara.
Dos horas habían pasado y seguía volando. No quería bajar. Y no bajó.
Hasta el día de hoy en que estoy escribiendo estas líneas, Carlitos sigue volando.
De vez en cuando baja en el patio de su casa a unos centímetros del suelo, sin apoyarse... buscando comida y sigue su vuelo.
Aquellos que ayer lo miraban como un bicho raro, hoy lo envidian y buscan ramilletes de globos para poder volar. Nadie lo ha logrado todavía.
Mientras tanto Carlitos sigue sonriendo, agitando sus brazos como si fuese un pájaro multicolor que nunca detendrá su vuelo.
Hugo Medrano
Argentina.
Actualmente reside en Asunción de Paraguay.
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junio
2003 |