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Aquí
estoy, como todas las noches, velando el sueño de Irene, desde el sillón
de nuestra antigua habitación.
Por
suerte, hoy nuestro hijo Andrés pasará la noche fuera de casa y entonces
tendremos una noche de tangos. Lo escuché despedirse intercambiando recomendaciones
con su madre. Ella para que se abrigara y no se desvelara mucho, él para
que la madre cerrara bien ventanas y puertas y para que no se olvide de
tomar la pastilla que le asegura el sueño.
Lo
que Andrés no sabe, ni lo sabe nadie más que Irene y yo, es que cuando
ella pasa la noche sola no necesita tomar la pastilla.
Irene,
a la que nadie puede convencer para salir a trasnochar. Irene, la que hace
veinte años cerró su vida a fiestas y reuniones, tiene en cambio noches
como la de hoy: sólo suyas e inconfesables.
La
veo salir de la ducha y ponerse su hermoso camisón verde agua. Se peina,
se pinta los labios, se perfuma.
Se
prepara un mate en la cocina. Se sienta con su gata al lado y la caja de
fotografías en la mesa. Sus manos empiezan a repartir sus caricias entre
el mate, la gata y las fotografías. Sus sentidos empezarán a embriagarse
con unos tangos a bajo volumen y ella repasará una a una las fotos de nuestra
historia. Así logra revivir todo, verme y verse, podrá escuchar mi voz
y la suya, nuestras confesiones mutuas, nuestros sueños, nuestros miedos,
nuestras canciones.
Van
apareciendo el Lago de Palermo, el Jardín Botánico, La costanera y las
confiterías en las que nos dimos cita durante el noviazgo. Ella recordará
puntual, ritualmente, como un rezo, todos y cada uno de nuestros encuentros.
Reconstruirá nuestros recorridos cotidianos después del trabajo, de la
Unión Telefónica a Aerolíneas Argentinas; la avenida de Mayo, el trayecto
al subte, nuestra despedida diaria en Plaza Once y su regreso a Ramos Mejía,
a la casa de sus padres, mientras yo me iba a Caballito. Recordará que
un día ya no tuvimos que despedirnos más y que nuestra ruta se volvió la
misma: todos los días a nuestra casa. Evocará la noche feliz en que nos
comprometimos en el café Richmond y cuando compramos juntos su traje de
novia en la casa ETAM. Revivirá todo como si ocurriera hoy, por eso no
ha querido interponer ninguna nueva emoción, para que el pasado no lo sea
tanto.
Se
reirá mucho al mirar las fotos de los amigos y volver a disfrutar las bromas
y la alegría de las reuniones. Hace una pausa para poner a Bing Crosby,
que va más a tono con esos recuerdos. Nombra en voz alta a cada uno de
los amigos, como si fuera un conjuro para sentir su presencia. Así, aparecen
en su fiesta íntima Pocho, Picón, el Gordo Buby y Señora, el Flaco González,
el Coco Arana, y ellas: Pelusa y Lidia, la Gallega y Elsa. Están todos
--Irene-- lo lograste, el tiempo no pasa, el tiempo no muere.
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Termina
la sesión. Irene guarda celosamente la caja de fotos y piensa que es lo
único que defendería con la vida si un ladrón entrara a robarla. Ahora
se prepara para dormir. Acomoda el radio, lo enciende y sintoniza el programa
de Cacho González: “Tango 24 horas”.
Al
principio yo no entendía por qué ponía la radio a todo volumen: la respuesta
es que los tangos, ensordeciéndola, la arrullan.
Se
acomoda su almohada, dándose a sí misma ternura y cierra los ojos. La miro
sonreír y soñar, primero voluntariamente, después ya no. Dos o tres tangos
la duermen como no logra hacerlo ninguna pastilla. Y sólo yo puedo entender
que así sea, que los tangos a todo volumen son la única manera como ha
podido llenar el lecho que dejé vacío hace veinte años. Para ella, esos
tangos son los besos y las caricias que ya no puedo darle y que jamás quiso
aceptar de otro. ¿Veinte años de soledad, Irene? Pero si pudiste casarte
otra vez. ¿Tanto me amabas?
Así
pasamos las noches, escuchando tangos a todo volumen; ella durmiendo profundamente
y yo mirándola soñar con nuestros días entrañables.
Lo
que nunca se explica es por qué al otro día no recuerda en qué momento
apagó la radio. Al principio la inquietaba que Andrés descubriera esta
locura suya, por eso ponía el despertador antes que llegara Andrés. Un
día se le olvidó y la radio igual amaneció apagada. Desde entonces ella
cree que la apaga sin darse cuenta. Ignora que soy yo --su guardián-- quien
apaga la radio, yo, el guardián de éste nuestro último secreto.
Duerme
Irene, duerme querida, sueña que yo siempre estaré aquí.
Andrea Bárcena
México D. F.
Sicóloga y maestra en Ciencias de la Comunicación.
Su trabajo principal se ha desarrollado en el
campo de los Derechos Humanos.
Autora de libros y una gran cantidad de artículos
ha ejercido el periodismo en publicaciones como La Jornada, Proceso y el
Universal. Actualmente se dedica exclusivamente a escribir.
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junio
2003 |