|
|
En el último párrafo del prólogo de mí tesis, con la que recibí el
título de maestra, hice la promesa de velar por la integridad de mis alumnos,
de procurar su bienestar y de hacer lo que estuviera a mi alcance para
que fueran felices. Admito que omití referirme al avance académico de los
niños, tal vez porque mi primer contacto con ellos fue básicamente afectivo,
o porque la formación que recibí en ese entonces era más humanística. Mis
maestras pertenecían a la congregación del Verbo Encarnado, mezclaban la
técnica de la enseñanza con el evangelio y las actividades prácticas con
el arte. Se evaluaba la calidad del material que presentábamos a los niños
tomando en cuenta la estética más que el contenido; se revisaba constantemente el lenguaje
empleado, la limpieza del delantal, la puntualidad, el empleo de láminas o
títeres en la narración de cuentos y leyendas, sin faltar, por supuesto, una
buena selección de música para la hora de cantos y juegos. Al incorporarme al
sistema oficial eché de menos estos aspectos, sin embargo quedaron en mí siempre
presentes. En el discurso, la formación de hábitos y valores no desaparece en
las reformas educativas que me ha tocado padecer, pero no existe un seguimiento
como ocurre con el avance académico. Es un número y un promedio lo que se
reporta de cada alumno. Son muestras y evaluaciones lo que recogen de las
escuelas nuestras autoridades educativas, con sus valiosas excepciones.
Me he sentido cansada en los últimos meses
y con cierto derecho a retirarme después de casi 30 años de servicio, después
de cumplir con la normatividad que no logro incorporar a mi quehacer educativo,
y que por lo tanto me causa un grado de tensión permanente. Pero, no puedo
faltar a lo que prometí a los l8 años, cuando pensé que era fácil cumplir
una promesa. Hoy decidí olvidarme de mi nuevo proyecto de vida, permanecer
en la escuela hasta que mi cuerpo resista; renunciar a los días de descanso
en que me imaginé durmiendo más tiempo, practicando algún deporte, desayunando
o comiendo con alguna amiga, visitando un museo o una librería, o emprendiendo
un viaje sin la premura de volver para retomar las clases. No debo y, por
lo tanto, no quiero abandonar la escuela, no debo y no quiero dejar a Jimena.
Ella estuvo platicando ayer conmigo, cursa el segundo grado de primaria,
en este año ha recuperado el que perdió, se muestra interesada en cumplir
con sus tareas y en participar en clase, ahora le gusta jugar con sus compañeros,
ha dejado de ser voluntariosa, agresiva y grosera. Su cuerpo se estiró,
rebasa a las niñas de su grupo en tamaño, edad y experiencia. Las cosas
no iban bien en su casa, su hermana mayor pasó a secundaria y dejó de hacerse
cargo de ella, hace unos días se fue a vivir al extranjero con un chico
de su misma edad. Sus padres no han podido resolver los problemas que tienen
desde que Jimena era muy pequeña…Él alcohólico en tratamiento, ahora sin
empleo, y ella depresiva. El hermano que queda, también mayor que Jimena,
dejó la escuela y pasa el día frente a una computadora o en la televisión,
aparentemente, ausente de los problemas, sin responsabilidad ni ambiciones.
En su conversación Jimena habló de una promesa
que su mamá no cumplió, por lo cual su papá la corrió de la casa, así que
regresó con su madre dejando a los niños a su suerte. Quise preguntarle
sobre la promesa, pero no lo hice, dejé que prosiguiera sin interrumpir.
Con un lenguaje fluido, sin la menor muestra de tristeza, Jimena aseveró
que su hermana se fue porque los papás la molestaban todo el día. Dijo
también que su papá le había pedido, la noche anterior, que si iba su mamá
a recogerla a la escuela no se fuera con ella porque estaba loca. Yo le
pregunté si realmente quería quedarse con su papá, entonces habló de la
promesa, dijo que su mamá había prometido no volver a estar triste, pero
no cumplió porque se cortó los pies y las manos con un cuchillo…Me quedé
sin palabras. Jimena prosiguió: yo quiero estar con mi papá, él si dejó
de emborracharse, ahora nos cuida y hace sopa de lentejas. Sin poder evitarlo,
rodaron lágrimas de mis ojos, que ella detectó y secó con su manita fría.
Me preguntó por qué lloraba, le contesté que iba a extrañar mucho a su
hermana pues también fue alumna del colegio y ya no la vería como antes.
Yo no la voy a extrañar, me dijo, porque cuando sea feliz va a venir por
mi hermano y por mí, tú no te pongas triste porque te puedes morir. La
abracé y me reí con ella. Hay que querer mucho a la mamá para quitarle
esa tristeza, ¿verdad, Jimena? No, agregó, la tristeza sólo se le quita
con las pastillas, pero mi papá las escondió y rompió la receta, así que va a
seguir triste hasta que se muera. Con una terrible incapacidad de mi parte,
cambié el tema. Le pedí que regresara a su salón, que en el recreo me buscara
para seguir platicando. Se fue sin cambiar la expresión de su rostro, casi puedo
decir que se fue contenta.
Unos días antes de esa conversación observé
que Jimena llevaba unos zapatos muy grandes (posiblemente de la madre o
de la hermana), tan grandes que le impedían levantar los pies para caminar,
sólo los arrastraba, como si se tratara de unos patines.
El simbolismo era claro, no podía tan pequeña
ocupar el lugar de la hermana, que siempre trató de reparar los daños que
sus padres ocasionaban. Julieta permaneció en el colegio tres años; igual
que Jimena, era la mayor de su grupo, pues había perdido también un año
escolar, me imagino que por la terrible situación familiar. Sin embargo
se integró bien con sus compañeros y les ayudaba en todo. Julieta fue la
alumna más servicial que he conocido, siempre atenta a los problemas y
dispuesta a solucionarlos con sus propios recursos. Recuerdo una ocasión en que llegó manejando el
coche del papá, teniendo apenas 13 años, de inmediato le pregunté si tenía
autorización de hacerlo, y ella me explicó que no había quien los llevara a la
escuela, así que tomó el coche y decidió manejar. En lugar de recibir algún
regaño, el padre optó por prestárselo cuando la mamá se retrasara. Muchas veces
tuve a Julieta en la dirección platicando las cosas que sucedían en su casa,
entre ellas; la nariz fracturada de la madre, el padre borracho trepando por la
ventana para entrar en la madrugada, la demanda presentada en el ministerio
público para disolver el matrimonio, la negativa a pagar las colegiaturas como
castigo a la madre por un supuesto amigo íntimo, un conflicto dentro de un
restaurante por agresión física, en fin…Días de infancia terribles.
Julieta me abrazaba a menudo cuando me encontraba en los pasillos o en el patio de recreo. Yo no emití juicios sobre el comportamiento de los padres, simplemente intenté reemplazar sus descuidos. A iniciativa mía, Julieta fue apuntada en una excelente secundaria y pude ayudarla a obtener los libros que por decidía no le compraban los padres, también la orienté en la resolución de tareas difíciles; cuando me encontraba en su secundaria, corría a saludarme y me presentaba con sus nuevos compañeros como su segunda mamá. Pero, se cansó de los problemas y buscó la manera de alejarse de ellos…Jimena se ha quedado sola.
Si me voy no
podré apartarla de mi mente, no voy a estar tranquila en ningún lugar, y faltaré
a mi palabra. Además, ¡quiero verla todos los días!, abrazarla, acariciar sus
manitas frías y temblorosas mientras platicamos como amigas.
Patricia Romana Bárcena Molina
México D.F. Maestra en
educación especial.
Directora del Colegio Vallarta
Arboledas
|
|
julio
2003 |