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Promesa cumplida
Patricia Romana Bárcena Molina



     En el último párrafo del prólogo de mí tesis, con la que recibí el título de maestra, hice la promesa de velar por la integridad de mis alumnos, de procurar su bienestar y de hacer lo que estuviera a mi alcance para que fueran felices. Admito que omití referirme al avance académico de los niños, tal vez porque mi primer contacto con ellos fue básicamente afectivo, o porque la formación que recibí en ese entonces era más humanística. Mis maestras pertenecían a la congregación del Verbo Encarnado, mezclaban la técnica de la enseñanza con el evangelio y las actividades prácticas con el arte. Se evaluaba la calidad del material que presentábamos a los niños tomando en cuenta la estética más que el contenido; se  revisaba constantemente el lenguaje empleado, la limpieza del delantal, la puntualidad, el empleo de láminas o títeres en la narración de cuentos y leyendas, sin faltar, por supuesto, una buena selección de música para la hora de cantos y juegos. Al incorporarme al sistema oficial eché de menos estos aspectos, sin embargo quedaron en mí siempre presentes. En el discurso, la formación de hábitos y valores no desaparece en las reformas educativas que me ha tocado padecer, pero no existe un seguimiento como ocurre con el avance académico. Es un número y un promedio lo que se reporta de cada alumno. Son muestras y evaluaciones lo que recogen de las escuelas nuestras autoridades educativas, con sus valiosas excepciones.

     Me he sentido cansada en los últimos meses y con cierto derecho a retirarme después de casi 30 años de servicio, después de cumplir con la normatividad que no logro incorporar a mi quehacer educativo, y que por lo tanto me causa un grado de tensión permanente. Pero, no puedo faltar a lo que prometí a los l8 años, cuando pensé que era fácil cumplir una promesa. Hoy decidí olvidarme de mi nuevo proyecto de vida, permanecer en la escuela hasta que mi cuerpo resista; renunciar a los días de descanso en que me imaginé durmiendo más tiempo, practicando algún deporte, desayunando o comiendo con alguna amiga, visitando un museo o una librería, o emprendiendo un viaje sin la premura de volver para retomar las clases. No debo y, por lo tanto, no quiero abandonar la escuela, no debo y no quiero dejar a Jimena. Ella estuvo platicando ayer conmigo, cursa el segundo grado de primaria, en este año ha recuperado el que perdió, se muestra interesada en cumplir con sus tareas y en participar en clase, ahora le gusta jugar con sus compañeros, ha dejado de ser voluntariosa, agresiva y grosera. Su cuerpo se estiró, rebasa a las niñas de su grupo en tamaño, edad y experiencia. Las cosas no iban bien en su casa, su hermana mayor pasó a secundaria y dejó de hacerse cargo de ella, hace unos días se fue a vivir al extranjero con un chico de su misma edad. Sus padres no han podido resolver los problemas que tienen desde que Jimena era muy pequeña…Él alcohólico en tratamiento, ahora sin empleo, y ella depresiva. El hermano que queda, también mayor que Jimena, dejó la escuela y pasa el día frente a una computadora o en la televisión, aparentemente, ausente de los problemas, sin responsabilidad ni ambiciones.

     En su conversación Jimena habló de una promesa que su mamá no cumplió, por lo cual su papá la corrió de la casa, así que regresó con su madre dejando a los niños a su suerte. Quise preguntarle sobre la promesa, pero no lo hice, dejé que prosiguiera sin interrumpir. Con un lenguaje fluido, sin la menor muestra de tristeza, Jimena aseveró que su hermana se fue porque los papás la molestaban todo el día. Dijo también que su papá le había pedido, la noche anterior, que si iba su mamá a recogerla a la escuela no se fuera con ella porque estaba loca. Yo le pregunté si realmente quería quedarse con su papá, entonces habló de la promesa, dijo que su mamá había prometido no volver a estar triste, pero no cumplió porque se cortó los pies y las manos con un cuchillo…Me quedé sin palabras. Jimena prosiguió: yo quiero estar con mi papá, él si dejó de emborracharse, ahora nos cuida y hace sopa de lentejas. Sin poder evitarlo, rodaron lágrimas de mis ojos, que ella detectó y secó con su manita fría. Me preguntó por qué lloraba, le contesté que iba a extrañar mucho a su hermana pues también fue alumna del colegio y ya no la vería como antes. Yo no la voy a extrañar, me dijo, porque cuando sea feliz va a venir por mi hermano y por mí, tú no te pongas triste porque te puedes morir. La abracé y me reí con ella. Hay que querer mucho a la mamá para quitarle esa tristeza, ¿verdad, Jimena? No, agregó, la tristeza sólo se le quita con las pastillas, pero mi papá  las escondió y rompió la receta, así que va a seguir triste hasta que se muera. Con una terrible incapacidad de mi parte, cambié el tema. Le pedí que regresara a su salón, que en el recreo me buscara para seguir platicando. Se fue sin cambiar la expresión de su rostro, casi puedo decir que se fue contenta.

     Unos días antes de esa conversación observé que Jimena llevaba unos zapatos muy grandes (posiblemente de la madre o de la hermana), tan grandes que le impedían levantar los pies para caminar, sólo los arrastraba, como si se tratara de unos patines.   
  

     El simbolismo era claro, no podía tan pequeña ocupar el lugar de la hermana, que siempre trató de reparar los daños que sus padres ocasionaban. Julieta permaneció en el colegio tres años; igual que Jimena, era la mayor de su grupo, pues había perdido también un año escolar, me imagino que por la terrible situación familiar. Sin embargo se integró bien con sus compañeros y les ayudaba en todo. Julieta fue la alumna más servicial que he conocido, siempre atenta a los problemas y dispuesta a solucionarlos con sus propios recursos. Recuerdo  una ocasión en que llegó manejando el coche del papá, teniendo apenas 13 años, de inmediato le pregunté si tenía autorización de hacerlo, y ella me explicó que no había quien los llevara a la escuela, así que tomó el coche y decidió manejar. En lugar de recibir algún regaño, el padre optó por prestárselo cuando la mamá se retrasara. Muchas veces tuve a Julieta en la dirección platicando las cosas que sucedían en su casa, entre ellas; la nariz fracturada de la madre, el padre borracho trepando por la ventana para entrar en la madrugada, la demanda presentada en el ministerio público para disolver el matrimonio, la negativa a pagar las colegiaturas como castigo a la madre por un supuesto amigo íntimo, un conflicto dentro de un restaurante por agresión física, en fin…Días de infancia terribles.

     Julieta me abrazaba a menudo cuando me encontraba en los pasillos o en el patio de recreo. Yo no emití juicios sobre el comportamiento de los padres, simplemente intenté reemplazar sus descuidos. A iniciativa mía, Julieta fue apuntada en una excelente secundaria y pude ayudarla a obtener los libros que por decidía no le compraban los padres, también la orienté en la resolución de tareas difíciles; cuando me encontraba en su secundaria, corría a saludarme y me presentaba con sus nuevos compañeros como su segunda mamá. Pero, se cansó de los problemas y buscó la manera de alejarse de ellos…Jimena se ha quedado sola.

Si me voy no podré apartarla de mi mente, no voy a estar tranquila en ningún lugar, y faltaré a mi palabra. Además, ¡quiero verla todos los días!, abrazarla, acariciar sus manitas frías y temblorosas mientras platicamos como amigas.


Patricia Romana Bárcena Molina
México D.F.
Maestra en educación especial.
Directora del Colegio Vallarta Arboledas


julio
2003