renglones torcidos     


Canción en harapos
Homero Muñóz


“...cuantos colores, cuantas facetas
tiene el pequeñoburgués”
             
 S.Rodríguez


       Juancho había ido a Salasaca para consultar con su taita. Su pueblo estaba, aún, enclavado en el mismo vallecito en el que el Inca había mandado, cuando desde el Coyasuyo, sus ejércitos habían llevado a los tejedores salasacas hasta el reino de los quitus, para que enseñaran su arte a los alfareros.
       Llegar a la casa, era, una corta caminata por calles de piedra desde la carretera y otra un poco más larga por un sendero, casi un socavón, que ineludiblemente conducía a la entrada de la vivienda que alta en la ladera, dominaba todo el valle.
       Se detuvo un momento a la vista de la casita. Su hermana Rosa subía por la ladera con un inmenso atado de leña a la espalda, seguida de cerca por sus dos niños. La frente cruzada por el rústico tejido del lío que sostenía la carga, se esforzaba ladera arriba. La mano derecha ignorante de la hazaña, sacaba lana de llama del vellón anidado en su delantalcito mientras la izquierda, hacía girar rápidamente un palito que la hilaba en una madeja pelusona. Juancho se acercó despacio y saludó con una sonrisa que ventiló una corona de grandes dientes amarillentos. El poncho negro no había sido casi tocado por la polvareda del camino, pero el pantalón blanco, normalmente impoluto y sus pies con sandalias estaban grises. Hacía días que no llovía, dijo la Rosa.
       La bulla que metieron los niños alertó a doña Manuela y en un momento el recién llegado florecía de gente. La visita del primogénito siempre era fiesta.
       - El loco estudiaba abogacía en Quito– dijo la Bermeja repatingada en el sillón de caña de la sala de su casa, llena de gente, amigos, compañeros- ¿Se imaginan? De poncho y sombrero en la facultad. Es curiosísimo. Se reconoce a los diversos grupos indígenas más por la vestimenta que por otra cosa. Y un salasaca sin poncho y sombrero pierde la identidad.
       Don José, sin dejar de dibujar retazos de la historia de su pueblo en el telar, siguió con la vista el parsimonioso proceso de saludo en el que se sumergió Juancho al llegar a la casa paterna: una mirada honda, una palabra dulce, a cada hermana, cada sobrino, cada cuñado, a Doña Manuela, especialmente a ella.
       - A comer cuye y a beber chicha- había dicho don José cuando Juancho se acercó, las sonrisas acunándole los ojos a uno y contándole arrugas sin prejuicios al otro. – El hijo viene poco– la justificación dicha como a las paredes, para suavizar probables comentarios de doña Manuela sobre la chicha y sus resultados.
       - Lo más interesante es que en Salasaca, era uno de los dirigentes. Junto con otros dos, habían convocado a todo el pueblo a discutir la oferta de los habitantes de la selva, de cederles 30.000 hectáreas de su territorio para establecerse. Parece que Salasaca les estaba quedando chico. Los terrenos de los abuelos, que ellos llaman fundos, daban para criar una vaca, unas gallinas, unos conejos y plantar maíz. Eran chacritas de dos o tres hectáreas. Pero se habían ido dividiendo entre los hijos y los nietos y ya eran muy pequeñitas para dar de comer a una familia. Cierto que muchos se habían ido para la ciudad, como Juancho, pero la población crecía muy rápidamente y la tierra era siempre la misma – la Bermeja se levantó del sillón para ir a servirse otro whisky.
       - ¿Pero cómo es eso de los habitantes de la selva? – preguntó alguien a espaldas de la Bermeja.
       - Resulta que los indios de la amazonía ecuatoriana, organizados junto con los salasacas, los otabaleños y otras etnias en la coordinadora de naciones indígenas, conie o conaie o algo así, le habían ofrecido a sus hermanos de la montaña, una enorme extensión de selva, que ellos no ocupaban.
       - ¿Y cuánto vale una hectárea de selva?. ¿A cambio de qué se las ofrecían?– preguntaba Santiago, un agente inmobiliario, amigo del esposo de la Bermeja.
       - ¡A cambio de nada! Sólo porque ellos la necesitaban. Y andaban en mudar un grupo de parejas jóvenes a la selva para hacer el intento. Es increíble ¿no? – la gente atendía con fruición los detalles de la historia. La América indígena estaba tan lejos culturalmente, que parecía un viaje a otro planeta.
       - Che, sirvansé, no les voy a estar sirviendo a cada uno ¿no?– mandó la Bermeja.
       Juancho hablaba con su padre en el quichua de sus abuelos. El primer día, limpiando y asando los cuyes, comiendo y bebiendo, se fue en contar como estaba su mujer y los hechos y dichos de cada una de las nietas. Doña Manuela trajinaba alrededor de los hombres, sirviendo un potaje, un vaso de chicha, trayendo leña para el fuego en el centro de la cocina, aplastando el maíz en un morterito de piedra, como si no estuviera interesada. Cuando los hombres se acostaron siguió un rato más, poniendo en remojo los pantalones de Juancho y Don José, sustituyéndolos con otros, relucientes.
       Juancho se levantó, muy temprano. Don José apretaba la prensa de madera que oprimía las múltiples capas de lana que iban a conformar un sombrero salasaca. Su taita era de los pocos que quedaban conocedores de esa técnica ancestral. Hacía dos sombreros por año. La lana se prensaba con una savia vegetal gomosa, que al secar se endurecía. El sombrero quedaba duro, sólido, como blindado.
       Juancho se acercó al fogón y se sirvió en un cuenco de madera, un poco del potaje, donde unos inmensos granos de maíz se adivinaban, deliciosos, flotando en un caldillo turbio que sabía a cebollas, habas y yuca. Bebió en silencio del caldo y comió su maíz hasta que Don José completó su tarea.
       Siguieron la charla, sentados en el escaloncito de tierra de la puerta, mirando las inmensidades, brumosas en la madrugada, como si las vieran por primera vez y Juancho encontró el momento para explicar su necesidad, para consultar con el anciano una decisión que le era trascendental.
       – ¿Se acuerda taita?– había dicho– ¿de ésta gente blanca que vino y apadrinó a la Nina Pacari?
       Don José, por supuesto se acordaba. ¿Cómo no acordarse, si su nuera y su hijo habían entregado a su nieta a los blancos?
       - Yo no podía creer– siguió la Bermeja después que se aquietó el ajetreo de los tragos- pero cuando fuimos a Salasaca al bautismo, los vimos jugando al voleibol, también de poncho y sombrero. Con una red altísima. Y por supuesto eso que jugaban y el voleibol no tenían nada que ver. Pero ellos de lo más contentos.
       La reunión se divertía con las anécdotas.
       - Ahí– prosiguió la Bermeja- nos enteramos por el Rumiñahui, uno de los dirigentes, que cuatro años atrás había aparecido un ladrón. Y no se sabía quién, pero entre varios, lo habían apaleado hasta matarlo. Cuando la policía vino a averiguar, la declaración común, fue que el matador había sido el pueblo. Todo. Desde entonces no había habido más ladrones. Ellos tienen un código de moral basado en algo así como los mandamientos, pero que son tres: no robarás, no mentirás y no serás haragán. Y con eso funciona la comunidad. Y funciona.
       - La madrina encontró el nombre para su nieta más chica– Juancho pasó la botella de chicha al viejo después de endilgarle un buen trago.
       Asintió don José. Había encontrado sí. Eso era raro. Huayanai había dicho. ¿Y de donde había sacado esa mujer grande y de pelo rojo, ese nombre que era de ellos?. Habían pasado seis meses buscando nombre. Hasta había venido su hija mayor desde las islas, a ayudar. Y sin embargo, lo había encontrado esta mujer. Extranjera. Blanca. Raro sí.
       - Y bueno taita, la mujer y yo hemos pensado que la Nina Pacari se vaya. Ya no podemos alimentar a las tres niñas. Está muy duro. Pensamos que la Sisa Manuela ya tiene diez años, esta muy mayor para cambiar así de vida. Y la Huayanai es muy pequeñita. Pero la Nina Pacari puede requerir a sus padrinos. Está en un buen momento de su crecimiento. Tiene todo lo que tiene que tener de nuestro pueblo. Puede ir a los blancos.
       - ¿Y como fue eso del apadrinamiento?– preguntó uno.
       - Nada. Que nos pidieron que le saliéramos de padrinos a una de sus nenas que aún no estaba bautizada y les dijimos que sí. Fue una experiencia bárbara. La nenita se llamaba Nina Pacari, que en quichua quiere decir Amanecer del Fuego. Y para ellos es un nombre muy significativo, un emblema del renacimiento de la América indígena, como decir, la Revolución para nosotros. Es un símbolo muy fuerte. Nos dijeron que durante mucho tiempo los chamanes han trasmitido boca a boca los secretos y las esperanzas de sus pueblos. Y ahora parece que consideran que ha llegado el tiempo de retomar su antiguo poderío. A ese resurgir, a ese avefénix vernáculo lo llaman Amanecer del Fuego. Y le endilgaron semejante responsabilidad a nuestra ahijada. Así que fuimos a Salasaca, conocimos a los padres de Juancho; comimos cuises, que ellos les llaman cuyes. Riquísimos.
       - Tú hablas muy complicado Juancho – dijo don José. -¿Porqué no traes a la Nina a Salasaca? Tu madre y tus hermanas la cuidan. Aquí no le falta.
       - Y después fuimos a la iglesia. Estuvo buenísimo porque el cura, también de poncho debajo de la ropa de trabajo, me miró con cara de culo y me espetó: ¿promete educar a la niña en la fe cristiana?. A lo cual sin que se me moviera un pelo contesté: - Padre, soy madrina de varios niños. Y el loco dice…: Espero que sea verdad. La Bermeja sonrió, luminosa por la travesura: - No me creyó nadita.
       - Yo tampoco te hubiera creído– apuntó una entre risas.
       - Además parece que allá el padrinazgo es algo muy serio. Los que salen de padrinos de casorio por ejemplo, tienen la responsabilidad de velar por el buen funcionamiento de la pareja, hasta el punto de que si el marido casca a la mujer, el padrino caza un palo y va y casca al marido.
       - No taita– esta gente es buena gente. Es importante que les demos a la Nina. Es como si labráramos otro futuro.
       - ¿Pero qué futuro Juancho?– Don José meneaba la cabeza mirando con tristeza vieja el suelo.- ¿Con costumbres extrañas, entre gente extraña, sin sus padres, sin sus abuelos?
       - Pero taita, no se trata sólo de un futuro distinto para la Nina, ¿no me entiende? Además no son gente extraña. Son sus padrinos. La Rosario y yo les explicamos bien, en español, qué quería decir eso para nosotros. Y también qué carga llevaba ese nombre a la espalda, que significaba para nuestro pueblo. Y ellos aceptaron.
       - El asunto es que pasamos un fin de semana fenómeno. Después nos regalaron unos tapices lindísimos. Miren, los colgamos ahí arriba. ¿No son impresionantes?. Con todos esos pájaros y esos bichos raros que parecen mitológicos ¿no?
       - ¿Pero un tapiz así no les costaba mucha guita a ellos? – preguntó Santiago.
       - ¡No!, bueno, sí; pero nosotros les habíamos prestado guita para que Juancho siguiera sus estudios. Tenía que pagar una matrícula de la universidad. Así que más o menos salíamos empatados.
       - Además – dijo Juancho – son gente de izquierda.
       - ¿Y eso que es? – preguntó Don José.
       - Mire taita, dentro de los blancos hay gente de derecha y gente de izquierda. Nosotros es como si fuéramos todos de izquierda. Así que es como si fueran nosotros.
       - ¿Y nunca más supieron de ellos?– se interesó una compañera. – Les deben dar ganas de volver a verlos ¿no?
       - Mirá, en realidad, les prometimos volver para cuando Juancho se recibiera, que si seguía al ritmo que iba, sería para diciembre del año pasado o algo así. Pero andá a saber. Además con la máquina en que estamos, entre el trabajo, la militancia y todo, no da ¿viste?.
       - ¿Y entonces?– Don José oteó al hijo desde su melancolía.
       - Vamos a esperar– Juancho miró a su taita con determinación – ellos prometieron volver.
       - En síntesis– la Bermeja hizo una pausa y por sus ojos verdes pasó leve, un amago de nostalgia - fue una experiencia alucinante.




Homero Muñóz
Uruguay.
Analista de Sistemas.
Narrador y poeta, ha publicado en Uruguay, Argentina, México y España.
**Cuento inédito del libro Silvio instigador.


julio
2003