renglones torcidos     


Muerte en Tlatelolco
Patricia Romana Bárcena Molina



                    No existe razón más poderosa que la propia voluntad cuando elegimos cada uno de nuestros actos, podemos aludir a las presiones externas o, tal vez, a la falta de alterativas, pero, siempre, es nuestra decisión la que tiene mayor fuerza.

                    Así que mudarse a un departamento en Tlatelolco no tuvo más motivo que el deseo del propio Javier. La vida en familia le proporcionó comodidades y cierta estabilidad emocional, pero él quiso independizarse y salir adelante con su esfuerzo. Buscó en el periódico un departamento que estuviera cerca del hospital en el que realizaba su especialidad y que además resultara económico. Lo encontró en Tlatelolco, un lugar que lo ligaba a su padre por la dolorosa experiencia que vivió en su juventud. Desde niño lo escuchó hablar sobre el movimiento estudiantil del 68, en el que fue detenido y llevado preso a Santa Martha Acatítla. A medida que pasaban los años, Javier comprendía la magnitud del hecho histórico que en cierto modo lo hacía admirar a su padre.

                    Algunos compañeros del hospital le aconsejaron que buscara otro lugar, pues Tlatelolco se volvió muy inseguro. Los asaltos están a la orden del día. Los primeros dueños traspasaron sus departamentos o los dieron en renta muy baja, lo que ocasiona que las personas que habitan ahí no puedan solventar los gastos de iluminación y vigilancia.

                    Para Javier no fue un obstáculo el argumento de los médicos, pues pensaba que el verdadero peligro existió muchos años atrás.

                    Al vivir ahí se dio cuenta de que en Tlatelolco flota un ambiente de tristeza colectiva, porque la gente, aunque no es la misma que vivió la matanza del 68, tiene una historia muy parecida a la de entonces.

                    Desde el día que se mudó, contó con el saludo amable de los vecinos y la ayuda incondicional de doña Meche y su hija, que habitaban el departamento contiguo. Ellas se encargaron de hacer el aseo tres veces por semana, recibir su ropa de la lavandería y realizar los pagos de servicios; siempre acomedidas y dispuestas a brindarle su amistad.

                    Javier, tan serio y ocupado, no les dio la oportunidad de que lo conocieran a fondo; agradecido correspondía a sus saludos y, por supuesto, a las amabilidades que tenían con él, pero las pláticas entre ellos fueron muy cortas.

                    Aquella noche encontró sobre la mesa unos tamales que doña Meche dejó con un recadito:


                    Doctorsito aquí le dejo estos tamalitos que ise para mañana pues el 2 de octubre recordamos a nuestros estudiantes asesinados en el 68. ojalai le gusten. si llega temprano lo esperamos abajo en la plasa.
                    Meche Huerta


                    Mientras saboreaba los exquisitos tamales, Javier se preguntó lo que para mucha gente significa ese acontecimiento. Él lo recordaba por razones muy íntimas que definieron su espíritu de lucha contra toda clase de injusticias. La integridad de su padre había sido la pauta para hacer de Javier un ser humanitario. Los pacientes que pasaron por sus manos recibieron de él, además de una atención profesional, un gesto de cariño y aliento que seguramente contribuyó a su restablecimiento físico.


                    Cubrió su última guardia el día 1 de octubre. Salió del hospital a las 5:00 de la mañana del día 2 y al llegar a Tlatelolco, justo al cruzar por la plaza, sintió un arma helada en la nuca con la orden de entregar sus pertenencias. El asaltante amenazó varias veces con matarlo si volteaba la cabeza…Javier entregó todo lo que traía de valor: su reloj, su estetoscopio, sus plumas, su cartera y su agenda electrónica; fue pasando poco a poco los objetos hacia atrás por encima de su hombre. Con insultos el asaltante le pidió más. A esa hora transitaba poca gente por la plaza y nadie se percató de lo que estaba sucediendo. Por la mente de Javier cruzó la imagen de su padre, que vivió preguntándose quién fue el verdadero responsable de los crímenes que presenció, así que giró la cabeza para clavar su mirada en el agresor y, en caso de salir ileso del asalto, recordar su rostro, pero éste le atravesó la yugular con la navaja recién afilada. De inmediato Javier se desplomó sobre las frías piedras de la Plaza de las Tres Culturas, y mientras aquel hombre huía, poco a poco se derramaba sangre inocente en Tlatelolco, igual que otro 2 de octubre hace mucho tiempo.



Patricia Romana Bárcena Molina
México D.F.
Maestra en educación especial.
Directora del Colegio Vallarta Arboledas
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