deshoras     


La ciudad que navega
Enrique Vila-Matas


        A Lisboa hay que verla en el tiempo exacto de un sollozo. Verla toda entera con la primera luz del amanecer, por ejemplo. O verla bien completa con el último reflejo del sol sobre la Rua da Prata. Y después llorar. Porque uno, aunque sea la primera vez que la ve, tiene la impresión de haber vivido antes allí todo tipo de amores truncados, desenlaces violentos, ilusiones perdidas y suicidios ejemplares. Caminas por primera vez por las calles de Lisboa y, como le ocurriera al poeta Valente, sientes en cada esquina la memoria difusa de haberla ya doblado. ¿Cuándo? No sabemos. Pero ya habíamos estado aquí antes de haber venido nunca.

        ¿Ya estuvimos aquí antes de estar jamás? “Otra vez vuelvo a verte, Lisboa y Tajo y todo”, escribió Álvaro de Campos, que decía vivir en Lisboa como un fósforo frío mientras las casas de quienes le amaron temblaban a través de sus lágrimas. Sí, claro. Lisboa es el nada nunca jamás. Lisboa es para llorar, puro destino y llanto, fado y luz de lágrima. Pero al mismo tiempo es una inmersión radical en la alegría. “Otra vez vuelvo a verte, / ciudad de mi infancia pavorosamente perdida /Ciudad triste y alegre, otra vez sueño aquí”. No es la ciudad blanca que creyó ver un suizo equivocado, sino una ciudad azul de alegres nostalgias inventadas.

        Sólo en Lisboa puede verse un azul de azules, que es un color que aturde. Lo vio Pedro Tamem, que lo inmortalizó así: “Desde lo alto os hablo, desde donde / añado azul de muchos colores / al otro azul que vuestros ojos ven”. Es un azul que se asoma al Atlántico y se confunde con él. A este balcón sobre el gran océano, a esta Lisboa luminosa y enigmática, Cardoso Pires la vio posada sobre el Tajo como una ciudad que navega, pues no en vano hay olas de mar abierto dibujadas en sus calzadas, y hay anclas y hay sirenas. Para Cardoso Pires, la última vista de la ciudad era una cortina de gaviotas enfurecidas levantando vuelo entre el Tajo y él. Si es verdad que veía esto, es que estaba sentado en Terreiro do Paço. “Paso horas, a veces, en Terreiro do Paço, a la orilla del río, meditando en vano”, escribió un tal Bernardo Soares. Si es verdad que Cardoso veía esto, es que estaba junto al muelle de los ferrys, al final de todo y al final de Europa, en una especie de finis terrae, ante un amplio ventanal que le separaba del Tajo.

        Ese lugar es el punto de avanzada de una Lisboa que navega y que en Terreiro medita en vano mientras se adentra en el Gran Océano. Con la ciudad y Europa entera a la espalda, claro. Entre el aire, el mar y la tierra, la plaza del Comercio, la multitud, Europa, todo allí queda atrás. “No me digan”, decía Cardoso, “que no es una felicidad dejarse estar de esta manera, junto a una mesa, sobre el agua, las gaviotas saliendo debajo de los pies y pasando a dos palmos de los ojos, en un baile de algarabía”. Para estar en ese lugar hay que ir al modesto Café Atinel. Allí, tierna y confiadamente, podremos sentirnos aún más anclados en la ciudad que nos ha visto partir. Lisboa que navega.

        No es el único punto de Lisboa en el que hay felicidad. Tierra adentro, está el British Bar, con su reloj con los minuteros al revés e inmortalizado por Wenders y Fuller en una película en la que ese reloj es metáfora de la relación extraña de Lisboa con el tiempo: reloj del British Bar, a cuatro pasos de Casi de Sodré, donde un reloj municipal –con la leyenda hora legal- marca, en clara oposición a la del British, la hora oficial. También tierra adentro, encontramos el Alto da Graça y, descendiendo, a la deriva, como hay que viajar siempre, la Cervejaría da Trindade, y más allá de todo, el rincón más elegante de la tierra: el bello jardín del Museo de las Janelas Verdes, espacio raro donde un camarero negro de smoking blanco sirve en silencio el cocktail Janelas Verdes´Dream. En ese museo de tierra adentro dentro de la ciudad que navega admiraremos un cuadro profético, Políptico de San Vicente, pintura con seis paneles que, aparte de encerrar el enigma del alma portuguesa, se adelantó en su época a los acontecimientos y anunció los Descubrimientos, es decir que el cuadro sabía perfectamente lo que iba a pasar.

        Y si aun nos adentramos más en esa Lisboa que navega y dejamos atrás Janelas Verdes y avanzamos hacia los secretos del barco, hallaremos el Jardim das Amoreiras y más allá Largo do Carmo, centro exacto de la Revolución del 74, ¿quién la quiere olvidar? Y más allá, Bairro Alto, y luego el Chiado y las huellas de los pasos de su famoso poeta embalsamado. Y también las huellas del Otro, las de Sá-Carneiro: “Yo no soy yo ni el otro. / Yo soy algo intermedio”. Lisboa intermedia, Lisboa entre el fin de la tierra y el océano. Lisboa que navega. Ya estuvimos en ella antes de estar jamás.


Enrique Vila-Matas
Barcelona, España. 1948
Entre sus creaciones literarias que inicia en 1973 podemos citar, La asesina ilustrada (1977), Impostura (1984), Historia abreviada de la literatura portátil (1985), Una casa para siempre (1988), Suicidios ejemplares (1991), Hijos sin hijos (1993), Lejos de Veracruz (1995), Extraña forma de vida (1997), El viaje vertical (1999) y Bartleby y compañía (2000). Entre sus artículos y ensayos literarios destacan El viajero más lento (1992), El traje de los domingos (1995) y Para acabar con los números redondos (1997). Ha conseguido el prestigioso premio literario Rómulo Gallegos por su novela El viaje vertical.


nov
2003