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Fragmento del capítulo 2
“La Silla Turca, un arrecife bañado por las olas, ha sido el punto de reunión de Alfonso, Teresa y otros amigos en los últimos cuatro o cinco años. Fugados de la escuela o al terminar las clases, han pasado más tiempo juntos en las rocas que en cualquier otro lugar. Ahí han leído poemas, aprendido a fumar, representado obras de teatro, llorado de tristeza por algún amor desgraciado, discutido los problemas profundos de la vida y reído a carcajadas por cualquier simpleza. En ocasiones se sientan en el muro que detiene el mar y en otras se descuelgan como gatos hasta la roca que les recuerda el asentamiento de la hipófisis de las clases de biología. La sella turcica, “donde algunos tienen un mojón”, dicen los muchachos. Para protegerse de los exhibicionistas que merodean el área han ideado una fórmula mágica. Si alguien descubre a uno de estos infelices, ya sea masturbándose desesperadamente o mostrando su hombría a la luz del sol, da la voz de alarma, procurando no llamar la atención del sujeto. A una señal, todos se vuelven directamente hacia el pobre diablo, lo señalan y se ríen a carcajadas. Ninguno ha soportado la burla de tales irreverentes y terminan desapareciendo de la zona, que queda a merced de los muchachos. En cierta ocasión decidieron crear el grupo de teatro “Antonin Artaud” y sin mucho preámbulo comenzaron el trabajo de mesa de la pieza de más largo nombre que pudieron encontrar. Nunca llegaron a ser los locos del asilo de Charenton, ni mataron a Marat. Nunca actuaron bajo la dirección del Marqués de Sade, sino bajo la de Ángel el Globero, un muchacho rubio que mentía compulsivamente y quien desapareció un día con sus papeles y sus mentiras. Allí discutieron largamente cuando los tanques soviéticos invadieron las calles de Praga. Estaban todos cariacontecidos y alarmados. Que si la autodeterminación de los pueblos, que si el socialismo, que si estaba bien o estaba mal, hasta que llegó Patricio, el chileno. Patricio era hijo de uno de esos viejos luchadores latinoamericanos que amaban la hoz y el martillo por sobre todas las cosas y traía la verdad en la mano, según se la había explicado su padre. Reprodujo las razones como mejor pudo y convenció a los muchachos. Aquella tarde cuando el discurso oficial santificó la invasión, todos recordaron admirados al padre de Patricio. Todos menos Teresa que siempre se quedó en la duda. A veces cantan a voz en cuello las canciones prohibidas del cuarteto de Liverpool o los decires nuevos de la trova cubana. Allí han comenzado los amores de Teresa con Tony Téllez, el polista de piel quemada y ojos de miel, con quien Teresa baila, suda y se restriega sin remilgos. Tony escribe poemas e insiste en haber heredado cierta virtud literaria de su tía Socorro, una española que puede escribir tres novelas en un día y encuentra lectores en todo el mundo. Alfonso desguasa sin piedad sus textos porque los encuentra plagados de lugares comunes y faltos de originalidad. Allí Teresa hizo su famoso discurso sobre teoría literaria para defender a Tony de los ataques del amigo. “Déjalo que recurra a lugares comunes. Están bien mientras sirvan como vehículo de comunicación. Además, la vida misma (y la literatura sólo la recrea) está plagada de lugares comunes”. Concluyó recibiendo el aplauso aprobador de los otros cuando sentenció: “Con ser tan original te estás perdiendo la mitad de la vida. ¡Miren, señores, todo esto es un lugar común!” Ella resultaba ser como el espíritu más viejo de aquella turba de originales que se aproxima a los veinte años en una ciudad que se cree el centro del mundo. Allí han discutido seriamente ese asunto de irse a la guerrilla que obsesiona a los muchachos y hasta allí caminan abrazados y en silencio, bajando por la calle Infanta, desierta en la noche.”
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