renglones torcidos     


¡Llévame diablo!
Joe Blisouto


         Creo que siempre hay que ser bueno y aceptar que uno no sabe nada. Yo no recuerdo nada, ni sé nada de nada... Cuando miro al cielo siempre creo que detrás de todo hay alguien bien grande mirándome, esperándome.
         Mientras tanto seguiré llenando el buche, para que el que está detrás de todo me lleve a otro lado, y no termine así como los patos del corral, a los que tarde o temprano los cogen del cogote, les parten el cuello y los meten a la fogata.
         He visto, desde mi sitio, gente buena y gente remala; también a otros que parecen pensar así como yo, queriendo saber, queriendo esperar.
         El silencio es terrible, pues a mi tío lo pone remalo, y siempre le escucho decir: “El que calla otorga”. Si es así, entonces la vida es un corral y vivimos como patos.
         Cuando pienso mucho, me siento como el caracol que termina saboreando la tierra por donde se arrastra... sin saber nada más. Por eso creo que nadie sabe nada.
         Mi tío dice que soy un animal. Yo me río de eso, pues sé que es verdad... ¿Pero, acaso, él no lo es? Mejor no le digo, porque siempre que hablo me coge a palazos.
         Desde que abrí los ojos vivo en el corral, y mi tío no quiere que salga. Hasta me ha encadenado a un troncote, pues dice que puedo perderme por el pueblo.
         Cuando llegan sus hijitas se ponen a temblar, y me tiran la comida igual que a los patos, que se pasean por mi lado. Son bien bonitas; sus ropas son de colores como la tarde y el amanecer; sus manitas son chiquititas como los patitos; y sus vocecitas son como el canto de los gorriones. Siempre que las miro ojo a ojo, se asustan aún más y se alejan, como si vieran algo muy malo. Yo me sorprendo, y siento que alguien más está cerca de mí, pero no creo que me haga daño, pues yo no sé nada, ni recuerdo nada.
         - ¡Que te lleve el diablo! - me grita mi tío.
         Si algún día viene ese señor diablo, le hablaré bajito, porque si le hablo fuerte, de repente, me echa tierra, palo y agua, igual que mi tío.
         - ¡Que te lleve el diablo! - lo repite una y otra vez, siempre que está remalo.
         Pero hasta ahora no lo veo, espero que no sea como mi tío. Siempre me pregunto: ¿cuándo llegará el diablo? Me gustaría mucho que viniera y me llevara a otro lado, que me enseñase los colores desde más allá del cielo, y también para hablarle bajito. Le diría que mi tío es muy remalo con los patos, y conmigo no tanto.
         Un día entró un hombre grandote al corral, y pensando que era mi tío, me acerqué a mirarlo, y, cuando lo vi más de cerca, supe quién era.
         -¡Diablo! ¡Diablo! ¡Llévame diablo! - le grité.
Era más grande que mi tío y en sus manos llevaba un hacha. Después de mirarme un rato, se rió como a nadie había escuchado. Parecía el lobo que aullaba por los montes, y por eso me reí también. El diablo, pensé. De pronto, dejó de reírse, y de un golpazo partió mis cadenas. Luego, me miró ojo a ojo, y sus ojotes brillaron como antorchas; yo iba a decirle “gracias”, pero el maldito me tiró un porrazo en la cabeza que todo se hizo noche.
         Cuando desperté, la cabeza me sonaba como las campanas del pueblo. Me levanté, y a mi costado encontré una hacha llena de sangre. Me fijé si aún estaba el diablo, pero el maldito ya se había largado.
         No sé por qué salí, con el hacha en la mano, del corral, creo que fue para buscar al maldito diablo. Era la primera vez que salía: qué bonito era tocar otra tierra, oler otro aire, sentir otro calor; qué bonito era estar desde el otro lado de los patos. Me gustó tanto caminar sin cadenas que me puse a correr, a reír y a revolcarme por la tierra como los caracoles. No hablaba nada, porque podría aparecer mi tío y me metería al corral a palazos.
         Después de jugar bastante rato, pensé en caminar por otro lado, y, mientras paseaba, encontré a mi tío y sus hijitas con sus cuerpos tirados por la tierra en pedazotes, y con la sangre que les chorreaba como la miel de las abejas. Me sorprendí mucho al verlos así, pues nunca había visto a nadie más que a los patos con las cabezas aplastadas. ¿Cómo se habrían hecho así? Pensé. Sin saber qué hacer, corrí apurado hacia el pueblo, y apenas llegué, toda la gente que me vio, empezó a correr y a gritar:
         - ¡El diablo! ¡El diablo!
         Me sorprendí mucho al escucharlos, pero me alegré que hubieran encontrado al señor ese, aunque no le veía por ningún lado. De pronto, un golpazo en la nuca me tumbó, y de nuevo caí en la negra noche.
Cuando abrí los ojos, estaba amarrado a un palote inmenso, y a mí alrededor había una ruma grande de ramas secas. Parecía que iban a encender una fogata.
         Un hombre viejo, vestido de negro, se acercó y comenzó a hablarme bajito; yo le sonreí, pues tenía las manitas como las hijitas de mi tío. Llevaba una cruz brillante y la acercó hasta mi frente, quise besarla pero no la pude alcanzar. Tenía cara de bueno el viejo. Luego se fue y llamó a un hombrote que tenía la cabeza cubierta por un capuchón, se acercó bastante a mí, y le miré ojo a ojo. Reí de contento, y él también se rió. Sí. Eran los mismos ojotes de antorcha, era el hombre del hacha.
         - ¡Diablo! ¡Llévame diablo! ¡Llévame diablo!- le grité, y escuché una fuerte gritería de gente alrededor de mí.
         El diablo cogió una antorcha y me prendió todo el cuerpo. Comencé a gritar como nunca antes en mi vida, pues todo me ardía, hasta el humo comenzó estrangularme. De pronto, todo a mí alrededor empezó a iluminarse. El cielo se volvió dorado como muchos soles. Y dejé de tanto gritar, pues me cansé de tanto dolor; le miré al diablo ojo a ojo, y le sonreí. Y sin saber cómo, me dormí como un patito.


Joe Blisouto
Lima, Perú.

nov
2003