deshoras       


Don Chuy
Jaime Gerardo Méndez Barrientos


                              No se que tienen estas palabras que sólo florecen caminos andados de sus raíces. Pasos desencaminados por veredas inhóspitas, unas veces florecientes y reverdecientes otras, pasos sobre mis propios pasos y sobre los pasos de otros.

                              La templanza le sobresale de los ojos, tiene un rostro esculpido por el sol y agrietado por una vida de trabajo duro: Don Chuy.

                              --Me permite tomarle una fotografía a Usted y a su burro--, Sí – me contesta con cierto aire de incertidumbre, sus ojos pequeños buscan inquietos en el horizonte cercano por encima de mi hombro.

                              Esa carreta me recuerda a “Las Corridas” que mencionaba mi abuela. Creo que así sería el transporte que usaba ella cuando venía del Jaralito, tal vez arrastrada por caballos o por burros, así le llamaban las gentes que nacieron allá por los tiempos de la revolución , de cualquier manera por el nombre me parecía que se trataba de un carretón viejo, o de una hilera de desvencijados vagones como los que se ven en las películas de gitanos. Con el tiempo me di cuenta que se trataba del rústico transporte colectivo que venía de Cuarenta a Lagos.

                              Esta carreta tiene otros fines: le ayuda a Don Chuy a acarrear cartón de reciclaje de las tiendas del centro, por eso la he visto muchas veces cargando sus penas y cansancio, arrastrada por el adormilado tedio del burro, se desparraman meciéndose en la lasitud de la Calle Constituyentes o la 31 de marzo, otras veces por la Colonia de San Miguel, cerca de la tienda de Sotelo.

                              Décadas y décadas encima de esos fierros oxidados y maderas corroídas por el tiempo se mueven sobre una vieja transmisión de carro que le sirve de eje a un par de ruedas con la cara desfigurada: acarician el pavimento o el empedrado suavemente y se deslizan en lugar de apretarse férreamente para unir sus rostros. Una hilera de placas de California, Arizona, Illinois y Texas bailan cadenciosamente al paso de la carreta: le adornan las costillas. Don Chuy con su aire de solemnidad aprieta o afloja la rienda.

                              Lagos poco a poco está dejando la niñez de un pueblo tranquilo, para entrar a la adolescencia de la ciudad a medio crecer, con sus tentáculos alargándosele por entre las piernas y entre las manos, asfixiándole el cuello, tapándole la boca y los ojos, ensombreciéndole las arterias, llenándoselas de ruidos de motores y tráfico, esas son las calles por donde camina Don Chuy con su carreta, haciendo por la vida, que al fin y al cabo es lo único que nos queda por hacer.

                              Mi tío Luis, el del Jaralito, ya no viene a Lagos, no quiere salir de su terruño, tiene miedo de que le pase lo mismo que a su hermano “El Chato”, quien una vez salió del rancho para ir a arreglar unos asuntos que le andaban taladrando la conciencia y ya no regresó. Cada vez que lo visito me cuenta las mismas historias de hace treinta o cuarenta años, con sus mismos personajes y la misma adivinanza de las cien palomas. Si viniera a Lagos, se espantaría ante la desesperación que uno siente de entrar al calor y el sopor de sus calles en el medio día de cualquier día de la semana.

                              Don Chuy seguirá, mientras Dios se lo permita, caminando sus pasos, los de su burro y los de su carreta por estas calles de Lagos de Moreno, andando y desandando el camino: caminos conocidos y caminos por conocer. Un burro se alimenta de cualquier zacate que crezca por las orillas de las veredas, no conoce la gasolina, no sufrirá por el encarecimiento de la vida, caminará y caminará hasta que se le agote el último respiro.



Jaime Gerardo Méndez Barrientos
Lagos de Moreno, Jalisco. México.

Enero
2004