renglones torcidos       


Laura
Raúl Padrón


          Muchas personas podrían creer que cada día es un día diferente, que cada día es una mezcla de sabores, olores, colores y sensaciones diferentes; cada día es como una cucharada de alguna sustancia, algunas veces azúcar y otra sal, a veces una cucharada de la sustancia con que se hacen los sueños, y otras una cucharada de aire, de decepción. Algunos días producen en nuestra alma sensación de cansancio, y el deseo de, ojalá, no despertar de nuevo; mientras tanto otros nos hacen sentir vivos y tan llenos de energía que casi nos impiden dormir. Pero es esto lo que nos permite saber que cada día es diferente.

          Esa mañana se sentía justo como la anterior, y como cualquier otra mañana de los últimos 3 meses, en los cuales el tiempo no había avanzado, seguía siendo domingo aunque la mayoría del mundo pensara que era martes o jueves. La luz azul del cielo se quebraba a través de la ventana; el viento revolvía, igual que en el día anterior, las hojas de papel que se hallaban sobre la mesa de noche; su cuerpo se hallaba envuelto en el cansancio, que, igual que en el día anterior, parecería desaparecer bajo el chorro de agua fría en la ducha; el despertador sonaba a la misma hora desde al parecer siempre, y eran los mismos números rojos los que veía al despertar cada mañana. No, esa mañana tampoco era especial, tenia marcas en la mejilla derecha causadas por la tela de la almohada, nada nuevo; tenia un poco de saliva seca en la mano izquierda y un poco de dolor de espalda, lo mismo que todos los días; el agua estaba fría, era como si se estuviera bañando con hielo, y esta vez decidió usar champú para lavarse la cabeza, los sueños se irían con el agua.

          Salió del baño y se dirigió a su recamara con paso lento, aburrido y monótono. Se vistió igual que todos los días con una camisa blanca y un pantalón caqui, se puso las medias color crema, y los zapatos café brillante que, como todas las noches, había embetunado ayer. Se sentó en la cama escuchando pasar el tiempo, esperando a escuchar el sonido de la alarma que tenia en la cocina para avisarle cuando era hora de ir a desayunar. Desayunó con un vaso de agua y par de tostadas con queso crema y mermelada de mora. Salió a la calle a las 7:15 de la mañana en punto, es decir, abrió la puerta justo cuando escuchó el sonido que hizo el minutero cuando se movió.

          Fue por la calle dando pasos, iguales todos, que parecían el movimiento de un segundero, llegó hasta la esquina y esperó a que el bus llegara hasta donde él se hallaba parado. Se sentó en el fondo del bus, en el extremo izquierdo, cerró la ventana y esperó hasta llegar hasta su destino; cuando estuvo cerca se levantó, dio 5 pasos cortos, levantó la mano, tocó el timbre y se bajó justo al frente del lugar donde quería llegar.



          Laura se levantó poco antes de las 7, y como un torbellino corrió hacia el baño mientras se quitaba la ropa y se tropezaba hasta con su propia sombra, los pájaros cantaban en la ventana, lastimosamente el ruido del agua golpeando contra el suelo y contra el cuerpo de ella no le permitían escuchar las pájaricas (de los pájaros) melodías de hoy. Era un día nuevo y, cual si fuera un libro, mientras el día se abría a la joven, el olor a nuevo invadía los cuartos, la nariz, los poros, el agua, el día tenia olor a nuevo, y un poco de sabor a canela. La chica se baño en 3 minutos y 47 segundos, el baño quedo convertido en la ciudad después de los juegos de Godzilla: el champú se desangraba tirado en el suelo con cara de sorpresa, el jabón ya casi en las ultimas pedía perdón mientras la esponja le prodigaba la extrema unción, el suelo era un solo charco de agua que se extendía hasta donde la vista de las hormigas podía llegar, ya se le comparaba con el Nilo, el Amazonas o el Danubio en ciertos círculos intelectuales de la ciudad derruida.

          La muchacha salió envuelta en una toalla del baño y se dirigió a la cocina donde tras masacrar un par de huevos y tomarse un vaso de leche deslactosada, baja en grasa y deshidratada se sintió llena. Volvió corriendo hacia su cuarto, saltó sobre su sombra y le mostró el dedo a una planta que salió de la nada, quizás con intenciones suicidas. Ella se sentó en la cama, abrió el closet, tomó la primera muda de ropa que encontró y se vistió en 58 segundos, abrió la puerta de su cuarto y se fue corriendo hacia la puerta, miró con mala cara la planta que arrepentida se hallaba parada en una esquina. La puerta hizo uno o dos intentos para no abrirse pero esa mañana fue vencida de nuevo por Laura. Laura bajó las escaleras de dos en dos, de tres en tres, de tramo en tramo, y cuando llegó al segundo piso, se deslizo por la baranda hasta al portería. Agitó la mano al portero en señal de saludo, haló la puerta que se abrió sin siquiera esforzarse por evitarlo. Laura subió al quinto bus que pasó al frente de ella, y es que en los demás no hubiera tenido verdadera posibilidad de elegir su puesto. Se sentó en la ultima fila en el extremo derecho, así podía sentir la brisa fría entrar al bus desordenando sus cabellos y estremeciéndola de frío hasta lo mas profundo de su alma. Estaba llegando al lugar donde debería bajarse, así que cruzo los dedos y esperó a que alguien se levantara y hiciera sonar el timbre. Un hombre con cara de asistente ejecutivo, el hombre más café que había visto jamás en su vida, dio cinco pasos cortos, tocó el timbre y se bajó justo al lado del edificio Hernández Gómez, ella se bajó tras de él y se dirigió al Hernández Gómez.

          Era la hora del almuerzo, los hombres vestidos de negro, con saco y corbata, parecían pequeñas hormigas desde la azotea del edificio. Laura se asomó sobre el murito que evitaba que pequeños niños intentaran emular a Superman en sus habilidades antigravitatorias y sintió ganas de gritarles o de dejar que un poco de su saliva cayera sobre ellos, quienes inmediatamente sacarían la sombrilla y se dirían unos a otros, oiga ya empezó a llover. El solo pensamiento de ver a las hormigas corriendo ocultas bajo sus paraguas la hizo reír, volvió al lugar donde se hallaba sentada y se quedo mirando las nubes que navegaban por el cielo como barquitos de algodón en el mar.


          Adán tomó la manzana con su mano derecha y la mordió con hambre mientras en sus ojos se veía el esfuerzo que hacia por controlar su rabia. - Interesante pasaje- dijo Adán quien también tenia una fruta en su mano derecha, solo que este Adán prefería los mangos. La puerta del elevador se abrió y Adán se dio cuenta de que se hallaba a 40 pisos sobre el nivel del suelo, cerró el libro y se fue caminando hasta las escaleras, subió los escalones de uno en uno, abrió la puerta. Salió a la azotea puso el libro sobre la baranda, guardó el mango en su chaqueta y se quedo mirando lejos por un tiempo, - que lastima que sea domingo - pensó Adán – hoy sería un precioso miércoles-.

          Adán miró hacia el edificio vecino, solo 3 pisos mas bajo que aquel en el cual se encontraba. Laura, vestida de colores como un arcoíris, estaba sentada sobre unos ladrillos que habían quedado de quien sabe cuando; tenía los ojos cerrados, soñaba, pero no dormía. Adán miró alrededor, no había nadie. Volvió a mirar hacia Laura, pero esta se había levantado y se estaba dirigiendo a las escaleras. Adán bajó la mirada, se sentó en una silla plástica que se hallaba cerca del lugar donde había dejado el libro, sacó el mango y se lo comió mientras el otro Adán calmaba su hambre con carne y la rabia lo consumía lentamente.

          En la tarde, Laura salió del edificio y esperó a que saliera Adán, lo había notado mirándola al medio día, él era el hombre más café que había conocido y sabido es, que se debe sentir repudio ante los seres que son realmente café; sin embargo ella presentía, y en esto de los presentimientos era muy buena, que el café en Adán era solo el color con que el nuevo dueño había pintado las paredes. ¿Qué día es hoy? Le preguntó Laura cuando lo vio salir del edificio con cara de haberse tragado una vez más cualquier color que pudiera existir dentro suyo. – ¿ para ti o para mí?- dijo Adán un poco avergonzado, presintiendo que de alguna manera ella lo había visto en la tarde.

          Para nosotros- dijo ella con aire decidido y los ojos brillantes – para ti y para mí -, él bajo un poco la mirada, movió los ojos de un lado al otro y tras decidir una respuesta dijo: - pues, es el mismo día de ayer, un domingo extraño que no tiene ganas de irse- ella lo miró, sonrió de manera sutil, como se sonríe cuando uno ve una mosca golpeándose contra un vidrio una y otra vez.

          Lo tomó de la mano, lo llevó al parque más cercano, corrieron por la arena donde más de un borracho había orinado a través de los años y lo hizo sentarse al pie de un árbol cuyas ramas los enamorados utilizaban para hacer el amor en las noches oscuras, y lo hizo cantar con ella una sinfonía, que ella parecía sacar del aire que la rodeaba. Adán se sometió al juego, al principio con desconfianza, miró a Laura como al bicho raro que era, cerró los ojos, y con el tiempo alzó la voz, abrió los ojos y logró ver a Laura mirándolo de manera dulce, como si ella viera una cabeza disecada bailar tango con la alfombra.

          Más tarde caminaron por el parque con los zapatos en las manos mientras el rocío se congelaba en la hierba, Laura le presento las estrellas a Adán y él saludó a cada una con un beso en la mejilla; Adán le contó a Laura de Lilith, aquella mujer de piel clara, rasgos finos y gran inteligencia que alguna vez él había amado. Le contó como los ríos del sol se desmigajaban en su ventana cada mañana, y le mostró una cicatriz que le había quedado de su época de boxeador. Ella rió cuando se enteró de que él se encontraba orgulloso de jamás haber podido conectar un golpe a su rival en el ring, lo que demostraba que era en verdad un pacifista. Cuando la media noche mostró su nariz entrometida, ella miró a Adán a los ojos, le dio un beso dulce y se alejó caminando; él la llamó un par de veces, le silbó otro par más, ella ignoró los gritos, los silbidos y sin voltear siguió su camino, y luego él corrió hacia ella. Laura sonrió, le tocó el hombro suavemente a Adán y siguió alejándose. Él se sentó en el suelo, sintió el olor a nuevo del día, y se dio cuenta de que sería un lunes horrible.

          La luz entró rompiéndose contra la ventana en su cuarto, los pájaros cantaban con toda la fuerza de su garganta, los números rojos en el reloj despertador aún no habían tenido tiempo de maquillarse. Era un nuevo día, aún se podía ver que había sido envuelto para regalo. Laura sonrió y pensó en Adán.



Raúl Padrón
Santa Fe de Bogota, Colombia.

f e b
2004