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Tal vez acecha en todo corazón humano un
deseo de distinción que mueve a todo hombre,
primero a esperar, y luego a creer que la
naturaleza le ha dado algo peculiar de él.
S. Johnson. |
Caminó la cuesta que va directo a la casa, era temprano
y aún no había nadie deambulando. El aire marino se le prendía a la nariz
como un delicado aroma despertando el apetito. Llegó hasta la puerta de
la casona y entró por el patio. Sintió el impulso de correr a la terraza
para contemplar la luz de la mañana reflejada en el río. Sabía que huir
era lo mejor cuando los deseos se cumplieron, uno por uno. Pensó en los
condenados a muerte, por compasión o benevolencia se les otorga hasta el
más mínimo e insospechado capricho. Su alma arrastraba los huesos de un
cuerpo que, por el momento, sólo deseaba descanso.
El recibimiento lo dio el aire, el crepúsculo matutino:
rosado, oloroso, lleno de luz. Dejó la maleta sobre la mesa, corrió las
cortinas transparentes y abrió de par en par la puerta. Un efluvio marino
inundó el recinto que de ahora en adelante será su guarida. Allí nadie
sabe quién es ni de dónde viene, ni el por qué refugiarse en aquella casa
tan apartada. En algunos momentos había soñado con un lugar así. Ahora
sólo se dedicaría a esperar. Sin sentimientos dominantes, todo el cuerpo
concentrado en el corazón y la memoria. Las opciones quizá sean muchas,
aunque por el momento nada más que la línea interminable del horizonte
y el sonido del río. Iniciar la lección de la espera, la sabiduría del
tiempo y la cura milagrosa.
Súbitamente el clima pareció cambiar: un leve nubarrón
se formaba a lo lejos ensuciando el cielo. La frase apareció haciendo un
leve eco, luchando por ser escuchada, abriéndose paso entre todas las ideas
y emociones que se agolpaban a un tiempo. Sacudió la cabeza con fuerza
para ahuyentarla de su mente. Esperó largo rato o quizá sólo unos instantes.
Recordó que no había comido nada. Abandonó la terraza y revisó en derredor.
Era exactamente como lo imaginó tiempo atrás: una habitación austera con
banquillos, sillas y una mesa rectangular, transmitiendo cierta calidez.
Fue a buscar la cocina. Lo suficientemente amplia, como le gustan. Equipada
con lo indispensable, una mesita y dos bancos, una vieja estufa de gas,
un pequeño frigorífico empotrado en la pared. El color blanco y azul vestía
las habitaciones. Dio una vuelta por la casa, llevó la maleta a la habitación
de arriba, desempacaría más tarde. Tomó su mantilla y salió.
Ella recostada sobre la cama. Contemplarla desnuda era
su mayor deleite, sobre todo cuando dormía; ver ese rostro inocente plácidamente
hundido en sus sueños de infancia. Soñar la infancia: ignoraba por qué.
Al despertar hacía la misma pregunta de todos los días: ¿Me contarás tu
sueño de hoy? En otro tiempo era una duda en silencio, la verdad es que
daba miedo averiguar con quién o qué soñaba. Siempre el mismo rito, saberlo
todo y nada. ¿Qué era exactamente lo que pretendía? En otro tiempo saber
que estaba cerca para protegerlo. ¿De quién? De sí mismo. Hasta esa pregunta
daba miedo formularla y como los pensamientos sólo lastiman a quien los
piensa no le importaba la tortura.
En otro tiempo dispuesta, a su alcance. Tan sólo pedirlo
y ella lo amaría para siempre. Las cosas que pasaron para estar juntos,
aunque lejanos. Siempre juntos, hasta que la muerte nos separe, dijo por
lo bajo para no despertarla. De algún lugar llegó el olor de algo cocinándose,
él lo percibió y ella despertó. Tengo hambre, murmuró adormilada.
A partir de ahora sabría lo importante de registrar analogías
de momentos a su lado. Su memoria, una especie de bitácora, enlistando
las palabras, los instantes, todo registrado, como su fiel escribano. Sin
saber que terminaría concediéndole sus deseos.
El pueblo parecía suspendido en el tiempo, todo armoniosamente
engranaba. Nada fuera de lugar ni la inesperada aparición de un objeto,
olor o sonido especificando un tiempo. Las callecitas empedradas oliendo
a humedad, subiendo y bajando; algunas de ellas desembocan en pequeñas
glorietas con una fuente en medio bifurcándose hasta llegar a la plaza
principal o el muelle. Era lo que deseaba: un silencio, un viento suave
y la complacencia de la tranquilidad, una tregua con el mundo. Fue directo
al muelle, quería inundarse de todo lo que el río pudiera darle. Encontró
una terracita con cuatro mesas en el exterior. El dueño la recibió con
una sonrisa franca. Es una hermosa mañana como para desperdiciarla en casa,
¿verdad?, dijo el hombre, en un momento le traigo café.
Hay encuentros que no son sino despedidas, duren lo que
duren. ¿Deseas comer? Aquí hay de todo… parece. Se te antoja un buen platillo
o sólo quieres detener el hambre. Tengo hambre y se me antoja todo, respondió
ella. Qué extraño, nunca quieres comer. Me pongo nerviosa. ¿Por qué?, preguntó
él. Deja de hacer preguntas tontas. Quiero un café americano con crema,
un pedazo de omelette a las finas hierbas y pan integral tostado. Ella
comió y habló de personas que él desconoce, de lugares inexistentes y de
historias incompletas. La observaba, moría por saber. Siempre terminaba
deteniéndose en la primera frase. Tita, ¿sabes lo que más quiero en el
mundo…? En otro tiempo ahí concluía el interrogatorio. Ella en su imaginación
construyendo mundos, nunca se incluyó en los deseos de otros. Porque en
los de ella nadie estaba incluido. Eso él lo sabía. Quizá por eso su exposición
de preguntas quedaba trunca. La miraba a los ojos e inmediatamente sentía
eso que lo paralizaba, solía permanecer horas perdido en esos ojos. Mis
ojos. A continuación le rozaba el rostro para sentir la piel estremecerse.
Ella complaciente sonreía, satisfecha de ser tomada en cuenta. Esos detalles
la hacían permanecer a su lado, que la observara con detenimiento, que
buscara quién es en realidad; que se detuviera a averiguar con quién se
metía bajo las sábanas cada noche. ¿Quieres otro pedazo de torta?
Quién lo hubiera pensado. Esperar tanto, para que una
imagen como aquella viniera a darle la paz necesaria para continuar alimentando
la esperanza. ¿Acaso nunca se detuvo a observar? Su abstracción la mantenía
fuera de todo goce, incluso de la naturaleza misma. Aquí terminan mis años
de búsqueda, en una sencilla imagen del río, en la taza de café frente
a mí y en el viento dándome en el rostro, como una reprimenda. Buscando
una tras otra la imagen perfecta, la más elaborada, esa que solamente es
escogida para incluirla en un libro. Tantos viajes y lugares idílicos que
sólo para mí eran importantes. ¿Quién más estaba? Amonestó su dureza y
despiadada insipidez de tantos años. El autoexilio ahora se minimizaba
ante el brillo mañanero. Ni siquiera se atrevió a verse ante el espejo.
Temía ese golpe bajo como un reproche a su falta de profesionalismo intachable.
Nada parecía tener sentido antes y ahora. Se sintió incómoda con su presencia,
sentada allí era como una intrusa, desentonando con lo armonioso del lugar:
las mesillas ocupando un espacio preciso para no estorbar el paso, coquetamente
adornadas; las sombrillas dando una sombra ligera; la amabilidad del tendero
y su sonrisa franca; el agradable olor de la cocina; la imagen frente al
muelle: el río extendiéndose poderoso al infinito. Hasta la pareja que
acababa de ocupar su lugar en el rincón de los enamorados, representando
a todas... hasta eso era una pena haber dejado pasar.
¿Crees que las personas noten que somos amantes? Tiempo
atrás preguntó. Supongo que no piensan que somos monjes y nos escapamos
para llevar a cabo una sesión de intercambios bucales. Lo miró con suspicacia.
Sonrió y pensó lo agradable que era imaginar lo que las personas veían
en ellos. Esa mirada: el brillo de malicia y el susurro mórbido de la idea
expuesta. Un coqueteo de triunfo contra las etiquetas. Quedó absorta observando
a la mujer que distraída jugueteaba con la servilleta, sola en otra mesa
y que de vez en vez echaba una mirada al río o a la lejanía. Pensó que
quizá en otro tiempo podría ser ella a la espera de su amante. Pasarían
los años, se volvería una mujer madura, de una aparente dureza, que cada
vez que mirara al río su rostro relajado dejara ver las marcas verdaderas
del tiempo. De pronto la vio sonreír o hacer una mueca de mofa. Intentó
imaginar de qué reiría. Acaso de alguna jugarreta provocada. Quiso saber
más cosas, echo una hojeada a toda la persona. Notó que su cuerpo no estaba
relajado. Cuando uno está sólo es cuando más relajado se encuentra. Algo
la tenía un poco tensa. Meneaba el café con la cucharita como si le revelara
secretos. Giraba a mirar el río, acodando el brazo cobijado bajo la mantilla
y leves suspiros emitidos. Después regresaba de nuevo a la taza de café
y daba pequeños sorbos. Quieres algo, fue interrumpida, voy por... No,
gracias, se apresuró a responder sin escuchar la frase completa. Él se
alejó dejándola continuar con su espécimen bajo observación.
Mientras le traían el desayuno y otro expresso, afloró
un recuerdo del pasado, el discípulo de años atrás. Se le ofrecía la vitalidad
en bandeja, el amor más puro sin malicia, la ternura y la inocencia de
juventud. Devoto adorador, pasión imberbe, ¿por qué desperdiciar la vida
en futilidades? ¿acaso pensé que era un desperdicio? Desperdicio es presentarse
ante la magnificencia de este rincón y no sentirme parte, tener las manos
vacías y el corazón hueco. De nuevo la frase intentó salir a flote, esa
frase que martillaba sin piedad. No, ya no más. Cómo puedo decir que estoy
bien, cuando en realidad ni siquiera sé qué es estar bien. Quizá estar
bien sea como la chica del rincón. Acompañada de su amante que la mira
y admira constantemente; borrar al mundo de su mundo, hacer participes
sólo a los más indispensables. Sentir el brillo de los ojos de quien mira,
la mano apresando la suya, los labios palpitantes al roce del beso. Seguramente
la sangre corre veloz por las venas y al cerrar los ojos se vive en una
burbuja que sólo permite la unión de dos, sin importar nada o la presencia
de una mujer que olvidó qué se siente morir en los brazos del deseo. El
dolor no le permitió continuar con el diálogo interior. Pagó la cuenta
y regresó a su rincón en la villa.
Las habitaciones poco a poco se inundaron de pertenencias
que aún parecían no encajar con el resto del mobiliario. Era absurdo ver
los objetos que la acompañaron toda su vida en un lugar que no era el habitual.
Percibir cómo se queja la máquina de escribir tras haber sido arrancada
de su antiguo y desvencijado escritorio; el búcaro de cristal azul lucir
más transparente que de costumbre por la falta de alcatraces; los libros
inundando las paredes(nunca los vio como un artículo decorativo, sin embargo,
hacían ver las paredes burdas); el juego de fotografías familiar y amigos
mostrando sus rostros añejos y lejanos, la miraban juzgando la incomodidad
del nuevo lugar en que fueron depositados. ¿Qué sucedía? Ya nada funcionaba.
La decisión de huir se había vuelto en su contra. El miedo la asaltó. Sintiéndose
a merced de lo que temía: el acoso sin compasión, el remordimiento por
no enfrentar la debilidad. Demasiado tarde para luchar, para seguir. Desarmada,
con el alma expuesta, comenzó a exterminar lo que toda su vida le llevó
construir. Llena de ira tomó una pila de libros, desprendió hoja por hoja
y las arrojó al río; amontonó en un rincón papeles, documentos, manuscritos,
fotografías y les prendió fuego. La máquina de escribir para que dejara
de quejarse, la estrelló contra las rocas. Nada fue suficiente para calmar
el sofoco que le oprimía el corazón. La imagen de la pareja del café fue
determinante. No había dejado de pensar en ellos. Ninguna otra, ni siquiera
el río mismo había sido suficiente para dar el golpe definitivo. Sino una
simple y repetitiva imagen de los amantes entrelazando sus manos y mirándose
uno al otro. Nada había sido más doloroso que ser testigo del amor y no
partícipe.
Los siguientes días se dio a la tarea de buscar a la
pareja. Ahora debía aprender de la vida que se negó conocer. Recorrió la
ciudad de arriba abajo. Buscó en cafés, bares, la playa y el embarcadero.
No sabía sus nombres, ignoraba si vivían en el pueblo. De cualquier modo
era imperioso encontrarlos. Conceder más tiempo sin saborear el dulce camino
era una grave falta. Aún no pensaba cómo haría para que le permitieran
participar en su idilio. Algo se le ocurriría. Pasaron los días y en vano
sus esfuerzos por encontrar a la feliz pareja. Vio otras, nada como aquella
del café que se amaba tan profundamente. Ninguna mujer con el brillo de
vida desbordante y egoísta a la vez, de seductora malicia y bondadosa mirada,
auténtica. Por las noches soñó que se acercaban a su lecho desnudos, llenos
de amorosa compasión para calmar su ansiedad. Regresó al café e interrogó
al tendero. Madame, vienen muchos como los que describe, le dijo el hombre,
esta época es propicio para ellos. Vienen de todos los rincones del mundo.
Imposible guardar en la memoria rostros o nombres. Siento no poder ayudarla.
No digaís que nadie es feliz hasta que haya muerto. Muchas
veces lo había dicho y hasta escrito: felicidad. Tomó el camino largo de
regreso. Jugueteando con la idea. Aún sin quererlo emanaba del pensamiento
hasta convertirlo en sensación que le recorría la piel como uno de esos
orgasmos insípidos. Se envolvió en la mantilla, bajó la temperatura un
poco y tiritó de frío. Los pensamientos no le permitían poner orden a las
cosas. Deseaba, pero a la vez reñía con el sentimiento. La desolación volvió
a aparecer. Creyó atesorar el deseo. La imaginación es más placentera que
la realidad. ¿Por cuánto tiempo? Todo parece ser parte de un largo sueño
que no tiene fin. A veces se quiere despertar y otras, la permanencia eterna.
Ese es su temperamento. Ya no cambiará, demasiado vieja, demasiadas mañas,
es inamovible. Se deja llevar de la mano por las reglas que magnificarían
el nombre. Hasta ahora goza de buena salud, aunque en este momento dude
de la cordura. No obstante mantiene la cabeza despejada. Su profesión le
enseñó a manejar el pensamiento y reprimir las sensaciones. Vive de sus
logros, reglas y temperamento.
¿A dónde ir ahora? Lánguida, aún más perdida, regresó
a casa. Entró por el zaguán sorteando las baldosas que terminan en la escalerilla
de acceso. Titubeo y abrió la puerta. La casa continuaba en la misma solitud
y silencio que encontró desde su arribo. La estancia en penumbra, aunque
con luz suficiente para distinguir los objetos. Había dejado abierta la
terraza enfriando la habitación. Encendió una luz y fue a cerrar el ventanal.
La luna iluminó un rostro desolado. A pesar de todo, estaba allí y allí
siguió. Su mirada se depositó sobre un montículo de documentos chamuscados
que llevaban varios días en el mismo lugar. Algunos parecieron sobrevivir
a tan devastador destino. Salió a toda prisa con los ojos nublados en llanto,
corrió hasta la pila de papeles a medio consumir. No pudo detenerse a contemplar:
¿de qué habría servido? Como pudo recogió los restos, acunándolos entre
los brazos y regresó al interior a toda prisa. El tizne manchaba sus ropas.
Atrapada en sollozos y con la visión nublada inició el rompecabezas de
lo que en otro tiempo diera constancia de haber pertenecido a un idilio,
al único y verdadero amor. De modo que aquella mujer inasible, buscaba
entre los restos de fotografías y cartas a medio quemar, evidencia de un
viejo epistolario amoroso. Motivo suficiente para proporcionarle una nueva
prueba de su presencia, actual o pasada en la triste solitud. Qué más podía
hacer por el momento que aceptar el hecho con devoción y volver a reconstruir
la pasión creada a través del tiempo, escrita en papeles amarillentos que
ya ninguno de los protagonistas recordaba.
...me es dulce en este mar. |
Gabriela Velázquez
Ciudad de México
Su primer libro de cuentos En Medio de un Derrumbre de Cielos(1997).
Le fue otorgada la beca del FONCA/Banff Center, Canada, de intercambio
de residencia entre México-Canadá 2004 con un proyecto sobre la migración. |
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2004
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