renglones torcidos       


Sé que vendrás
Patricia Romana Bárcena Molina


          En el espejo del tiempo me miré mirándome. Deslumbrada por la luz que reflejaban mis ojos cubrí mi cara con las palmas de mis manos, besándolas como quien intenta, con un gesto de ternura, aliviar el dolor de un condenado a muerte. Es posible repasar la vida entera en unos cuantos días y apreciarla como lo único sagrado en este mundo.

          Tras un intenso dolor en el pecho accedí, por voluntad propia, a ir al médico y realizarme estudios. La seriedad de quien tomó las placas radiográficas y la repetición de éstas por una supuesta falta de claridad fueron el detonador de mi angustia. Cuántas veces leí y escribí sobre la muerte, con qué madurez hablé de superar la pérdida a quien lloraba por un ser amado, y cuántas veces dije estar muerta sin comprender la dimensión de esa palabra.

          El dolor en el pecho se hizo persistente y mi reacción fue disimularlo. Creí estar preparada para las malas noticias; mantenerlas en secreto y esperar el desenlace. Pero uno nunca está preparado para morir, tampoco para vivir y eso es lo lamentable. De cualquier forma mis órganos iban a seguir funcionando, corriendo sangre por mis venas y latiendo mi corazón por algún tiempo. Saber que uno va a morir no es noticia, de lo que sabemos es lo único seguro, pero contar los meses y los días que nos quedan es muy distinto. Insegura y acobardada fui por los resultados. No me los entregaron porque tenían que repetir las pruebas. Volví a ponerme en sus manos voluntariamente. Cuando pregunté la fecha en que estarían listos los nuevos estudios me informaron que se los enviarían al médico. Se acabaron mis sospechas. Si alguna duda tenía sobre el fallo, la disipé con la exclusión. A partir de ese momento sentí la oportunidad que la vida me daba para continuar, el tiempo ya no me importó, estaba viva y podía sonreír si yo quería, y lo hice. Escuché con atención lo que alrededor de mí decía la gente, valoré la importancia de ser receptor de lo que los demás quieren comunicarnos. Intenté no hablar demasiado, como siempre lo hago, me preocupé por comprender los motivos que la gente tiene para decir la barbaridad de cosas que dice, me di cuenta que nadie está pensando en el tiempo que le queda por vivir. Empecé a olvidarme de mi posible plazo. Deseché la idea que tuve de arreglar papeles y cosas materiales para cuando no esté presente. Eso equivale a estar muerto en vida. No me obstiné por la imagen que los demás tendrán de mí cuando muera. Un recuerdo puede volverse atadura en el presente. No les dejo nada. Se quedan con vida y mientras vivan podrán conseguirlo todo. Sigo pensando que no estoy preparada para morir, sin embargo y de manera abrupta, me preparo esta noche para vivir. Mañana cuando salga el sol me levantaré feliz de tener mucho que hacer durante el día, y esperaré con ansia la noche para descansar y no pensar más en lo que hoy pienso.

          Las guerras sucias no van conmigo y no voy a luchar contra el gran traidor. El enemigo que te ataca en tu propia casa, en tu propia cama. El enemigo que aprovecha cualquier invitación para colarse. Algún día, por inconciencia, dejamos abierta la ventana o la puerta de par en par; y penetra, acecha, se esconde para sorprender por donde menos lo esperas. Si lo combates puedes vencerlo, pero una vez dentro puede actuar en otro frente. Mi querida maestra Susana creyó en los avances de la ciencia, dejó que mutilaran su cuerpo y prolongó su vida pensando constantemente en la muerte. El traidor atacó de nuevo. Sin fuerzas, sin pelo, sin su hermoso seno quedó tendida en un cuarto lleno de regalos y lágrimas. La mujer inteligente y audaz terminó tragando cápsulas de víbora con agua bendita. Aquella que creó un sistema para rehabilitar a niños con problemas de comunicación, acabó incomunicada, buscando el gesto que no causara dolor a sus hijos. Es cierto que tuvo tiempo de sobra para meditar en qué momento le abrió la puerta al enemigo, pero ese tiempo fue quizá de remordimiento y no de dicha.

          Mi padre bajó la guardia desde el principio, y hasta el último día vivió con dignidad.
          Mi cuñado no tuvo tiempo de decidir atacarlo o no, murió tras una vida limpia y espléndida.
          Yo me resisto a seguir los últimos pasos de Susana. He seguido los otros, los de su lucidez, los de su entrega a los niños diferentes, los de su tenacidad para darles un lugar entre los niños “normales”; los que la llevaron a escribir un libro para compartir su experiencia. Me temo que no perseguiré la prolongación de una vida a costa de no vivirla. Estoy mucho mejor que esta mañana cuando salí del laboratorio. Tengo la certeza de que mi desvelo durará sólo esta noche. Yo no voy a atravesar con un puñal a los senos que me han dado tanta felicidad ni quiero deambular por pasillos de un hospital. A quien me llame egoísta lo llamaré igual. Tengo derecho a vivir mientras muero. Hice un edificio, cavé un hoyo inmenso para fabricar los cimientos, levanté los muros y culminé la obra con un techo resistente. El mantenimiento dependerá de quienes quieran conservarlo. No estoy en paz, tengo muchas deudas que saldar. No me alcanzarían cien años para compensarle a la vida lo que me dio: la felicidad de engendrar un hijo y verlo crecer fuerte y feliz, el amor entre cuatro paredes, el amor infinito de mi padre y su fe en mí, el amor a los niños y a través de ellos el amor al porvenir. El amor a esta pluma que me desnuda…El amor, el amor, el amor, ¿con qué se puede pagar en esta corta vida lo que vale el amor?

          Anoche creí terminada esta carta, pero, al recibir una llamada para recoger los resultados que supuestamente le entregarían al médico, debo continuar. Antes de ir al laboratorio llegó una de mis hijas y quiso acompañarme. Le pedí que bajara del coche y que recogiera los resultados sin abrir el sobre. Obedeció. Regresó con el sobre cerrado, pidió que me detuviera para leer, le dije que no, que lo abriría hasta estar en la casa. Me paré en una vinatería y le pedí que comprara mi botella preferida. Supo perfectamente cual elegir. Llegamos y nos servimos una copa (descubrí en sus ojos curiosidad y miedo), no esperé más. Antes de leer el diagnóstico le dije lo que pensé la otra noche y la decisión que tomé; que no pondré a consideración de nadie. Divina niña me dio la razón.
          -No hay enemigo en casa. Hallazgos benignos. No requieren intervención-
          Tengo que agradecer a la vida el tiempo que me regala y la sacudida de estos días pasados que parecieron siglos. A la muerte, que por ahora se encuentra lejos, le digo: sé que vendrás.



Patricia Romana Bárcena Molina
México D.F.
Maestra en educación especial.
Directora del Colegio Vallarta Arboledas
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f e b
2004