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El zopilote llegó y, con su
largo y afilado pico, curvo en el extremo, hurgó en la carne descompuesta
sin hacer caso, por supuesto, de las monedas de oro que a la luz resplandecían
entre la gusanera.
Al momento arribaron varios más que, en cuestión de horas, dejaron sólo los huesos en aquella cumbre enrarecida. Terminando el festín, elevaron, ahítos, el vuelo. Quedaba allá abajo una considerable riqueza, una fortuna a merced.
Han pasado los años y aquél tesoro continúa ahí, a la vista, apenas cubierto por una hierba seca y rala; el viento se encargó ferozmente de esparcir los restos de costillas, calavera, fémures.
A pocos kilómetros al pie de la montaña, llegó paupérrima familia, huyendo de la indolencia, la injusticia, y construyó una choza. Una tarde, el padre de estos débiles subió por casualidad a esas alturas. De pronto, ya desde arriba, comenzó a gritarle a su esposa que, apresurada, salió para indagar con la vista hacia el sitio de donde provenían los gritos. La mujer acudió y regresó por unas hondas vasijas de barro a las que, ante el estupor de sus hijitos, vació por completo el contenido. Luego, locos, fuera de sí, salieron apresuradamente del lugar sin decir palabra.
Transcurrieron semanas, nunca más volvieron.
Sus hijos fallecieron de temor y de hambre.
Los zopilotes regresaron de nuevo al lugar.
Luis Alberto Chávez Fócil
México
Su más reciente libro de cuentos es Deletreando Sirenas.
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marzo
2004
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