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El tipo de barba larga y descuidada,
grueso, con chamarra militar y botas con casquillo observa la pantalla
de televisión con una atención exagerada. Se pasa la mano derecha por los
cabellos largos que cubren la parte posterior de la cabeza, luego sonríe
complacido por el trabajo realizado. El cortometraje puede competir, fácil,
en cualquier concurso internacional. La fotografía es mejor de lo que esperaba
y la iluminación es idéntica a como la había imaginado. Destapa una cerveza
de lata y se toma casi un tercio del contenido en dos tragos. Está feliz
con su obra; transmite lo que se había propuesto. La oscuridad presente
a lo largo de la mayor parte de la filmación es muy adecuada. Los tempranos
suspiros de la protagonista y los sonidos que nacen con los esfuerzos cotidianos
al vestirse, se intensifican en el silencio de la madrugada que tan bien
logró captar este director recién estrenado. Lo tiene muy satisfecho el
saber que su film aborda de manera tangencial los asesinatos. El miedo
desde lejos, ese es su mayor logro.
Una vez que aparecen los créditos, mira sonriente su nombre, imagina a miles de personas leyéndolo. Se levanta de un sillón desgastado color paja, se aproxima a la vídeo y regresa la cinta. Impaciente escucha el ruido que provoca el artefacto al rebobinar el corto. Presiona de nuevo el botón que tiene la palabra play, luego vuelve al sillón. Mira a la actriz y ya casi no duda de que está empezando a enamorarse de ella. “Angelina Watzlawick”, repite el nombre varias veces. Le agrada saber -sin poder explicarse el motivo- que su abuelo fue europeo, ¿polaco, dijo ella? Piensa que intimar con esa mujer no será difícil. Quizá le hable mañana. Se imagina recibiendo el premio al mejor corto extranjero del año (piensa en un triunfo en España o Italia), con Angelina a su lado, sonriente, aplaudiendo con más fuerza que los otros.
Martha Rioja inicia el cuento que enviará a un concurso que se organiza en Barcelona. Ya sabe el desenlace de su narración. Odia el tema y por eso escribe sobre él. Quizá no le alcancen todas sus habilidades para transmitir el mensaje con la mayor claridad posible. Redacta dos líneas; no le gustan. La mente queda en blanco unos instantes, luego empiezan a surgir ideas que tendrá que acomodar. Un tipo gordo abarca la mayor parte de su imaginación; este lleva barba del color de la madera y usa chamarra de soldado. Mira un vídeo de denuncia, lo acaba de editar y está seguro que será elegido para alguna muestra de cine importante. En la pantalla aparece una muchacha que sale muy de mañana de su casa, está nerviosa. La protagonista del vídeo vio la noche anterior un reportaje sobre los asesinatos de Ciudad Juárez. Han matado casi trescientas mujeres a miles de kilómetros de distancia. Eran trabajadoras, como ella, y también salían temprano de su casa, probablemente con más temores. La muchacha del vídeo está muy nerviosa. Teme amanecer muerta.
Martha deja de imaginar y escribe: El miedo de amanecer muerta, la muerta que antes tuvo miedo y ahora tiene
muerte. La muerte que es noche y horas más tarde es mañana fría y es cadáver
cubierto de basura y polvo que nadie va a encontrar en los próximos días.
Cadáver que es agravio indecible y es noticia nacional de quince segundos.
Pavor de amanecer asesinada, a miles de kilómetros de todos lados. El terror
de engrosar las cifras oficiales -dudosas, por tanto- o las que recaban
los grupos de derechos humanos. El temor de no ser la muerta sino la viva
que se enterará de nuevos asesinatos. La angustia por las mujeres que saben
que al convertirse en víctimas de los animales anónimos formarán un panteón
sin nombre.
La mujer deja de escribir. Se da cuenta que el lenguaje escrito implica limitaciones para expresar la desgracia. Quizá sea momento de retorcer la sintaxis, de estirarla de manera que sea posible expresar lo que parece inefable: aquello que ocurre en el norte, con las mujeres que se convierten en cadáveres con la intermediación de la violencia. Dan ganas de abrir el idioma por en medio para que se destripe y para que en sus entrañas acomodemos los verdaderos significados de esta pesadilla sin nombre.
Pero ni siquiera el gordo del cuento, con su vídeo bien editado, sabe cómo decir bien la historia. “Ni yo puedo”.
Te miro desde arriba, veo cuando sales de tu casa haciendo poco ruido. Escucho los pasos apresurados y cubiertos con esos zapatos baratos, usados de más. La luz es débil, pero aún así noto el miedo que sientes y que no puedes definir. En tu temor caben trescientos asesinatos y caben las puñaladas y los dedos marcados en decenas de cuellos. Tu miedo, sin saberlo, incluye un cartel que dice Ni una muerta más. Existe también una manta que viene del otro lado de la frontera: No more killing. Hay espacio para un teléfono que nadie usa y que pusieron para reportar a sospechosos; caben, por supuesto, las denuncias anónimas que no se harán. En tus nervios existe un itinerario de camiones que llaman “La Ruta Rosa” y que debe proteger a las estudiantes y a las mujeres que trabajan en las maquiladoras. Hay también cabida para una década de horror y para docenas de fábricas grises, de techos altos adonde suben sin dificultad las preocupaciones de las obreras de todos lados del país. En tu escalofrío se abren paso el silencio y la ineficacia y la aceptación descarada de las autoridades. Están además los choferes de autobuses detenidos, con todo y la duda de su culpabilidad. Hay un egipcio con cara de yonofui. En tu cuerpo convive el temblor-temor y la apatía de los otros. En el horror difuso que cargas se incluyen las puñaladas que le dieron a una niña de cinco años en el corazón, cuyos restos hallaron en un baldío cercano a las vías del ferrocarril. En el susto que arrastras cabe el cerro del Cristo Negro, con todo y el desconcierto que provoca ese nombre y esta tragedia que comparten espacio y tiempo. En tu intranquilidad de muchos años se anidaron los cadáveres de mujeres encontrados con las manos atadas con cordones negros, sin una parte de su cabello. Dispersos en tu espanto sin fin y alrededor de los cuerpos hay cientos de cirios en disposición de una fiesta de la que nadie se quiere acordar. Todo esto avanza a la par que tus pasos. Esa carga hecha humo, convertida en temblor de amanecer, rodea tus prisas por llegar a trabajar.
Antes de subir al camión piensas en las veladoras que hace días colocaron algunas personas en el campo. Las llamitas que inventó tu imaginación entibian tu temor de cinco y media de la mañana.
Angelina Watzlawick llega a su casa, su madre la está esperando sentada frente a la mesa de la cocina. Un foco que cuelga del techo, rodeado de una pantalla color canario, provoca un ambiente de sueño amarillo y lento.
-¿Cómo te fue, hija?
-Muy bien, terminamos el vídeo. Me gustó como quedó. A lo mejor todavía le hacen algunos cambios, pero lo que vi me gustó mucho. Creo que sí transmití lo que quería.
-¿Y cuándo lo van a sacar?
-¡Uy! ¡No sé! A lo mejor para octubre. Pero se me hace que va a gustar mucho porque no hay violencia, es puro miedo psicológico.
-Pero bien bien, ¿de qué se trata?
-Pues empieza con una escena en la que me estoy poniendo los zapatos. Traigo un vestido morado con flores blancas, luego me pongo los aretes. Está amaneciendo, el cuarto está a media luz. Las escenas en las que aparezco de cerca parecen más oscuras porque me pusieron una peluca de color muy negro. Dijo el director que una güera no era adecuada para el personaje, pero como les gustó mi actuación, ya no le buscaron con las otras chavas que fueron a la audición.
-¿Y qué más sale?
-Luego que termino de vestirme, agarro mi bolsa y salgo de la casa. En cuanto cierro la puerta aparecen escenas de la noche anterior, cuando estoy viendo las noticias. Se ven cachos de reportajes de los asesinatos en Ciudad Juárez. Algunas imágenes son de los cadáveres, pero aparecen muy rápido. Salen muchas escenas rapidísimo. Se ven patrullas y unos políticos diciendo algo sobre las investigaciones. También se ven unas fábricas donde trabajan sólo mujeres. Si no pones mucha atención no captas bien lo que está saliendo.
Después aparezco otra vez en la calle caminando sobre la banqueta. Esa escena dura varios minutos, sin música, sólo se oyen mis pasos. A lo mejor a algunas personas las desespere porque nomás se ven los zapatos. Luego salen imágenes de otras mujeres caminando, es de noche, algunas caras están serenas y otras se ven muy nerviosas. Casi al final, la pantalla se divide en cuatro; en todas aparecen mujeres.
-¿Y tú eres una de esas mujeres?
-No, yo no soy ninguna de ellas. Dos aparecen de espaldas, dos de frente, pero todas caminando sobre diferentes calles. Las escenas son oscuras, como si fuera de noche, o muy de mañana.
-¿Y ahí se acaba?
-Sí.
-...
-...
-Qué rara película.
-Corto, mamá.
Lupe se pone los zapatos negros con suela baja de hule, están desgastados y son propicios para caminar doce cuadras y cansarse sólo lo necesario. El olor de sus zapatos cada día le molesta más. Lleva un vestido color morado con flores blancas, no alcanzó a plancharlo. Se cepilla durante cinco minutos, luego busca su monedero negro -arrugado por tanto uso- y sale a las carreras. El perro del vecino ladra cuando ella cierra la puerta, como todas las mañanas. Atraviesa tres cuartos de calle y ya no se sube a la banqueta de enfrente, prefiere caminar por abajo, bordeando los carros estacionados, tocando casi los espejos laterales. Hay muchos autos abandonados, son cadáveres de metal y plástico, cada día más viejos, deshaciéndose de su pintura, llenándose de polvo y de basura. Caminar ese trayecto es como atravesar un panteón de fierros que se cansaron de hacer ruido y de moverse.
En veinte minutos estará en la parada del camión, y si tiene suerte, en diez más llegará el autobús. El frío casi no se siente con la caminata y con el suéter rojo que se puso antes de salir. Piensa en el calor que sentirá una vez que esté trabajando en la línea de ensamble. Su ánimo es parecido al de todos los días, de manera que ni sonríe ni está seria. Se distrae con los ruidos que hacen los carros al acercarse y al alejarse. Le cansa pensar que tendrá que seguir caminando durante muchos años las mismas cuadras. No puede imaginar el número de pares de zapatos que desgastará en ese camino gris y polvoso, frío a ratos y muy caliente la mayor parte del tiempo, precisamente cuando ella está bajo un techo que poco le falta para hervir. Le molesta pensar en el olor que saldrá de los zapatos que se va a comprar con el sueldito de siempre. Ese sueldito que se redujo gracias a un préstamo que pidió el mes pasado.
Se sube al camión y paga. Quizá ocurra que ese mismo chofer la traiga de regreso. A lo mejor tienen un horario de trabajo similar. Le ha tocado verlo a la ida y a la vuelta en un mismo día. Lupe es la única pasajera, aún tiene sueño y faltan varias cuadras para bajarse. Cierra los ojos, intenta dormirse, pero empieza a sentir un miedo con límites de difícil precisión. Es como si desde afuera alguien intentara platicarle los temores que miles de personas están sintiendo en ese momento. Continúa sin abrir los ojos. El camión prosigue su marcha. Los ojos están cerrados.
José Julio Valdez
Guadalajara, México. 1970.
Estudió
Relaciones Industriales y posteriormente Psicología. Fue periodista para MURAL
en los inicios de este periódico. Actualmente es colaborador para el INFORMADOR,
en Tapatío Cultural, donde publica cuento principalmente, y ensayo. Es psicólogo
clínico. Ha dado clases de literatura a nivel preparatoria -UdeG, en Chapala-.
Coordina el taller literario Nueva Literatura Mexicana. Entre los textos a
publicarse, está la novela "DOKTOR PSIQUIATRA", escrita por Dante Medina y con
colaboraciones psiquiátricas y psicológicas de Rafael Medina, Carlos B., y José
Julio
Valdez.
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marzo
2004
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