renglones torcidos       


El adiós de Sagrario
Ana F. Ruiz G.



          Ciertamente la imagen que producía el espejo no era diferente al original, pero era entonces cuando comenzaba el castigo y la amenaza.

          Sagrario, mientras se mojaba la cara hacía un esfuerzo porque las lágrimas no salieran y mostraran su debilidad, pero sus ojos la traicionaron y cayó una primera... Una bofetada le hizo recuperar la postura.

          ¿Aún no aprendes? -escuchaba ella a la voz reprendedora que le acompañaba desde niña.

          ¿Cuántas veces pasaremos por esto?, Entiende que es lo mejor para ti, no tienes derecho a entender a ese hombre, solo acéptalo.- Continuó la ametrallante voz.

          Se secó la cara y salió del cuarto de baño, cruzó la sala para ir a la cocina, en el camino se topó con el hombre con quien vivía desde hace tres años, pero ella bajó la cabeza y se hizo a un lado mientras a sus espaldas escuchaba la voz del hombre:

          No me hagas malas caras Sagrario – el mismo tono que hacía remover en su interior la ira, sus lagrimales y los arrepentimientos.

          Esa noche casi pierde la batalla, durmió sola como lo hacía en otras tantas ocasiones en que su pareja se enfurecía con ella. Jamás hubo ocasión en que pudiera expresarle su pensar sin que éste estallara en un acto frenético como el simple hecho de dormir en la sala o tan drástico como romper algún objeto. El miedo era su mejor compañero y la voz le recordaba que estaba siempre ahí.

          Los días pasaron, casi podría decirse que ella estaba feliz que no había nada por qué preocuparse, todo terminó... Vivía en la utopía de los tres meses.

          Él no llegó a la hora convenida, llegó a la primera hora de la madrugada, ella estaba a punto de dormir pero cuando se negó a compartir su cuerpo comenzó una fatal batalla donde nacería un deseo. Los reclamos no se hicieron esperar, malas palabras y la silla mecedora de la abuela terminó hecha pedazos; acusaciones, falsedades, por fin desató el primer golpe directo a la cara llamándole promiscua a sabiendas de que ella permanecía casi encuartelada en el departamento.

          ¿La voz, en dónde estaba ahora? Sagrario debatía, trataba de defenderse tomó la sombrilla, pensó en asestarle un golpe y salir huyendo, pero todo transcurrió en segundos, la puerta de la cocina sonó quedo al tenerla contra ella el cabello amortiguó el golpe, unas manos trataban de asfixiarla, no pudo evitar que su rostro dejase ver su miedo, ni siquiera recuerda el rostro del atacante durante el trance, solo queda el dolor y el miedo.

          La mañana les sorprendió y aún así Sagrario lo ayudó a acostarse, del golpe en el rostro no quedó huella, los dedos tampoco firmaron la piel de su cuello. Durmieron poco y la voz no aparecía. Ella durmió a su lado, pero dormía o solo fingió dormir mientras se escapaban sollozos que no eran audibles; la voz apareció, con el volumen tan bajo que solo recriminaba en el interior. Los labios de Sagrario profirieron un grito que no salió como debería, gritó en silencio y el dolor de la garganta al sentir el nudo de la palabra que no podía salir fue intenso.

          Los días pasaron, una nueva utopía de calma, culpa y arrepentimiento inundó sus vidas, pero he aquí que la voz dejó de recriminar, dejó de hablar en contra de ella, ahora el blanco era él. No hubo día solitario en que ella no planeara cómo salir de ese lugar, se sentía atada, confundida, culpable... la culpa de ser quien ocasionara los problemas por no poder mantener cerrada la boca y prestar su cuerpo si era necesario, de sentir que lo amaba sin importar el costo hasta que su vida se vio amenazada.

          Esa voz susurraba a través de las imágenes que Sagrario debía cambiar, ser hermética, ser fría y una buena actriz; todo estaba listo pero el miedo al fracaso invadía la cara de la metamorfa Sagrario, sin embargo la voz recuperaba terreno mientras avanzaba el tiempo...

          Le miró, él estaba de rodillas, amordazado y sus ojos ahora cambiaron a aquellos que Sagrario siempre tenía, la inyección de miedo y cobardía resaltó de entre los derrames producidos por la droga que lo dejó indefenso.

          Cada pared fue cubierta de alfombra gruesa para evitar que algún sonido escapara y se dieran voces que interrumpiesen aquel recinto. A la izquierda de Sagrario se encontraba un espejo sin marco que reflejaba la mayor parte de su cuerpo, sujeto con un especie de bolsa de tela a un clavo; a su derecha otro espejo finamente adornado que solo mostraba su torso. El lugar que por años se encontró en la niebla del odio en silencio, al que corría apenas se percataba que seguía con vida, la misma que deseaba terminar no sin antes cobrar cada afrenta.

          J parecía compartir la locura de la mujer en la habitación, escuchaba su voz y la de otra persona o eso pensó porque a veces le parecía oír a dos mujeres en complot. A veces eran iracundos reclamos, otras chillonas réplicas de las cuales no distinguía una sola oración.

          Trató de mover sus miembros, las cuerdas, no la cinta aislante fue demasiado fuerte. Sagrario apareció ante sus ojos, lo besó delicadamente:

Será mi beso de despedida, así es, me marcho no sin antes dejarte un recuerdo por el cual cobraré cada pena impuesta por ti. Será la primera vez que me escuches sin decir una palabra y la primera vez que no tendré miedo a tus ataques de furia cuando escuchas algo que no deseas oír.- Sagrario acomodó una silla frente a él, sus ropas oscuras rozaron la cara del ahora castigado.

          Ella habló por un par de horas, ahora la otra voz se definía era la misma Sagrario con otro tono, se reprendía cuando era necesario, pero la dualidad era tan perfecta que podría seguir creyendo que eran dos personas. La venda le fue quitada de la boca para dar paso a un trago de cerveza que le pareció infinito, se ahogaba con lo que antes le producía placer y le daba poder sobre la mujer atemorizada, no terminó ahí el líquido de otra cerveza le invadió combinado de un ligero sabor a sangre que emanaba de su labio superior que fue lastimado al oponerse al paso del trago, fueron siete o diez cervezas ingeridas sin cesar su lucidez estaba en la bruma, no alcanzaba a comprender el castigo que esa mujer le imponía, no descifraba la mirada de esa que no tenía expresión en su rostro.

          Siguieron golpes en la cara, un dolor indescriptible sacudió a J. Sagrario le rompió el dedo meñique de cada mano con un martillo, pronto se olvidó del dolor al ser embestido con la invasión de tequila, una botella o quizá dos fueron suficientes para dejarlo desmayado. Despertó con los miembros libres, el dolor de los dedos era un infierno junto a la resaca y la inutilidad de su cuerpo, solo recordaba el rostro de Sagrario y esa otra voz que usaba su rostro siendo una conciencia totalmente distinta. No había rastro de la botellas, no había manchas más que en sus ropas hechas jirones, consiguió levantarse el espejo le mostraba una cara hinchada y marcas alrededor de su cuello, las costillas lo doblegaron parecía que también lo habían golpeado ahí.

          Bajó a buscar a Sagrario sin importar el dolor, pero ya no había nada, su ropa, cosméticos, libros, la guitarra e incluso su propia computadora habían desaparecido, todo daba la apariencia de que ella jamás habitó en esas paredes. Un álbum de fotos llamó su atención, lo abrió y se encontró con una serie de imágenes que los mostraban juntos y fue entonces cuando la cólera se desvaneció al notar por vez primera que el rostro de ella antes era completamente triste, la mirada distante y melancólica, ajena junto a él que esbozaba sonrisas en todas las fotografías. Se recostó en la cama, ni siquiera su aroma perduró un día más, cerró los ojos no pensó en recibir ayuda médica para sus malestares y fracturas.

          Sagrario apareció con el rostro duro, pálido, firme, mirada fría. Un grito invadió cada rincón del apartamento, fue una ensoñación, una pesadilla; ahora comprendía lo que era seguir sintiendo miedo aún después del momento que lo provocó, más ésta vez la utopía no llegaría, se cerraría el paso al momento de recordarla...

          J entendió por fin que eso fue el adiós de Sagrario, pero ella y su acompañante jamás se fueron de su mente, lo seguían pasos en las calles solitarias, escuchaba su nombre entre la muchedumbre, sentía un escalofrío al ver la espalda de alguna mujer y sentir que la vería de nuevo. No hizo falta buscarla ni recobrar un artefacto, ni acusarla de agresión... él se hizo acreedor al castigo.

          Tiempo después de aquel álbum que guardó en lo profundo de su clóset encontró una nota:

          Este fue mi castigo y redención.

          Su letra de niña y detrás de la nota un negativo que dudó en revelar, pero al hacerlo sintió morir, el rostro igual a su ensoñación pesadillesca de Sagrario le miró a través de las penurias.



Ana F. Ruiz G.
México, D.F.
Editora de la Gaceta cultural electrónica Silencios Literarios: http://www.iespana.es/silencios-literarios/

marzo
2004