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La muerte forma parte de la vida, y me asombra que se pretenda ignorarlo:
su presencia despiadada la experimentamos en cada cambio al que sobrevivimos,
pues hay que aprender a morir lentamente. Hay que aprender a morir, en
eso consiste la vida, en preparar con tiempo la obra maestra de una muerte
noble y suprema, una muerte en la que el azar no tome parte, una muerte
consumada, felicísima, entusiasta como sólo los santos supieron concebirla;
una muerte madurada desde antiguo, que borra su nombre odioso, no siendo
más que un gesto que restituye al universo anónimo las leyes familiares,
rescatadas de una vida intensamente cumplida.
Rainer
Maria Rilke |
En
la misa para despedir al padre de Jacqueline el coro de la iglesia entonaba
una canción que animaba a los deudos a creer en la existencia de otra vida,
donde los desaparecidos de la tierra recuperan la existencia, eterna, frente
a los ojos de Dios. De esa canción recuerdo este fragmento: "hay que
morir para vivir, entre tus manos está mi vida señor". Desde chica
fui poco temerosa a la muerte y nada creyente, a pesar de que estudié en
colegios religiosos. Mi incapacidad para la devoción durante los retiros
espirituales y las largas misas me hacía pensar en lo que para mí significaba
morir. Desde entonces se me hacía ilógico que aquellos que no tuvieran
la oportunidad de crecer en un ambiente favorable para realizar buenas
acciones estuvieran destinados al infierno, a no ver después de muertos
los ojos de Dios. Pensaba en los pobres condenados que no alcanzarían la
vida eterna. Por fortuna mi padre fue un hombre bueno, y si existe el cielo
ahí está él. Sin embargo sus últimos años en la tierra fueron un infierno.
Pero, ¿su cielo?, ¿cuál fue su cielo terrenal? Supongo que la serenidad
de su espíritu, su sencillez, sus hijos amados y su libertad para elegir.
El cielo y el infierno están aquí, no hay que esperar la muerte para experimentarlos.
¿Por qué debía él ser castigado si fue tan bueno? Eso no me lo puedo explicar,
lo único que sé es que asumió su enfermedad con dignidad. Quizá tuvo más
miedo a la vida que a la muerte. No pudo echar al olvido su pena, al contrario,
la hizo presente todos los días de su existencia. No se atrevió a cambiar,
a enterrar una historia manchada con la traición, a buscar otro espacio
para continuar vivo. En fin. No me toca a mí ser juez, bastante tengo con
ser parte. Ahora que encuentro esta frase, escrita por Rilke hace cien
años, descubro otro significado. Sí, hay que aprender a morir para vivir,
hay que aprender a morir en cada etapa para vivir una nueva y distinta.
Pero eso duele como la muerte misma. Duele dejar atrás lo que fuimos y
lo que amamos. Es como arrancarnos un pedazo de piel con nuestras propias
manos y esperar la cicatriz que nos marcará para siempre. También comprendo
que esperar la muerte serenamente requiere de una fortaleza espiritual
y del convencimiento íntimo de haber cumplido nuestro quehacer en el mundo.
Así vi a mi padre las últimas semanas antes de su muerte. No sin fuerzas,
no desesperado, al contrario, absolutamente tranquilo, esperando "restituir
al universo anónimo las leyes familiares, rescatadas de una vida intensamente
cumplida". Ahora sé la razón por la cuál no derramé ni una sola lágrima
por su muerte.
Su enseñanza va más allá de lo que alcanzo a comprender. Su rectitud y su nobleza están en todos los recuerdos que guardo de él. Si quiso morir de una vez y no en partes, respeto su decisión. El hubiera no existe. No logro imaginarlo lejos de nosotros, iniciando otra etapa, buscando venganza o prolongando la redención de quien lo hirió de muerte. El supuesto castigo que creí inmerecido, en realidad no existió. Fue su autodeterminación lo que acortó su vida y al mismo tiempo la hizo eterna.
Patricia Romana Bárcena Molina
Subdirectora de al
margen . net
Estado de México.
Maestra en educación especial. Directora del Colegio Vallarta Arboledas.
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abril
2004
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