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Me resulta
chocante pasar por el kilómetro 26 de la carretera A-360 y no ver junto
al poste indicador el ramo de flores que, ininterrumpidamente durante tres
años, todos los días cuando iba camino de mi trabajo, ha estado allí depositado.
El sitio en concreto es una curva cerrada a derecha, si bien el asfalto está uniforme, esto solo ocurre desde hace dos años, ya que antes existía un gran hoyo en el borde derecho de la carretera, lo que obligaba a esquivarlo, metiéndose con el coche en el otro carril y forzando a tomar la curva demasiado cerrada, con el peligro que esto acarreaba si venía otro vehículo en sentido contrario. Y esto fue lo que sucedió la noche del once de Agosto de hace tres años, cuando un camión hizo esta maniobra para esquivar el hoyo y arrolló a un chaval que venía en sentido contrario en su motocicleta. Regresaba de un duro día de trabajo en el campo e iba a encontrarse con su novia o con los amigos a tomar una copa y divertirse un rato cuando su vida quedó segada de raíz en aquel instante.
La motocicleta era un amasijo de hierros, irreconocible que se retorcía una y otra vez sobre ella misma y se mezclaba con los bajos del camión y entre sus ruedas. El cuerpo del chaval (nunca llegué a conocer su nombre) quedó totalmente decapitado y atrapado entre los ejes del camión. Los servicios de urgencias no tardaron mucho, el pueblo más cercano está a tan solo cinco minutos del lugar del accidente, pero evidentemente no pudieron hacer nada. Se avisó al juez de guardia y al forense, que tardaron más de dos horas, tiempo suficiente para que los familiares del fallecido llegaran al lugar del siniestro y la tragedia alcanzara tintes aún más dramáticos. En ese momento fue cuando pasé yo, la escena era tremenda. Cuando la madre vio el cuerpo de su hijo atrapado en aquel amasijo de hierros y la cabeza, dentro del casco, separada al menos dos metros del cuerpo, no sabía a que llorarle, quería abrazar la cabeza de su hijo, quería unirla con su cuerpo, los agentes no le dejaban acercarse. Su nerviosismo alcanzó niveles peligrosos, los médicos la tuvieron que atender allí mismo y a pesar de su obstinación, hubo alguien que supo mantener la serenidad y se la llevó a su casa donde esperaría el cuerpo de su hijo.
Desde aquel día las flores no faltaron en la curva, todas las semanas alguien las renovaba. Si en verano por el excesivo calor se marchitaban antes, no esperaban a la semana para cambiarlas. Así ocurría semana a semana, mes a mes, año tras año, hasta hace poco, aproximadamente dos meses, en los que nadie ha renovado las flores secas, amarillentas, decaídas y decrépitas, y desde hace tan solo tres días ha desaparecido todo rastro, como si nada hubiese ocurrido en aquel recóndito lugar del mundo. Igual que desapareció el hoyo de la calzada, la memoria de aquel fatídico día había desaparecido.
Ya no quedaba una señal, una alerta, que nos hiciese recordar la tragedia que había tenido lugar. Incluso la familia, aunque no hubiese olvidado, su pena se había mitigado, el dolor se había disipado. Y es que el tiempo, si bien no lo cura todo si cierra las heridas del combate.
Sebastián Díaz
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