|
A finales del
siglo xx, Friedrich Nietzsche es todavía un filósofo tan inquietante y
enigmático como a principios del 900. Sus lectores se preguntan ahora lo
mismo que se preguntaron hace unos cien años: ¿es un gran filósofo o un
poeta imperfecto? Si lo comparamos con Aristóteles y Hegel es un diletante
apasionado. Si lo comparamos con Goethe y Hölderlin las parábolas de Así habló Zaratustra parecen los
disfraces retóricos de un discurso filosófico. Yo creo que Nietzsche es ante
todo, y sobre todo, un escritor dedicado a la filosofía, así como Sören
Kierkegaard era un escritor dedicado a la religión. Su maestro no fue Hegel sino
Schopenhauer. A pesar de todas las diferencias filosóficas, Nietzsche era un
amante de la sabiduría que buscaba la eternidad, vale decir: deseaba superar no
sólo su tiempo sino el tiempo mismo.
Sus primeros
libros y ensayos no son sino consideraciones intempestivas. Se trata de
una crítica radical de la modernidad, de su lenguaje y su literatura, de
su educación y su pedagogía, de su idea de la historia y de la filología
clásica, de su moral, de su religión y su filosofía. Nietzsche los escribió
hacia 1872, a los veintinueve años de edad, cuando veía en Richard Wagner
la esperanza de una renovación de la cultura alemana, y jugaba con la idea
de ponerse al servicio del teatro de Bayreuth. Su crítica se nutrió siempre
del profundo conocimiento de los griegos, de la cultura y la formación
clásicas, y vio a su tiempo en el arco de una época que comenzaba con Homero
y la filosofía presocrática y terminaba con el ocaso de la tradición cristiana.
Su sentido histórico le dejó reconocer que el mundo moderno estaba tan
lejos de Grecia como del cristianismo, porque ambos hincaban sus raíces
políticas y sociales en un culto religioso. Por esa misma razón, la tarea
del auténtico filólogo "consiste en definir el mundo de los griegos
como irrepetible", escribe Nietzsche, "así como también el cristianismo
es irrepetible y los fundamentos de nuestra sociedad y nuestra política".
El cristianismo
eclesiástico no es sino una parte de la antigüedad, acaso la única que
la mantiene viva, pues "el arcoiris de los conceptos —dice Nietzsche—
no regresa hasta la polis griega". Pero con la desaparición del cristianismo
el mundo de los griegos y los romanos se hace cada vez más inaccesible
e incomprensible. El filósofo debe ser el "gran escéptico" en
las circunstancias de nuestra educación y formación, porque él entiende
que han muerto los supuestos religiosos y políticos del mundo griego y
romano y del mundo cristiano romano. Nuestra supuesta cultura no tiene
consistencia, porque ella se sustenta en modos de ver las cosas y perspectivas
que casi han desaparecido.
Nietzsche tenía
la conciencia de ser el primer filósofo de esa época; en mayo de 1884 escribe
desde Venecia: "Mi obra tiene tiempo —no quiero confundirme con las
tareas del presente—. Acaso dentro de cincuenta años, algunas personas
abran los ojos y se den cuenta de lo que hice. Ahora me parece no sólo
difícil, sino imposible hablar de mí públicamente, sin quedarse muy por
detrás de la verdad". Nietzsche sabía del destino de las publicaciones
que no eran para todos, cuando le dio a su testamento, Así habló Zaratustra, el subtítulo "Un libro para todos y
para ninguno": para todos los que podían leer, y para ninguno que no pudiera
compartir los supuestos y las experiencias del autor, leer entre líneas e
interpretar sus textos. Nietzsche pensaba que Zaratustra era un libro difícil de
entender y muchas veces inaccesible, cuyas "revelaciones" no eran para todos. El
escribe para todos los individuos. Y no obstante, su voluntad de lograr un
efecto público inmediato con sus libros, se encuentra en flagrante contradicción
con su preferencia por la vida privada, así como también con su deseo de contar
con jóvenes y amigos entregados al entusiasmo de una soledad radical. ¿Qué diría
Nietzsche si supiera que Zaratustra, un libro que vendió sesenta
ejemplares en la primera edición, alcanzó en 1906 ventas por noventa mil
ejemplares?
Nuestra imagen
de Nietzsche ha cambiado en los últimos cien años. Comenzó con el reconocimiento
del moralista y el psicólogo; floreció con la admiración incondicional
de Zaratustra que le profesó la generación de la Primera Guerra mundial;
se transformó después con la caricatura adoptada y difundida por el Tercer
Reich, que aclamó la voluntad de poder y convirtió a Nietzsche en un ideólogo
del nazismo, uno de los grandes malentendidos de esta historia y, por último,
culminó con la obra de Heidegger sobre Nietzsche como el filósofo que consuma
la metafísica occidental.
Giorgio Colli
y Mazzino Montinari comenzaron a publicar, en el año de 1967, la primera
edición crítica de las obras de Friedrich Nietzsche. De los quince volúmenes
de su edición, ocho de ellos corresponden a los fragmentos de 1869 a 1889:
cinco mil páginas aproximadamente. Los dos profesores italianos trabajaron
doce años sin pausa en los archivos de Weimar, revisaron los originales
y establecieron página por página las interpolaciones de los textos y las
falsificaciones de Elizabeth Förster-Nietzsche, la hermana del filósofo.
A partir de entonces el libro La
voluntad de poder, un espejismo y una leyenda, se convirtió en una serie de
fragmentos, en una especie de bitácora del pensamiento experimental y de la
trayectoria de Nietzsche. No hemos tenido suerte con la traducción de los
clásicos alemanes contemporáneos al español. Como con la obra de Sigmund Freud y
la de Franz Kafka, tampoco contamos con una buena traducción de la obra de
Nietzsche. Las miles de ediciones piratas han repetido los mismos errores de la
primera traducción (1935) de Emilio Ovejero Mauri. Por desgracia Alianza
Editorial suspendió la publicación de las obras de Nietzsche, en la magnífica
traducción de Andrés Sánchez Pascual, que seguía los descubrimientos y las
aportaciones de Colli y Montinari.
Nietzsche vaticinó
como nadie antes el surgimiento del nihilismo europeo —el que afirmaba
que, después del ocaso de la fe cristiana, nada es verdadero y, por lo
tanto, todo está permitido—. En sus escritos póstumos, leemos:
Lo que ahora les cuento
es la historia de los próximos dos siglos. Describo lo que viene, lo que no
puede evitarse: el surgimiento del nihilismo europeo. Esta historia ya puede
contarse, pues la necesidad es inminente. El futuro nos habla a través de un
bosque de signos, su destino se anuncia ya en todas partes. Nuestros oídos están
preparados para escuchar esa música del futuro, toda nuestra cultura europea se
mueve desde hace mucho tiempo en la tortura de una tensión constante, que crece
de década en década y nos abruma como una catástrofe; inquietante, violenta,
atropellada, como una corriente que todo lo arrasa y desea llegar a su fin, y
que además no reflexiona, porque teme reflexionar.
El que aquí
habla, por el contrario, no ha hecho otra cosa más que reflexionar: como
filósofo, como ermitaño por instinto, encontró siempre su beneficio fuera
del mundo constituido, en la paciencia, en la lentitud, en el quedarse
atrás. Un espíritu que arriesgó, experimentó y se extravió ya en los laberintos
del futuro; un visionario que se queda atrás cuando narra lo que vendrá.
El primer nihilista europeo perfecto, pero que ha vivido ya el nihilismo
hasta su fin —que lo dejó atrás, por debajo y fuera de sí mismo.
Nietzsche no
sólo fue el primero en llamar nihilismo a esa certidumbre de estar a la
intemperie, sino también el primero en ejercer su crítica con una maestría
psicológica incomparable. Nadie como él siguió la trayectoria de ese nihilismo
en la moral y la política, en la filosofía y la religión, en la literatura
y la música de la modernidad. El resultado de sus quince años de reflexión
fueron El crepúsculo
de los ídolos y El anticristo, y una gran cantidad de notas, apuntes,
ensayos y aforismos publicados con el título de La voluntad de poder.
Pero todos presuponen la intuición anunciada en Zaratustra del eterno
retorno como la superación última del más extremo nihilismo.
Ahora bien,
el nihilismo puede significar dos cosas: por un lado, puede ser el síndrome
de la decadencia definitiva, la agonía de la voluntad de la existencia;
por el otro, la señal de un profundo desengaño positivo —el renacimiento
de una nueva voluntad—. En su libro sobre El eterno retorno de lo mismo, Karl Löwith nos habla de un
nihilismo de la debilidad y de un nihilismo de la fuerza. Y esta misma
ambigüedad habita en las convicciones de Nietzsche: "La felicidad de mi
existencia", escribe al principio de Ecce homo,
Tal vez su carácter
único, se debe a su fatalidad: yo, para expresarme en forma enigmática, como mi
padre ya he muerto, y como mi madre todavía vivo y voy haciéndome viejo. Esta
doble procedencia, por así decirlo, del vástago más alto y del más bajo en la
escala de la vida, este ser décadent y a la vez comienzo —esto, si algo,
es lo que explica aquella neutralidad, aquella ausencia de partido en relación
con el problema global de la vida, que acaso sea lo que me distingue—. Para
distinguir los signos de ascensión y decadencia poseo un olfato más fino que el
que hombre alguno haya tenido jamás, en este asunto yo soy el maestro par
excellence —conozco ambas cosas, soy ambas cosas.
Sorprendido
en la contradicción entre el hoy y el mañana, Nietzsche estaba consciente
de que era un filósofo tardío del siglo xix y un parto prematuro del xx.
Zaratustra no sabe si es quien promete o quien cumple, quien conserva o
quien conquista, el otoño o el arado, el enfermo o el reconvaleciente,
un poeta o el hombre veraz, un libertador o un domador.
Desde la perspectiva
de la profecía del eterno retorno, su reflexión filosófica en torno a la
historia del nihilismo es también ambigua. La ausencia de "sentido",
de "valores" y de "fines" es común al nihilismo y,
en un sentido inverso, al eterno retorno. El nihilismo es el presupuesto
histórico y necesario de la profecía de Nietzsche sobre el eterno retorno,
cuya necesidad cósmica y natural debe vencer el destino de la actitud nihilista.
La última voluntad de Nietzsche, la que resume toda su filosofía experimental
y su último intento con la verdad, es la necesidad del círculo eterno del
nacimiento y la muerte. Por consiguiente, su teoría tiene un doble rostro
paradójico: ella es una superación del nihilismo, en la que el que supera
y el objeto superado son una y la misma cosa. La profecía del eterno retorno
se une a la propuesta tan diferente de la actitud nihilista, del mismo
modo que la doble voluntad de Zaratustra se confunde, cuando quiere ir
adelante y regresar al mismo tiempo; así como también la "doble mirada"
de Dionisio en el mundo, y el "mundo doble" dionisiaco son una
voluntad, una mirada y un mundo. Esta voluntad afirma, por un lado, el
progreso de la libertad para la Nada en la afirmación del Ser, y por el
otro repite en la cima de la modernidad una visión ancestral del mundo.
Si el tiempo
significa tanto como temporalidad, vale decir: si todo instante, antes
de desaparecer, nos revela su carácter inconcluso, algo así como un puente
perdido entre el nunca jamás y el siempre todavía, entonces la idea central
de Nietzsche no es una filosofía del tiempo sino una reflexión sobre la
eternidad. Hacia 1873, al final de La filosofía en la época trágica de los griegos, así como también al
comienzo y al final de la Segunda consideración intempestiva sobre nuestra
relación histórica con la Historia, Nietzsche toca mucho antes de Zaratustra
y su experiencia del tiempo, el tema de la eternidad de lo mismo. Al estar
siempre allí, esa eternidad no es intemporal; al ser siempre igual, no es
temporal. La eternidad es aquel tiempo en el cual lo que las dimensiones
temporales han separado, vuelve a reunirse para siempre.
En El caso
Wagner, su última consideración intempestiva de 1888, Nietzsche explicó su
relación con el tiempo como "una superación del tiempo". "¿Qué desea antes que
nada un filósofo de sí mismo? Superar su tiempo —responde—, llegar a ser
intemporal. Debe luchar contra aquello que lo convierte en un niño de su tiempo.
Yo soy tan bueno como Wagner, el niño de este tiempo. Quiero decir, soy un
decadente. Pero yo lo entendí, me opuse a ello. El filósofo que llevo dentro se
defendió". Nietzsche superó en él a los contemporáneos del tiempo, cuando superó
todas sus pruebas y no se dejó desviar de su proyecto principal por el
movimiento político de su época (Bismarck), ni por el artístico (Wagner) ni por
el filosófico (Schopenhauer). Sin embargo, para ello se necesitaba de una fuerza
y de un vuelo en las más extensas y altas lejanías —cuando nuestras cosas más
queridas y admiradas quedan por debajo de nosotros. Los amigos de Nietzsche
percibieron esa lejanía y ese distanciamiento extraño a partir de un instante en
Sils Maria, Suiza, "a seis mil pies de altura, más allá del hombre y del
tiempo", en un instante de éxtasis, que Nietzsche llamó "mediodía y eternidad".
Una eternidad que se consuma al mediodía, es decir, en un tiempo determinado que
no la destruye, como si fuese la eternidad intemporal de Dios antes de la
creación del mundo —esa eternidad es el tiempo del mundo mismo, en cuyo círculo
una y otra vez la persistencia del Ser y la transformación del Devenir se
convierten en una y la misma cosa. La superación de la temporalidad en la
eternidad del eterno retorno de lo mismo convierte al tiempo en una apariencia
móvil de una radical inmovilidad.
Después de
haber sanado de la muerte, Zaratustra anuncia esta nueva eternidad a sus
animales, la serpiente y el águila.
Todo avanza, todo
retrocede; eterna gira la rueda del Ser. Todo muere, todo florece de nuevo;
eterno fluye el año del Ser. Todo se quiebra, todo se reúne; la casa del Ser se
construye eternamente. Todo se despide, todo se encuentra y saluda de nuevo; el
anillo del Ser es eternamente fiel. En cada fracción de segundo comienza el Ser,
en cada aquí rueda la esfera hacia allá. El centro está en todas partes. El
camino de la eternidad es sinuoso.
Este es el
centro de la filosofía de Nietzsche, verdadero e intempestivo, porque la
temporalidad y la historicidad no son sino una unidad dentro del tiempo
superado. La idea de la eternidad cobra un lugar predominante, el himno
a la gloria y la eternidad debió cerrar el libro Ecce homo.
|
¡Escudo de la necesidad!
¡La más alta estrella
del Ser!
—que no alcanza ningún
deseo,
que no mancha ningún No,
eterno Sí del Ser,
te afirmo eternamente,
porque te amo, ¡Oh
eternidad!
|
El "Ego"
de Nietzsche se transforma en un destino universal cuando el tú debes de la moral
cristiana y el yo quiero de la libertad moderna, los ejes del discurso
filosófico moderno, se convierten en la necesidad del mundo natural siempre
idéntico a sí mismo. Nietzsche destruyó y venció la tentación del suicidio —ese
privilegio del hombre frente a los dioses y los animales— con la eterna
afirmación del Ser. La lucha de la voluntad, que casi siempre implica una
venganza contra lo que es y no quiere ser más, se convierte en una bendición de
esa otra lucha, el eterno retorno de lo mismo. La voluntad, libre ya del tú
debes y del yo quiero, se redime de sí misma. Sin embargo, la teoría
del eterno retorno nos revela que Nietzsche nunca escapó del cristianismo, pues
esta teoría constituye un sustituto de la religión, y no menos que la paradoja
cristiana de Kierkegaard, ofrece una salida a la desesperación: "El intento de
llegar a algo —como Nietzsche le escribe a Erwin Rohde— desde la nada".
Nietzsche repitió
con su nueva teoría del eterno retorno de lo mismo, una antigua visión
griega del mundo que él, como el filólogo clásico que era, conocía perfectamente.
Al traerla de nuevo al discurso de la filosofía, Nietzsche corroboró algo
que ya sospechaba: la historia del pensamiento se nutre una y otra vez
del mismo proyecto fundamental, de un cúmulo de concepciones posibles y
siempre regresa a la misma reserva ancestral del alma. En las condiciones
de la modernidad, esta idea antigua se transformó de una manera enigmática.
"Nietzsche cantó con una voz quebrada", escribió Löwith, "el
nuevo himno de la inocencia de la vida —sobre la certeza de una experiencia
cristiana". Zaratustra es un evangelio anticristiano en cada una de
sus páginas, tanto en su contenido como en su lenguaje. Marcado profundamente
por la conciencia moral del cristianismo, Nietzsche estaba incapacitado
para suprimir la transvaloración de todos los valores que el cristianismo
había llevado a cabo con el paganismo. Nietzsche fue tan cristiano y tan
anticristiano, tan rebelde y protestante, tan antiguo y tan moderno, que
una sola pregunta le importaba: la pasión por el futuro y la voluntad de
crearlo. Zaratustra quiere ser quien supera a Dios y, al mismo tiempo,
a la Nada que resulta de la muerte de Dios: él es el hombre redentor del
futuro. Toda la filosofía de Nietzsche quiere ser el preludio a una filosofía
del futuro.
Ningún griego
pensó sólo en el horizonte del futuro, ni mucho menos quería crearlo. Todos
los mitos antiguos, genealogías e historias no son sino una constante refundación
del pasado. Nada menos griego que la voluntad de poder, pues se trata de
una voluntad que apunta al futuro, mientras el eterno círculo del nacimiento
y la muerte se encuentra antes de la voluntad, de la intención y los fines.
Para los griegos, el movimiento circular de las esferas celestes revelaba
un logos cósmico y un mandato divino. Nietzsche, por el contrario, creía
que el eterno retorno de lo mismo era la más "terrible" de todas
las ideas, y uno de los grandes "pesos muertos", como él decía,
porque contradice la voluntad de una futura redención. Nietzsche creyó
superar el tiempo con la eternidad. Los griegos, por el contrario, no partían
de la temporalidad sino de una suerte de eterno presente, y pensaban que
el tiempo que pasa era sólo una imagen menor de ese presente. Si para ellos
el eterno retorno expresaba el cambio constante entre la naturaleza y la
historia, Nietzsche veía en él un lugar más allá del hombre y del tiempo.
Si los griegos sentían un profundo temor y un terrible respeto frente al
destino (Fatum), Nietzsche hizo un esfuerzo sobrehumano
por desearlo, amarlo e identificarse con él, como si alguna vez el destino
pudiese llegar a ser nuestro. Incapaz de transformar la teoría del eterno
retorno en el orden superior del Ser, se le convirtió en un imperativo ético, en
un postulado práctico que le sirvió de "martillo" (¿cómo se filosofa con el
martillo?, preguntaba) para clavar en la conciencia de los individuos la idea de
una responsabilidad absoluta y sustituir el sentimiento de esa responsabilidad
que vivía mientras vivíamos frente a la presencia de Dios.
Jürgen Habermas
afirma que el hombre de la modernidad, un hombre desprovisto de mitos,
sólo puede esperar de las nuevas mitologías un tipo de redención que cancela
todas las mediaciones. Pero si la voluntad nunca se ha movido en un círculo,
sino hacia adelante en una dirección irreversible, entonces aparece el
problema de la redención de la voluntad de sí misma. Si el movimiento natural
de la voluntad se dirige siempre a un fin, ¿cómo puede la voluntad del
hombre unirse a la ley cíclica del cosmos, si en el círculo del eterno
retorno de lo mismo todo movimiento hacia adelante es, al mismo tiempo,
un movimiento hacia atrás? La respuesta de Nietzsche se encuentra en Así habló Zaratustra, en el
capítulo "De la redención": la voluntad debe educarse, nos dice Zaratustra,
"debe querer ir hacia atrás". Es decir, la voluntad debe asumir también lo que
no quiere, lo que no debemos desear. Pero lo que no queremos es todo lo que
existe sin nuestra intervención, todo lo que fue, el pasado de todo lo que ha
sucedido, en especial la facticidad de nuestra propia existencia. Toda esta
voluntad, la creación del futuro y el querer regresar, es todo menos griego,
nada clásico y muy poco pagano. En el fondo emerge de la tradición
judeocristiana, de la creencia de que el hombre y el mundo han sido creados por
la voluntad de Dios, de que Dios y el hombre son esencialmente voluntad. Ningún
tema tan obsesivo en Nietzsche como su constante referencia a nuestra capacidad
creadora, creadora por un acto de voluntad como el Dios del Antiguo Testamento.
Para los griegos, la capacidad creadora era una "imitación de la naturaleza" y
su fuerza transformadora.
Nietzsche vivió
y pensó hasta el fin la transformación del tú debes en el yo quiero
moderno, pero no dio el salto definitivo del yo quiero al difícil juego
de Heráclito, que es inocencia y olvido, un nuevo comienzo y una rueda que gira
en sí misma. Como un hombre moderno, de acuerdo al cristianismo, Nietzsche se
había separado sin esperanza de la idea de "la fidelidad a la tierra" y de la
sensación de una seguridad eterna bajo el cielo estrellado. Por paradójico que
suene, su esfuerzo por unir el destino humano con el Fatum cósmico, por
regresar al hombre a la naturaleza sólo dio resultado cuando ya no era hombre,
ni mucho menos un superhombre, sino un ser que vegetaba, provocando la lástima
de los demás, en las tinieblas de su locura.
Lo que Nietzsche
quiso unir con una voluntad sobrehumana y una soberbia incomparable, se
dividió en dos fragmentos irreconciliables de su teoría: por un lado, una
presentación del eterno retorno como una verdad cuyo fundamento se encuentra
en el mundo natural, y que él buscaba corroborar gracias a la ayuda de
la ciencias, sobre todo de la física y de las matemáticas. Por el otro,
una presentación de la misma teoría como un postulado moral, que debía
a su vez corroborarse gracias a sus consecuencias prácticas en la vida
de cada individuo. Su visión del mundo se divide, porque el propósito de
eternidad del yo moderno era irreconciliable con el espectáculo del círculo
eterno del mundo natural. Nietzsche mismo no sabía si su teoría era verdadera
—o si debía creer que era verdadera—. El 10 de marzo de 1884, le escribe
a su amigo Franz Overbeck:
No sé cómo he llegado a
pensar esto —pero es posible que haya yo tenido por primera vez la idea de que
la historia de los hombres se encuentra dividida en dos mitades
irreconciliables—. Zaratustra es sólo un prólogo, una antesala [...] pues me
encuentro todavía muy lejos de poder imaginar a Zaratustra, de hacerle hablar.
Si él es verdadero, o más bien: si creo que es verdadero —entonces todo cambia,
y todos los valores que conocemos pierden su sentido.
En efecto,
cuando el eterno retorno se convierte en un imperativo moral, no importa
si es falso o verdadero, se convierte también en la necesidad de una explicación
de la naturaleza de las cosas. Esta fue la razón por la cual Nietzsche
se propuso, hacia 1885, estudiar cinco o diez años ciencias naturales en
una universidad. Este proyecto no fue un sueño momentáneo sino al contrario:
a los cuarenta años, Nietzsche consideró con toda seriedad matricularse
en la Facultad de Ciencias, pues a pesar de toda la crítica filosófica
de la ciencia no quería ejercer la especulación, sino conocer lo que es
verdadero.
En sus primeros
ensayos, Nietzsche definió al filósofo como "el médico de la cultura"
y, años más tarde, como un embajador o un redentor. Como una figura religiosa
híbrida, Nietzsche imaginaba ser el último joven de Dionisio, pero en realidad
era el primero de los apóstatas más radicales del siglo xx, el más piadoso
de los ateos. En la conversación que sostienen Zaratustra y el último Papa,
que se quedó sin trabajo después de la muerte de Dios, Nietzsche se entiende
a sí mismo como un personaje religioso. El subtítulo de su libro Ecce homo dice: "cómo se llega a ser
lo que se es", que implica una crítica de la creencia cristiana de que se puede
llegar a ser otro, nacer de nuevo y ser un hombre nuevo. Por el contrario,
cuando Nietzsche se convierte en el profeta del eterno retorno, llega a ser en
efecto lo que ya era desde un principio: el anticristo. El camino intelectual
que Nietzsche recorrió en dos décadas con todos sus laberintos hasta la
autobiografía del hombre de cuarenta y cuatro años, estaba ya señalado en sus
primeros textos. A los diecinueve años, escribió: "Como planta me encuentro más
cerca del arado de Dios, que como el hombre que nació en la casa de un pastor
protestante". La muerte de Dios se vuelve un lugar común de su filosofía, pero
sus implicaciones saltan a la vista. Los hombres, pensaba, están todavía muy
lejos de aceptar la noticia de esa
Las grandes nuevas
necesitan mucho tiempo para ser comprendidas, mientras que las pequeñas
novedades del día tienen una voz fuerte y las entiende todo el mundo. ¡Dios ha
muerto! ¡Y hemos sido nosotros quienes le hemos asesinado! Los hombres tendrán
la oportunidad de conocer la sensación que produce el haber asesinado al ser más
poderoso y santo del universo, ¡se trata de una sensación increíblemente
abrumadora y nueva! ¡Cómo se consolará el asesino de todos los asesinos!
El impresionante
aforismo que recoge la idea de la muerte de Dios, y que da paso al quinto
volumen de La gaya ciencia, resume el impacto: "El acontecimiento en sí
es tan abrumador, tan lejano y permanece tan apartado de la capacidad receptiva
de las mayorías, que es imposible siquiera dar la noticia". Después de un tono
apocalíptico, Nietzsche conjura las consecuencias de esta muerte que nosotros,
los hijos del siglo xx y de sus horrores, hemos llegado a comprender. Nietzsche
escribe: "Quién sería capaz de adivinar las enormes dimensiones del
derrumbamiento, destrucción, ocaso y revoluciones que nos esperan en el próximo
siglo, para replicar al maestro y clarividente de esta enorme lógica del terror,
al profeta de un sol negro sin precedentes en la tierra?". En efecto, si
pensamos en Auschwitz o en Hiroshima la visión nietzscheana ha tenido la razón.
Por otra parte,
su obsesión por los conocimientos científicos y técnicos se convirtió en
un martirio cotidiano. Hacia 1884, a su regreso de Génova, Nietzsche recibe
con gran gusto un libro especializado sobre meteorología: "Necesito
estudiarla por las graves consecuencias que tiene la electricidad atmosférica
en mi estado de salud —acabará conmigo, es inevitable que haya mejores
condiciones para mi salud". Por desgracia llegó a la conclusión de
que la meteorología seguía siendo una incógnita, y le pide a Overbeck que,
por favor, le pregunte a Hagenbach, el compañero de la Facultad de Ciencias,
si podía servirle de escudo protector un tipo de ropa especial, cierta
clase de amuletos como anillos o cadenas en el cuerpo. En su desesperada
búsqueda de una herramienta adecuada de trabajo, halló un día sin pensarlo
un instrumento maravilloso, descubierto por un danés: la máquina de escribir.
Nietzsche, un modesto profesor jubilado —nos cuenta Ross— reunió casi quinientos
francos suizos para comprarla, con la esperanza de aprender a escribir
en ella de forma ciega. El aparato llegó tres meses después, pero sufrió
un grave desperfecto durante el viaje. Un mes más tarde, Nietzsche es uno
de los primeros escritores que usan la máquina de escribir. Los poemas
que envió a su amigo Peter Gast son uno de los primeros documentos de la
prehistoria de la técnica moderna. "La máquina es delicada como un
cachorro, me da muchas preocupaciones y no sirve para nada" — le escribió
a Gast. Por aquel entonces, el filósofo se preguntaba si algún día sus
amigos inventarían una máquina para leer. ¿Qué diría Nietzsche si hubiese
escrito con una computadora Notebook Toshiba T4700, con pantalla en colores
y el programa Microsoft Word?
Por esos días
nadie pudo decirle que, veinte años después, un oscuro empleado de la Oficina
de Patentes de Berna, Albert Einstein, no muy lejos de Basilea, donde Nietzsche
enseñó en la Universidad, transformaría para siempre la idea del espacio
y del tiempo, y que en su Teoría de la Relatividad Ampliada, en el mundo
de la geometría no euclidiana, se concibe un tiempo curvo que siempre regresa
a su punto de partida.
Por esos días
de 1884, Nietzsche les enviaba a los amigos sus libros, pero ninguno, ni
los más cercanos, acusaban recibo. Marx y Freud, los otros dos precursores
del pensamiento del siglo xx, también sufrieron la incomprensión y los
malentendidos de sus contemporáneos, pero se encontraban en el centro de
las disputas, en el ojo del huracán, como dice Werner Ross, el biógrafo
de Nietzsche. Tanto Marx en Londres, como Freud en Viena, libraron una
batalla contra los economistas o los médicos psiquiatras que no entendían
que el Capital no sólo era una idea de la economía clásica sino una red
intrincadísima de relaciones sociales, y que la idea del inconsciente reducía
al polvo el yo quiero de la modernidad.
Nietzsche, en cambio, por paradójico que suene, ni siquiera tenía enemigos. Sus
libros caían en el vacío, los pocos ejemplares ni siquiera se regalaron. Sus
amigos se avergonzaban de ellos. Jakob Burckhardt, el gran historiador, por
ejemplo, se disculpaba argumentando que ya no tenía cabeza para entenderlos;
Erwin Rohde aplazaba una y otra vez sus comentarios, porque la idea del eterno
retorno le parecía un absurdo trágico; Malwida von Meysenburg, su amiga,
consolaba a Nietzsche diciéndole que algún día volvería a ser el gran filólogo
de antes. Nietzsche era entonces un individuo extraño —un bárbaro, y nadie
hubiese podido decir en esos días si se trataba de un loco o un genio.
Nietzsche nos
trae el aforismo y el poema a la filosofía, dos medios de expresión que
transformaron no sólo el quehacer filosófico, sino también el proyecto
mismo del filósofo. Desde esta perspectiva, el cambio será —dice Milan
Kundera— uno de los más radicales en la historia de la ideas. Sin temor
a exagerar, la interpretación ocupa desde entonces el lugar que ocupaban
la verdad y el conocimiento. A partir de Friedrich Nietzsche comienza el
conflicto de las interpretaciones, que determina toda la cultura del siglo
xx. La interpretación nos otorga el sentido, siempre fragmentario y parcial,
de un fenómeno o de cualquier discurso. Por esta misma razón, la filosofía
de Nietzsche no es un sistema de ideas cerrado y autosuficiente, ni tampoco
una pluralidad de aforismos dispersos, sino el proyecto de un escritor.
El aforismo es ya interpretación y, al mismo tiempo, el objeto de la misma
interpretación, así como el poema sería el arte de la revelación y, al
mismo tiempo, el objeto de la misma revelación.
Nietzsche definió
a la modernidad como la época de los experimentos, no sólo en el sentido
de los experimentos científicos, sino en uno más vasto y profundo. En Más allá del
bien y el mal escribió:
Un nuevo género de
filósofos comienza a nacer. Me atrevo a bautizarlos con un nombre peligroso
[...] Los filósofos del futuro tienen el derecho, acaso también la injusticia,
de llamarse experimentadores. Este mismo nombre no es sino un ensayo y, si se
quiere, una tentación.
Si la filosofía
de Nietzsche fuese un sistema de ideas bien estructuradas, nadie entendería
su crítica de los sistemas filosóficos; y si por el contrario fuese sólo
una continuidad de aforismos tampoco entendería por qué, desde su libro
El
nacimiento de la tragedia, Nietzsche insistió en la idea de que "todo es
uno, y quiere ser uno". Quiero decir, Nietzsche no combate la unidad metódica de
los sistemas filosóficos, la que crea la "voluntad fundamental del
conocimiento", sino más bien el mundo imaginario que estos sistemas engendran
—la certidumbre protectora de sus principios, el poder infalible de sus dogmas.
Por miedo ante la realidad, los filósofos de los sistemas se cierran ante el
horizonte abierto de las preguntas y los proyectos.
"Los filósofos
antiguos, los mismos escépticos, tenían la verdad. Nosotros no tenemos
ni siquiera la convicción de haberla perdido", escribe Nietzsche.
Si en el corazón de la modernidad ya nada es verdadero, y todo está permitido,
Nietzsche ve en los maestros de la sospecha a los filósofos del futuro
—los que saben que el ojo derecho desconfía del izquierdo, los que por
un momento deben llamar tiniebla a la luz, los que descubren el engaño—.
El filósofo del futuro es, para Nietzsche, el médico de la cultura, el
intérprete y crítico del mundo: el que sabe del poder de la memoria, el
que para crear recuerda y se opone al veneno lento del olvido.
Ahora bien,
el trabajo de interpretar, de reconstruir, de descubrir una cultura detrás
de sus obras, siempre implica la crítica de su moral.
En mi peregrinación a
través de numerosas morales, más delicadas y más groseras, que hasta ahora han
dominado o continúan dominando en la tierra [escribió Nietzsche] he encontrado
ciertos rasgos que se repiten juntos y que se coligan entre sí de modo regular:
hasta que por fin se me han revelado dos tipos básicos, y se ha puesto de
relieve una diferencia fundamental. Hay una moral de los amos y una moral de los
esclavos —me apresuro a añadir que en todas las culturas más altas y más
mezcladas aparecen también intentos de mediación entre ambas morales, y que con
mayor frecuencia aún aparecen la confusión de las mismas y su recíproco
malentendido, y hasta a veces una ruda yuxtaposición entre ellas— incluso en el
mismo hombre, dentro de una sola alma.
Milan Kundera
escribe que Nietzsche, al rechazar la construcción de un sistema filosófico,
cambió a fondo la manera de filosofar: "tal como lo definió Hannah
Arendt, el pensamiento de Nietzsche es un pensamiento experimental. Su
primer impulso es el de corroer lo que estaba inmovilizado", escribe
Kundera, "socavar sistemas comúnmente aceptados, abrir brechas para
aventurarse en lo desconocido: el filósofo del porvenir será un experimentador;
libre de ir en distintas direcciones que pueden, en rigor, oponerse".
En efecto, Nietzsche se despoja de la tentación de describir todas las
consecuencias de sus ideas; de prever todas las objeciones y de rechazarlas
de antemano; de atrincherar así sus ideas.
El que piensa [anota
Kundera] no debe esforzarse en convencer a los demás de su verdad; en tal caso
se encontraría en el camino de un sistema; en el lamentable camino de "el hombre
de convicciones"; a algunos hombres políticos les gusta calificarse así; pero
¿qué es una convicción? Es un pensamiento que se ha detenido, que está
inmovilizado, y el "hombre de convicciones" es un hombre limitado; el
pensamiento experimental no desea persuadir sino inspirar; inspirar otro
pensamiento, poner en marcha el pensamiento. Las convicciones son enemigos de la
vida más peligrosos que las mismas mentiras.
Al rechazar
el pensamiento sistemático Nietzsche lleva a cabo una de las más profundas
transformaciones de nuestra cultura, quiero decir, lleva a cabo una inmensa
ampliación temática. Rompe las barreras entre las distintas disciplinas
filosóficas que impidieron ver el mundo real en toda su extensión y a partir
de ese momento cualquier cosa humana puede convertirse en objeto del pensamiento
de un filósofo. "Esto también acerca la filosofía a la novela",
escribe Kundera, "por primera vez la filosofía no reflexiona sobre
la epistemología, la estética, la ética, la fenomenología del espíritu,
sobre la crítica de la razón, sino sobre todo lo que es humano".
Los historiadores o los
profesores, al exponer la filosofía nietzscheana [continúa Kundera] no sólo la
reducen, cosa que ya se da por supuesta, sino que la desfiguran al convertirla
en lo opuesto de lo que es, es decir en un sistema. ¿Queda espacio todavía en
ese Nietzsche sistematizado [se pregunta el escritor checo], para sus
reflexiones sobre las mujeres, los alemanes, Europa, Bizet, Goethe, el
kitsch victorhuguesco, Aristófanes, la levedad del estilo, el
aburrimiento, el juego, las traducciones, el espíritu de la obediencia, la
posesión del otro y sobre todas las variantes psicológicas de esa posesión,
sobre los sabios y los límites de su espíritu, sobre los Schauspieler,
los comediantes que se exhiben en el escenario de la Historia?, ¿queda espacio
todavía para las mil observaciones psicológicas, que no se encuentran en ningún
otro lugar salvo tal vez en la obra de algunos escasos novelistas? Del mismo
modo que Robert Musil acercó la novela a la filosofía, Nietzsche acercó la
filosofía a la novela.
¿Quién, sino
Nietzsche, trajo al psicoanálisis una de sus ideas más complejas, más refinadas
y polémicas? Me refiero a la idea de Trieb, es decir: una palabra alemana
que designa el mundo de las pulsiones humanas, que los traductores al francés,
al inglés o al español tradujeron como instinto, un término de la biología del
siglo xix que nada tiene que ver con las pulsiones o las pasiones. Freud mismo
decía que el concepto de Trieb era una parte de su propia mitología, la
que le había permitido imaginar el aparato psíquico.
El ideal nietzscheano
de la cultura implica la creación de un nuevo orden de vida en el cual
se integren para beneficio del hombre los aspectos desconocidos tanto de
la naturaleza como de sus propias pulsiones. Era necesario hundirse hasta
el fondo en lo que la civilización judeo-cristiana llamaba el Mal, tanto
en la investigación de la naturaleza (las ciencias de la física, la química,
la biología) como en las de la condición humana (medicina, psicología,
filosofía, historia) y, sobre todo, en la ciencia en general del hombre,
aquella que, más que cualquiera otra, construiría el modelo de su existencia
y de sus proyectos en la última instancia de ubicarlo plenamente en el
mundo: la estética, las artes.
Un conflicto,
si se quiere, como en el mito fáustico —o en sus antecedentes griego (Edipo)
y hebreo (Job)— entre lo divino y lo demoniaco, entre lo apolíneo y lo
dionisiaco, entre la salud (lucidez) y la enfermedad (demencia). Si se
rompía el orden divino anterior, al cual el hombre se había asimilado y
subordinado, la noción y función del hombre cambiaba tanto en su vida social
como en su orden íntimo, y se tenían que crear otras. Desligado de Dios
y del orden sagrado, crítico de la sociedad y su orden mercantil, Nietzsche
se encontró solo frente a las utopías y el infierno que descubría y creaba
en su búsqueda. Al contrario del Fausto, que espera el terrible castigo
de Dios, sin la redención del Eterno femenino (Goethe) o del Dios bienhechor
(Calderón), Nietzsche se encuentra atado al demonio de la cultura con todas
sus implicaciones.
A finales del
siglo xx, ¿qué nos queda de Nietzsche? Al oponerse a la cultura dominante
de su época, al entregarse a investigaciones, dudas y valores que los demás
no comparten, Nietzsche paga un precio interior: comienza a amar, a sentir,
a pensar, imaginar, a apetecer de un modo diverso, complicadísimo y aislado.
La conciencia ya no se limita a sufrir lánguida y pasivamente los rigores
de la crisis, se convierte en un permanente motor de crisis. Y sin duda
encontró que los episodios de la vida más enconados y plenos son los del
riesgo y el peligro; sobre todo al borde de los abismos mentales, cuando
la cabeza afiebrada ya perdió las riendas de la razón y se abre paso hacia
su solución más trágica, a través de sombras y delirios fríos, con una
lucidez demente y espeluznante, como una luz de plata. Para Nietzsche,
provocar la crisis interminable en la conciencia equivale a la producción
de obras que pongan en crisis a la persona que tenga contacto con ellas.
Pero quizá su lección más permanente sea ese aforismo de sus notas póstumas,
que Nietzsche escribió unos meses antes de hundirse en la locura: "Hay
que redimir a los hombres de la venganza. Nadie tiene derecho de vengar
en los demás lo que sus padres o sus abuelos hicieron con él". Nietzsche
sabía que nuestra sed de venganza es una cadena infinita de humillados
y ofendidos que buscan humillar y ofender a los demás y librarse de las
humillaciones y las ofensas anteriores con otras todavía más atroces.
José María Pérez Gay
|