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I
Te levantas aún adormilada. Después de una ducha te pones la ropa: no puede faltar el color oscuro, tu preferido. Desayunas de prisa, otra vez el tiempo te presiona, te ahoga. Viajas rumbo al trabajo. El metro, a diferencia de otras veces, ofrece cierta comodidad: subes al vagón sin molestias. Te tranquiliza saber que es jueves. Miras el periódico que lee un pasajero. De pronto recuerdas que ese día tienes una invitación a comer. Te molestas, no te explicas cómo pudiste aceptar esa cita, te recriminas por haber dicho que sí, por haber proporcionado tu número telefónico, por permitir que ese hombre, por lo menos quince años mayor que tú, charlara contigo. La calma ha terminado: piensas cómo rehuir al compromiso, decides llamarle para cancelar, o de plano no asistir y así entenderá que no quieres verlo, te vuelves a reprochar tu estupidez. Llegas al trabajo apresurada, pero con tres minutos de retraso. Aumenta tu enojo. Y luego las mismas caras, la misma rutina y la misma petición de tu jefe: trabajar más para incrementar la ventas y evitar el despido. El trajín laboral arrebata por unas horas tu preocupación. Al acercarse la hora de la comida vuelves a dudar: ¿asistir o no?
Decides acudir
a la cita. Llegarás tarde para que el destino marque tu suerte: si él no
te esperó ya no tendrás que verlo nuevamente. Después de media hora, sorbes
la última taza de café mientras él, Sergio, pide la cuenta. Aceptaste tu
destino. Te despides con un beso en la mejilla y con la promesa de verlo
tres días después. Piensas que no estuvo mal, que es agradable, que no
es feo y además tiene dinero. Decides aprovechar su interés y salir con
él varias ocasiones para conocer buenos lugares.
II
Te acomodas
el cabello y te pones un poco del perfume que Sergio te regaló. Sales apresurada,
no quieres llegar tarde. Nunca imaginaste que durarías tanto tiempo con
él, hace ya dos meses desde la primera cita. Te subes a su auto, lo besas,
te encanta el aroma de su loción. Por primera vez te propone ir a un hotel.
Bajas la mirada y no respondes. Entran a la habitación. Te pide que no
estés tensa, que él te cuidará, que no te lastimará. Lo miras sonrojada,
tus ojos lanzan inocencia. Él te besa, te desnuda, te acaricia. Se desviste.
Ya sin ropa, recorres su cuerpo con tus labios y mordisqueas su vientre,
sus piernas, su sexo. Escuchas su gemido y un qué calladito te lo tenías.
Le pides que se ponga boca abajo, él lo hace. Aprovechas para abrir tu
bolsa, sacas una pistola y la colocas en la cabeza de Sergio. Le pides
que con su cinturón comience a golpearte. Lo ves temblar y obedecer como
esclavo. Le ordenas que pegue más duro. Le pides que grite que le gusta.
Lo escuchas y te excita. Lo acuestas, lo pellizcas, lo muerdes, él sangra
y con tu lengua expandes ese líquido vital en su cuerpo. Observas que su
sexo está flácido, le colocas el revólver en la frente y le pides que se
excite. Tarda en tener erección, lo ayudas. Por fin te montas sin dejar
de apuntarle con el arma. Le gritas que te pegue, le entierras las uñas,
él sangra más y tu placer crece. Cabalgas aprisa, aparece tu orgasmo, tu
vista se nubla, pierdes el control y disparas.
III
Llegas a laborar. Te ven con compasión, con solidaridad, con admiración, con ganas de ayudarte. Se han enterado, eres noticia nacional: eres la joven violada por un sádico, que mataste en defensa propia, eso dicen los periódicos. Saludas. Entras al baño y te ves en el espejo, recuerdas que mañana tienes una cita con el reportero que te entrevistó ayer. Ya no dudas: todo lo dejarás en manos de la suerte.
Jorge Enrique Escalona
Ciudad de México. 1962. |