renglones torcidos       


La otra esperanza
Patricia Romana Bárcena Molina



          Se consumen lentamente los últimos leños en la hoguera, el frío traspasa la gruesa manta de lana que cubre sus cuerpos mientras el viento sacude las ramas de los pocos árboles pelones y secos. Tendrán que esperar a que pase la madrugada y el sol caliente sus pies para seguir su camino hasta llegar al río. “La esperanza es lo último que muere”…Pero Esperanza murió hace más de cuatro años y no dejó nada para ellos, sólo su recuerdo. Su padre es la historia repetida en tantos y tantos niños de México, ausente sabe Dios desde cuando.

          Ellos aprendieron a trabajar, por eso forman parte de esta aventura. Aunque no fueron a la escuela saben el valor de las monedas y la forma de obtenerlas: barrer pasillos y patios, lavar coches elegantes, hacer mandados, cargar bultos, acomodar cajas y verduras en el mercado…Son hombrecitos, pueden tragarse las lágrimas que intentan brotar ante el mal trato de la vida y de la gente. Van camino al río grande donde otros niños como ellos han cruzado la frontera del desamparo. Si tienen suerte pasarán al alba, pero si los detiene la Migra y los manda de regreso, terminarán deambulando por las calles, cuando se cansen del trabajo en el mercado o cuando algún chamaco malhora les enseñe a volar con el olor del cemento, para olvidar tanto desprecio y tantas ganas de comer sabroso en una mesa propia, con mantel y con florero. Serán rateros o delincuentes, adictos al alcohol o a las drogas, portadores de virus y de microbios; serán lo que Remigio presiente y no quiere. El amor de hermanos los ha salvado, se han sabido cuidar uno al otro y defender del hambre que hace chillar las tripas, porque aprendieron a estirar la mano igual que lo hacía Esperanza. Del otro lado las cosas son distintas…Bueno, eso les dice el hombre que se los lleva: “si logramos cruzar tendrán trabajo bien pagado”. Allá la gente se comporta de otra forma, los parientes se unen y se ayudan, no como acá que el pez gordo se come al que le cabe en la boca”.

          Después de que murió Esperanza ya no les quedó nada. Ella los quería a su manera, no pudo darles más que pan y café por las mañanas, pero estaba con ellos y los llevaba a todos lados. Si le daban trabajo en alguna casa, los dejaba encargados y guardaba la comida que le ofrecían, para llevársela a sus chiquillos panzudos y flacos.

          Se murió muy feo, la empujó un camión de pasajeros. El golpe le reventó los pulmones y le sangró la cabeza; Fidencio detuvo a su hermanito del brazo y lo apretó fuerte, para que no se echara a correr detrás de Esperanza, le dio mucho miedo acercarse porque después de que el camión se siguió de largo, un hombre gritó: “ella tuvo la culpa”, así que no dijo que era su madre y que la amaba. Se quedó sentadito en la banqueta sin soltar a Jacinto. Cuando la gente se apartó de Esperanza, ya tenía la cara tapada con su rebozo lleno de sangre y de tierra. En ese momento Fidencio supo que estaba muerta, y escondiendo un dolor que nunca había sentido, le dio la espalda para evitar que su hermano descubriera la terrible pérdida. Luego, llegó una ambulancia con la sirena apagada y se llevó el cuerpo. Los niños no regresaron al cuartito de láminas que ella había improvisado cerca de unas vías abandonadas. Por el rumbo no supieron qué fue de ellos. Ni un alma que los reclamara. En su pueblo…nadie supo nada.

          Se quedaron en la calle con otros chiquillos para no sentirse solos, pero en la noche Fidencio se fue para el mercado, se acurrucó con su hermanito junto a las puertas cerradas. Por la mañana pagaron un peso para entrar a los baños y lavarse la cara como les enseñó Esperanza. Gracias a Dios no se apartaron de ese lugar porque ahí los encontró Remigio, el dueño de un puesto de verduras que les dio de comer a cambio de que lo ayudaran. La mercancía llega revuelta y sucia de la Central, hay que limpiarla, acomodarla, sacarle brillo para venderla más cara. Fidencio y Jacinto se hicieron serviciales con Don Remigio y su señora, ellos tenían seis hijos ya grandes, dos se habían ido para el otro lado y les iba muy bien. Cuando Remigio descubrió que los niños no tenían padres y que dormían en las puertas del mercado, se los llevó a su casa para darles cobijas y cama; la esposa no se opuso, la verdad ni le estorbaban, al contrario, eran ayuda y compañía para los viejos. Y ni como mandarlos a la escuela, para eso no alcanza el dinero, aunque sea de gobierno sale muy cara: libros, cuadernos, cuotas, zapatos…No hay para eso. Les dieron techo y trabajo, a veces, eso es más que dar escuela.

          Fidencio creció y se sintió atrapado, así que un día agarró a Jacinto y se lo llevó a la calle con los chamacos grandes, con los que limpian parabrisas en las esquinas, con los que sacan buen dinero si se ponen listos; los que duermen bajo los puentes y destapan coladeras para esconderse del frío, los que ya no resulta extraño encontrar por toda la ciudad.

          Al principio Fidencio la pasó muy bien, disfrutó por primera vez una libertad sin miedo, pero no tardó en regresar al mercado porque Jacinto, que sólo tenía siete años, empezó a oler estopas mojadas en thinner, y se reía muy raro, como si estuviera Esperanza todavía con ellos.
          Fidencio le preguntó:
          -¿Quieres que nos váyamos con el Remigio otra vez?
          -Pos sí. Le contestó Jacinto.
          -Órale, vámonos pa’llá.

          Se presentaron en el puesto de verduras como si nada hubiera pasado. Remigio abrazó a Jacinto y lo cargó, igual que hacía con sus nietos, le preguntó si quería quedarse, y él le contestó que sí.
          -Entonces, tú vete si quieres. Le dijo a Fidencio. Y regresas cuando tengas ganas de trabajar.
          -Ya tengo ganas, Remigio.
          -Si de veras tienes muchas ganas, agarra la cubeta y ve a la llave por agua. Aquí no se ha lavado el piso desde hace varios días.
          -Sí, señor. Contestó Jacinto.

          Remigio no les preguntó dónde habían estado, sólo pensó que lo mejor sería mandarlos, cuanto antes, para el otro lado. Cuando se fueron sus hijos él se resistió mucho, decía que allá se los iban a matar, como les sucedía a muchos que se iban de mojados, que se olvidarían de sus padres y un buen día acabarían en una guerra. Remigio sentía tirria por los americanos, pero después de ver a tanto chamaco drogado y perdido por las calles, no le quedó más remedio que aceptar que aquí las cosas no iban a cambiar para los niños sin dueño. A la gente no le asombra ni le preocupa verlos en la calle. Nadie se pregunta lo que será de ellos. Él sí sabía muy bien lo que les pasa, había visto a muchos transformarse en delincuentes y, con la frialdad del corazón que nadie les calentó, cometer los actos más viles de los que es capaz un ser humano, cobrando a un precio muy alto la deuda que la sociedad tiene con ellos. Es un círculo vicioso que Remigio entendía perfectamente sin haber estudiado una maestría en Sociología o un doctorado en Educación. Él vivía la realidad, no la veía por televisión. Así que buscó la manera de sacar a los niños de la ciudad. Se comunicó con su hijo Antonio, le explicó las cosas y le pidió ayuda. Tony se comprometió a recibir a los niños y acomodarlos por allá en la pizca del algodón, donde él empezó cuando llegó a los Estados Unidos; quedó en mandarle al Padrino, un coyote que pasa a la gente por Laredo, y cobra hasta que ya está del otro lado, no como otros que le sacan el dinero y la abandonan en el desierto.
          Cuando llegó el mentado Padrino, Remigio alistó a los niños y le dijo:

          -No son nada mío, los recogí del mercado, no hay quien vea por ellos, tú sabes si los ayudas o los dejas por ahí a su suerte. Mi hijo es de palabra, si se los llevas te va a pagar bien.
          -No tenga pendiente don Remigio, a los niños los reciben muy bien los gringos, ¿No ve que los suyos no sirven más que pa’la droga o pa’matar gente inocente?
          -Cómo se nota que no vives en la ciudad de México, acá es donde está dura la droga para los niños, por eso me urge que te los lleves. Le contestó Remigio. Luego agregó.

          -Nunca había visto tan bonitos a los chiquillos, ni modo que se queden aquí, pa’como están las cosas no tardan en entrarle a la droga. Yo ya estoy viejo para andar al pendiente. Una vez se me escaparon y gracias a Dios regresaron solitos, porque si no cómo los encuentro…Se van sin conocer su patria ni su historia, yo tampoco fui a la escuela pero me tocaron otros tiempos. Ojalá lleguen con bien. ¡Ya váyanse!, porque pue’que me arrepienta.


          Siguen dormidos bajo la manta de lana, se apagó totalmente el fuego, les tiemblan los huesos por el frío, no saben a dónde van. Un hombre los encontró desamparados y otro se los lleva lejos de la patria que no tuvieron, de la escuela a la que nunca fueron, de la madre que no tiene tumba, del padre que no recuerdan y de la familia que extinguió la pobreza; lejos del águila parada sobre un nopal devorando a una serpiente, del Templo Mayor, de las Pirámides de Teotihuacan, del Palacio de Bellas Artes y del Castillo de Chapultepec.

          Un hombre con visión de profeta intentó cambiar el destino a su voluntad, con la única intención de salvar a dos niños, pero sólo Dios sabe si en su afán les traerá más mal que bien.



Patricia Romana Bárcena Molina
Subdirectora de al margen . net
Estado de México.
Maestra en educación especial. Directora del Colegio Vallarta Arboledas
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mayo
2004