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Con este Manifiesto -como el mismo autor lo presenta- comenzamos la primera
de tres entregas en las que Alejandro Rozado reflexiona desde poco antes
del atentado del 11-S, acerca de los rasgos y el destino de la civilización
occidental.
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Hay que darse valor para hacer esto.
No es posible callar, irse al silencio,
y es tan profundamente inútil hacer esto.
Es doloroso hablar. Más doloroso,
más difícil aún, callarse a tiempo, (...)
J.
E. Pacheco |
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1
La única filosofía que es pertinente en los tiempos que corren es la poética
de la historia; con ello quiero decir que hay un qué, un cómo y un para
qué hacer algo específico con sentido en la presente etapa de la vida humana.
Se trata, en concreto, de que la percepción intuitiva del artista profundo
se avoque a captar el sino histórico que rige la vida contemporánea (que
no es otra que la noche de la civilización occidental), con el único fin
de no salirse de la ruta trazada por la decadencia misma y su fin inevitable.
2
Cada etapa de una gran cultura exige a los hombres las tareas que realicen
las potencialidades espirituales de la sociedad. Así ha ocurrido cumplidamente
con Occidente, capítulo tras capítulo sin interrupción alguna, hasta llegar
al momento de su agonía y su muerte histórica. La fase senil de esta civilización
reduce al hombre actual a dos grandes opciones: a) sumarse a las fuerzas
y enormes recursos destinados a mantener al gigantesco cadáver con vida
artificial a costa de aniquilar por completo lo que quede de vida espiritual;
ello implica agregarse al aparato global de destrucción, adherirse a la
economía de “libre mercado” y de especulación financiera, a la democracia
política, a la rebatinga de ofertas religiosas, a la impunidad de los medios
masivos de comunicación para vender un patrón de noticias conveniente que
se hace pasar por “verdad objetiva”; sumarse, en fin, a la gran farsa de
histeria social que pretende confiar en la superación y el crecimiento
personal donde no hay substancia subjetiva para ello. O bien, b) incorporarse
a las fuerzas éticas que apuntan hacia el desmantelamiento de la destrucción,
hacia el desenmascaramiento del “progreso sin límite” y sus secuelas catastróficas
en el planeta, hacia el pronóstico documentado de la muerte paulatina,
fatal y próxima de la civilización que nos ha tocado vivir.
3
Quienes opten por la democracia social y política, por la paz y el Estado de derecho, quienes abracen la lucha ecológica o el rescate de los valores pre-modernos o de las minorías sociales –por mucho que simpaticemos con ellos-, tienen la batalla perdida. El destino ya decidió. Las fuerzas históricas se inclinaron a favor de la muerte como última fase natural y orgánica de lo que ha sido Occidente. Luchar por detener y revertir la impiadosa rueda de la historia significa estar fuera de toda oportunidad de participar con sentido en la sociedad. Situación que ya ocurre, por otro lado, a quienes han decidido encerrarse en el pequeño círculo de “lo privado”, esperando con triste resignación ser devorados por el musgo y las telarañas que invaden al hueco del ser.
4
La cultura occidental se ha realizado históricamente. Su espíritu colmó
todas las áreas de la vida humana. Desarrolló una visión del mundo, una
ciencia correspondiente, una organización económica, social y política
que ha culminado en la existencia real y legal del individuo y sus prerrogativas
(derechos individuales, respeto a la ley, libre mercado, democracia política,
progreso técnico...). Al mismo tiempo, ha comenzado un proceso irreversible
de deterioro de estos mismos logros; el individuo va perdiendo su subjetividad
y entregando su alma y vitalidad a los grandes aparatos del totalitarismo
democrático: la burocracia política, las grandes corporaciones internacionales
del dinero, la ubicuidad del crimen organizado, y la ubicuidad aun mayor
de los medios masivos de comunicación. Al grado tal de que hay zonas completas
del planeta en que literalmente no queda viva un alma: sólo deambulan por
calles y edificios gente chupada de su savia creativa y espiritual.
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Los grupos de individuos descontentos –por numerosos que sean- concentrados
en organizaciones no gubernamentales o partidos políticos de izquierda
y ecologistas, reflejan ya esa falta de subjetividad. Sus luchas, honestas
y bien intencionadas en su mayoría, terminan por degradar la vida pública
y privada tanto como las empresas de la destrucción. Acaban por tomar medidas
espectaculares y de escándalo que sólo revelan su desesperación. Por más
que la protesta cívica se ufane de creatividad, los manifestantes desnudos,
los crucificados, los que untan mierda en el rostro del pequeño funcionario,
la quema de efigies y banderas, los bloqueos y enfrentamientos callejeros,
etc., más que una pluralidad viva, denotan una triste subordinación al
gesto publicitario, la nota que da fama efímera como única manera de sentirse
vivos: “Me ven, luego existo”. Las organizaciones de la llamada “sociedad
civil” han dejado de ser sujetos.
6
Los únicos aún dotados de esa fuerza subjetiva son los seres poéticos,
verdaderos herederos de los motivos más genuinos de sobrevivencia. Los
demás luchadores sucumbirán en meros empeños contestatarios y su esfuerzo
será inútil históricamente. Por supuesto que, si de ganar se trata, la
estirpe de los poetas está igualmente perdida: el fin de Occidente es el
sello de nuestros tiempos y no es posible salvarlo. ¿Construir los embriones
de un mundo nuevo? Eso no nos compete ahora. La noche de la civilización
será larga, durará todavía algunos siglos. Lo que nazca ulteriormente –si
es que nace- dependerá de circunstancias ajenas a nosotros e impredecibles.
Sólo la praxis poética puede amacizar la subjetividad histórica del individuo.
Porque la poesía verdaderamente significativa es incorruptible. Lo supieron
desde siempre los románticos, los malditos y los surrealistas. Decaídas
las grandes religiones y aplastados los voluntaristas proyectos de transformación
socialista, la poesía es la única dimensión sagrada que le queda al ser
humano, pero no para salvarse –insistimos, no hay escapatoria-, sino para
dar sentido histórico a la vida contemporánea.
7
Apostarse en el mundo poético no significa dedicarse a versificar la vida.
Estar en dicha dimensión es el resultado de un largo proceso después del
cual se van fusionando las tareas del filósofo, el científico, el luchador
social, el historiador, el sociólogo, el poeta e incluso el profeta. Proferir
la gran caída, hacer uso de la palabra magnética para nombrar el extremo
a que está llegando la época, implica vivir en el centro de nuestra extrema
existencia sensible, representa una manera condensada de responder al falso
optimismo del progreso, al utopismo revolucionario que se reedite y se
encuentre en boga, a la ingenuidad trágica del ecologismo o a la predecible
violencia del cafre pendejo; significa asumir el desencanto del mundo sin
azotarse como víctima; aceptar la jodidez de la vida que nos toca, sin
las flaquezas del fanático o del supersticioso de pacotilla que no puede
soportar con virilidad los tiempos que corren. Desde la terraza del mundo
poético se forja un ser macizo, templado por las viejas luchas radicales
–sus logros y fracasos-; y ese ser no puede más que ser pesimista. Pero
el pesimismo es la única actitud humanista posible hoy en día; es un pesimismo
activista –como diría Victor Frankl- incansablemente crítico y apasionado.
La única manera sensata y vital de moverse en la decadencia. ( “Pesimismo
de la inteligencia, optimismo de la voluntad”, Antonio Gramsci.)
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Como los poetas son depositarios del verdadero poder de la palabra insobornable,
ellos están destinados a poner sus mejores recursos (su sensibilidad privilegiada,
su individualidad más radical, su entrega lúcida y apasionada a las mejores
causas y hombres del pasado) al servicio de la tarea que ahora nos corresponde:
desencubrir la destrucción. Los poetas serán de lo más peligroso y perturbador
para el orden establecido, y serán deliberadamente ignorados o, en su defecto
cooptados, y hasta perseguidos, precisamente porque sus voces serán escuchadas
y respetadas a fondo. Porque revelarán una realidad ineludiblemente agónica
que nos compete a todos encarar con entereza.
9
Descubrir lo que nos toca hacer en este tiempo nocturno implica una alta
conciencia vigilante que mire con suma atención y cuidado a la historia.
Estamos obligados en este último tramo de la vida a ser insomnes conscientes
de lo que decae. Aquella concepción hegeliano-marxista de la libertad como
“conciencia de la necesidad” es aún honda y vigente, pero ya no nos basta;
sobre esta condición básica se levanta la posibilidad de optar ante un
margen de acción concreto. Lo necesario y lo posible: he ahí la tensión
histórica de la libertad humana. El poema está llamado a encarnar esta
realidad contradictoria, pues ha dejado de ser un objeto estético e, incluso,
una provocación social. Lo que realmente distingue al poema de la era actual
es ser una experiencia viva como nunca que es capaz de convertir nuestra
fatalidad en un acto libre. Cierto, el margen de elección en que nos colocan
las fuerzas de la necesidad histórica es muy reducido: o le entras o no
le entras. O te incorporas –obediente o no tanto, da igual- a un ámbito
en que el aparato internacional de la destrucción te oprime fisiológica
y espiritualmente hasta el pozo de la depresión y la pérdida del sentido
de la vida; o bien, constituyes otro frente de lucha que no tiene posiciones
geográficas ni ambiciones políticas de poder alternativo alguno, sino que
se pertrecha desde un nivel mayor de conciencia: el nivel poético, aquel
que puede dar una prolongada batalla contra ese gigantesco engranaje. Una
batalla, fundamentalmente estética y moral, ni más ni menos que por la
muerte: o una muerte neurótica e insensible hasta en sus últimas horas,
o una muerte sensata y pertinente para la historia de la cultura occidental.
10
Desencubrir la destrucción, desmantelar sus premisas e imágenes, denunciar sus mentiras, desnudar su hipocresía, significa un desafío emocional contra el pragmatismo, e implica al mismo tiempo conocer por dentro a la inmensa maquinaria del totalitarismo democrático: pasión y crítica simultáneas. Ello sólo se puede lograr con el poder poético de la palabra. Lo cual no significa una nueva edición del viejo anarquismo ni del terrorismo letal, tampoco es un llamado al eficaz pero también rebasado oficio del francotirador. Ni implica la convocatoria a la organización política partidaria (los partidos políticos finalizaron ya con su labor de fuerza social subjetiva). Del mismo modo, nuestro enfoque descarta la estéril violencia gestual como la del exhibicionismo gay o la propensión al escándalo de las vanguardias y otras minorías sociales que sólo fortalecen el modelo publicitario de “estar informados”. Arrebatarse mercados políticos es el mezquino papel que le ha tocado jugar a las organizaciones de la sociedad civil frente al cinismo de la élite poderosa que excluye a las mayorías empobrecidas de tener acceso a una cultura propia y creativa. Hoy como nunca es verdad aquella definición gramsciana de que el Estado = sociedad política + sociedad civil. Desencubrir la destrucción es ante todo el empeño de un nuevo sentimiento por la caída civilizatoria; conlleva la molecular conformación de una fuerza subjetiva eficaz de inmenso prestigio moral para la época negra que se avecina; la organización espontánea y consciente a la vez de una sociedad maciza que se movilice a nivel individual y celular alrededor de ese sentimiento. La soledad del ser humano deja de ser una calamidad y se convierte en un acto íntimo valeroso. Cada hombre o mujer sensible tiene que prepararse, volver al autodidactismo, estudiar historia para dimensionar el presente, leer y escribir poesía, activar el sensor crítico de la conciencia adormilada por los medios somníferos de comunicación, tomar café, volver a desarrollar la conversación inteligente, formar círculos estrechos de colegas y amigos que compartan el sentimiento de la decadencia, rescatar lo que valga la pena del estudio comparativo de las culturas y sus morfologías. Pero lo principal es que cada ser exiliado de su propia sociedad y de su pasado pueda darse la oportunidad de pelear su personal batalla –bajo las circunstancias y términos que uno escoja- contra la destrucción, con sólo dos condiciones: respetar la vida humana y no quejarse de la época que le tocó vivir. Eso sí tiene gran sentido: significa colocarse en la cresta de la ola histórica.
11
Ya pasó el esplendor de lo tardío. Las sinfonías alemanas que lo iniciaron
jamás imaginaron que el crepúsculo anunciado terminaría en holocausto.
Toca el turno a los profetas de la noche, la cual nos recibe, magnánima,
con sus enormes alas abiertas. Mirémosla de frente: su poder es enorme
y fascinante, pero no mayor que nuestra clarividencia. El horror que la
acompaña puede poseer todavía alguna belleza sorpresiva. Interroguemos
sus misterios. Quizá sus tinieblas algo nos revelen. Quizá nada. O acaso
seamos nosotros quienes nos revelemos a nosotros mismos. De lograrlo desarrollaremos
un modesto pero sanísimo temple crítico. Por eso nuestros párpados no se
pueden cerrar de noche. Porque somos los próximos insomnes. Portadores
de la vigilia poética que John Keats envidiaba a los astros, callados,
antiguos, presenciales, elocuentes con su enorme silencio.
Alejandro Rozado
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