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Cuando
la luz se va, escurridiza entre las esquinas de mi calle, soy yo el que
se apaga. Y es mi sombra la que grita al ver la luna nueva; el imposible
amasiato. Al abrir la puerta de la casa con su negra mano acciona el interruptor
encendiendo, soberbia, la completa oscuridad.
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El desperfecto eléctrico ocasionado por la tormenta nos sume a todos en la súbita inutilidad. No hay más labor que reconocer la casa camino a la cama, tocar las paredes y sus bordes, los huecos entre los mosaicos sueltos. La vela en la silla vierte su cera al piso como el siglo sus guerras en la gente. La flama estornuda, se agita inquieta en su monumento.
Con la cabeza en la almohada fluyen poco a poco recuerdos de la primera penumbra. No la del vientre materno, que suponemos, sino la de aquel lejano primer beso. Ese cerrar los ojos para siempre en un instante, buscando con los labios secos, contra el viento irrumpiendo en el salón de clases, un resquicio de humedad y de silencio. Fue la oscuridad total y despiadada, el útero cálido donde comenzaron a anidar todas nuestras aves.
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Las noches como esta son un verso sin resolver, un cuervo que camina por las teclas de un piano viejo, que avanza con su rumor de escolta calcinando con sus ojos las estrellas. En el pecho se hacina el miedo; de mirar atrás, de que se encienda la lámpara a la mitad del recuerdo.
Rafael Ortiz
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