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¿Aprendemos de las catástrofes? Diagnóstico y retrospectiva de nuestro
breve siglo XX es un ensayo que Jürgen Habermas leyó en la Universidad
de Magdeburgo. En su brillante trayectoria intelectual, Habermas ha tocado
todos los temas de nuestro tiempo, sus libros son la mejor prueba: El espacio
público, Conocimiento e interés, La ciencia y la técnica como ideología,
La lógica de las ciencias sociales, Cultura y política, Problemas de legitimación
en el capitalismo tardío, Teoría de la acción comunicativa, El discurso
filosófico de la modernidad, La herencia de Hegel, Perfiles filosófico-políticos,
El pensamiento postmetafísico, El discurso del Derecho: facticidad y validez.
En ¿Aprendemos de las catástrofes? Habermas ensaya su teoría del siglo
XX. Sus lectores pueden sorprenderse de la polémica con la idea de la globalización
y el neoliberalismo, de su imaginación utópica: el proyecto kantiano de
la solidaridad civil universal y la apasionada defensa del Estado social.
Este ensayo nos revela a un Jürgen Habermas no sólo atento a la quiebra del Estado nacional, sino a todos los problemas políticos internacionales y a los nuevos movimientos políticos y sociales. Habermas es, sin duda, uno de los intelectuales más destacados de nuestro tiempo.
I. Las continuidades poderosas
El
umbral del próximo siglo atrapa nuestra imaginación porque nos lleva a
un nuevo milenio. Este corte del calendario se debe a una cronología construida
por una historia providencial, cuyo punto cero es el nacimiento de Cristo
que, desde esa perspectiva, significó una interrupción en la historia universal.
Al final del segundo milenio los planes de vuelo de las compañías aéreas
internacionales, las transacciones globales de las bolsas de valores, los
congresos mundiales de los científicos, más todavía, los encuentros en
el espacio sideral, se ordenan de acuerdo con la cronología cristiana.
Pero estas cifras redondas, producto de la división de un calendario, no
explican los nudos temporales que son los mismos acontecimientos históricos.
Cifras como 1900 ó 2000 carecen de significado si las comparamos con los
datos históricos de 1914, 1945 ó 1989. Pero, sobre todo, los cortes del
calendario ocultan la continuidad de las tendencias —que vienen de muy
atrás— de una modernidad social, que pasarán intocadas el umbral del siglo
XXI. Antes de abordar la propia fisonomía del siglo XX quisiera recordar
las tendencias de larga duración que han recorrido el siglo, tomando el
ejemplo de (a), el desarrollo demográfico, (b) los cambios en el mundo
del trabajo y (c) el currículum del progreso científico y técnico.
A) Desde principios del siglo XIX comenzó en Europa un crecimiento vertiginoso de la población como consecuencia directa del progreso en la medicina. Desde mediados de nuestro siglo, este desarrollo demográfico —que mientras tanto se detuvo en las sociedades prósperas— ha continuado en el Tercer Mundo de manera explosiva. Los expertos no cuentan con un equilibrio antes del año 2030, con una población de diez mil millones de seres humanos. Vale decir, a partir de 1950 la población mundial se ha quintuplicado. Detrás de esta tendencia estadística se oculta, en efecto, una fenomenología rica en cambios.
A principios de nuestro siglo, el crecimiento explosivo de la población era percibido por sus contemporáneos como un fenómeno de masas. Pero aun entonces este fenómeno no era muy nuevo. Antes de que Gustave LeBon se interesara por la psicología de las masas, la novela del siglo XIX describió la concentración masiva de individuos en las ciudades y en los barrios, en las fábricas, las oficinas y los cuarteles, así como también la movilización masiva de trabajadores y emigrantes, de manifestantes, huelguistas y revolucionarios. No obstante, a principios del siglo XX por primera vez esas corrientes, organizaciones y acciones masivas se condensaron en fenómenos hegemónicos que dieron lugar a la visión, por ejemplo, de José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas. En las movilizaciones masivas de la Segunda Guerra mundial, en la miseria masiva de los campos de concentración, así como en las migraciones masivas de fugitivos y en el caos masivo de las displaced persons se despliega un colectivismo que se había anunciado en la imagen del Leviathan de Thomas Hobbes. En esa imagen, los innumerables individuos anónimos se han fundido en un macrosujeto todopoderoso y colectivo. Sin embargo, desde la mitad de este siglo se ha transformado la fisonomía de las grandes cifras. La presencia de miles de cuerpos reunidos y aprisionados en una marcha constante se ha transformado en la inclusión simbólica de la conciencia de muchos individuos en las redes de comunicación cada vez más amplias y abarcantes. Las masas concentradas se convierten en el público disperso de los medios masivos de comunicación. Las corrientes físicas de tráfico van en aumento: las redes electrónicas y sus puertos o conexiones individuales han transformado en un anacronismo a las masas reunidas en las calles y las plazas. En efecto, el cambio de la percepción social ya no se explica por la continuidad del crecimiento demográfico.
B) De igual modo se han llevado a cabo los cambios en el mundo del trabajo, en ritmos largos que trasponen el umbral de nuestro siglo. La introducción de métodos de producción que ahorran trabajo, vale decir: el aumento de la productividad es el motor de este desarrollo. A partir de la revolución industrial en la Inglaterra del siglo XVIII, la modernización de la economía ha seguido la misma secuencia. La masa de la población trabajadora que desde hace siglos laboraba en el campo se desplaza primero al sector secundario, la industria productora de bienes, luego al sector terciario, el del comercio, el transporte y los servicios. Mientras tanto las sociedades postindustriales han desplegado un cuarto sector, el del conocimiento, que domina muchas actividades y sectores, como las industrias high-tec, los bancos o la administración pública, que dependen de la afluencia de nuevas informaciones y, en el último tiempo, de investigaciones y avances en los sistemas de la informática. Todo esto se debe sin duda a una "revolución en el sistema educativo" que no sólo suprime el analfabetismo, sino que lleva también a una drástica ampliación de los sectores secundarios y terciarios. Mientras la educación superior perdía su carácter elitista, las universidades se convirtieron a menudo en los centros de la rebelión y del descontento político.
En el transcurso del siglo XX este modelo no ha cambiado, pero su tempo ha venido acelerándose. Desde principios de los años sesenta, Corea dio el salto de una sociedad preindustrial a una sociedad postindustrial, bajo las duras condiciones de una dictadura del desarrollo y en los años de una sola ronda generacional. Esta aceleración explica que un proceso tan conocido como la migración del campo a la ciudad haya adquirido, en la segunda mitad del siglo XX, una nueva y sorprendente cualidad. Dejando a un lado a China y al continente africano —del Sahara hacia abajo—, el violento salto productivo de la economía agraria mecanizada casi ha despoblado al sector agrario. En los países de la OCDE, la población activa en una economía agrícola altamente subvencionada alcanzó la histórica cifra de -10%. En la experiencia del mundo de la vida corriente esto significa una profunda ruptura con el pasado. Desde el neolítico hasta muy avanzado el siglo XIX la vida en las aldeas o los pueblos imprimió, sin duda, el mismo sello a todas las culturas, y se ha convertido ahora en una trampa dentro las sociedades industriales. La decadencia del campesinado ha transformado de raíz la relación tradicional del campo con la ciudad. Más del 40% de la población mundial vive hoy en las ciudades. Este proceso de metropolización destruye la ciudad misma, esa forma de vida urbana que se originó en la antigua Europa. Aunque la ciudad de Nueva York, el núcleo mismo de Manhattan, nos recuerde de modo incierto al Londres y al París del siglo XIX, las desbordadas regiones urbanas de la Ciudad de México y de Tokio, de Calcuta y Sao Paulo, de El Cairo y Seúl o Shangai han destruido para siempre las dimensiones comunes de "La Ciudad". Los desvanecidos perfiles de estas megalópolis que se multiplican desde hace dos o tres decenios nos dan la idea de una realidad que no entendemos y cuyos conceptos nos faltan.
C) Por último, una tercera continuidad es la cadena que forma el progeso científico y técnico y sus definitivas consecuencias sociales que avanzan a través de los siglos. Las nuevas materias primas y formas de energía, las nuevas tecnologías industriales, militares y médicas, los nuevos medios de transporte y comunicación que durante el siglo XX transformaron la economía, así como las formas de vida y del intercambio social, se debieron al conocimiento científico y los desarrollos técnicos del pasado. Los éxitos de la técnica, como el dominio de la energía atómica y los viajes al espacio, las innovaciones, como el descubrimiento del código genético, y la introducción de tecnologías genéticas en la agricultura y la medicina transforman nuestra conciencia del riesgo, nuestra misma conciencia moral. No obstante, esas conquistas espectaculares permanecen dentro de los mismos caminos trazados desde hace mucho tiempo. A partir del siglo XVII no ha cambiado nuestra actitud instrumental ante una naturaleza tranformada por la ciencia. Aun cuando nuestra intervención en la estructura misma de la materia sea más profunda que antes y nuestros avances en el cosmos más insólitos que nunca, no ha cambiado tampoco el modo del dominio técnico, la decodificación de los procesos naturales.
La vida diaria saturada de tecnologías exige de nosotros los legos, como siempre, un trato trivial con aparatos y sistemas que no entendemos, una confianza habitual en el funcionamiento de técnicas y redes de transmisión que ignoramos. En sociedades altamente industrializadas, todo experto se convierte en un lego frente a otros expertos. Max Weber había descrito ya la "ingenuidad secundaria" que nos domina cuando manejamos el radio de transistores, el teléfono celular, las calculadoras de bolsillo, los videocasettes y sus reproductoras o las computadoras portátiles. Quiero decir, la manipulación de aparatos electrónicos conocidos cuya fabricación resume el conocimiento acumulado de varias generaciones de científicos. A pesar de las reacciones de pánico ante el anuncio de desperfectos y peligros de estas técnicas y aparatos, la inclusión de lo que no entendemos en el mundo de nuestra vida diaria apenas se ha visto amenazada, en algunos momentos, por la duda que nutren los medios masivos de comunicación acerca de la confiabilidad del conocimiento de los expertos y de la gran tecnología. La creciente conciencia del riesgo no perturba la rutina diaria.
El perfeccionamiento de las técnicas de comunicación y tránsito tiene una importancia muy distinta para el cambio a largo plazo del horizonte de nuestra experiencia cotidiana. Los viajeros que emplearon, en 1830, los primeros ferrocarriles habían narrado ya sus nuevas percepciones del espacio y el tiempo. En el siglo XX, el automóvil y la aviación civil aceleraron todavía más el tráfico de personas y el transporte de bienes de consumo y redujeron también —de modo subjetivo— las distancias. Nuestra conciencia del tiempo y el espacio ha sido transformada de otro modo por las nuevas técnicas de transmisión, acumulación y procesamiento de datos e informaciones. En la Europa de fines del siglo XVIII la impresión de libros y periódicos contribuyó al nacimiento de una conciencia histórica global y dirigida al futuro. A fines del XIX, Nietzsche se lamentaba del historicismo de una élite ilustrada que todo lo convertía en presente. Mientras tanto, la separación entre el presente y un conjunto de pasados, que nuestra vista cosifica, se ha apoderado de las masas de turistas ilustrados. El periodismo masivo es también resultado del siglo XIX; pero el efecto "máquina del tiempo" que producen los medios impresos se ha incrementado por la fotografía, el cine, el radio y la televisión. La distancias espacio-temporales ya no se "superan": desaparecen sin dejar huella en la presencia ubicua de realidades virtuales. La comunicación digital supera finalmente a todos los otros medios en alcance y capacidad. Cada vez más individuos pueden obtener más rápido cantidades diversas de información, procesarlas e intercambiarlas simultáneamente a través de grandes distancias. Todavía no podemos apreciar las consecuencias intelectuales de Internet, que se opone de modo más decisivo a las costumbres de nuestra vida diaria que un nuevo aparato electrodoméstico.
II. Dos rostros del siglo
Las continuidades de la modernidad social que atraviesan el calendario del siglo nos enseñan de modo insuficiente lo que caracteriza al siglo XX. Por esta razón, los historiadores rigen la puntuación de sus narraciones más de acuerdo con los sucesos que con los cambios de tendencias o de estructuras. El rostro de un siglo va tomando forma por la irrupción de grandes acontecimientos. Entre los historiadores que todavía están dispuestos a pensar en grandes unidades existe hoy un consenso: al "largo" siglo XIX (1789-1914) le ha sucedido un "breve" siglo XX (1914-1989). El comienzo de la Primera Guerra mundial y el desmoronamiento de la Unión Soviética dan el marco a este antagonismo que atraviesa dos guerras mundiales y la guerra fría. Esta puntuación deja espacio, sin duda, para tres diferentes interpretaciones, de acuerdo con el mundo donde se sitúe al antagonismo: en el espacio de la economía de los sistemas sociales, en el de la política de las superpotencias o en el espacio cultural de las ideologías. La elección de esos puntos de vista hermenéuticos está determinada desde luego por la lucha de las ideas que han dominado el siglo.
En la actualidad la guerra fría continúa con los medios del trabajo historiográfico, no importa si la Unión Soviética desafía al Occidente capitalista (Eric Hobsbawm) o si el Occidente liberal lucha contra los regímenes totalitarios (François Furet). Ambas interpretaciones explican de uno o de otro modo un hecho: sólo los Estados Unidos salieron fortalecidos de ambas guerras en el mundo de la economía, de la política y de la cultura, más aún: son la única superpotencia que ha sobrevivido a la guerra fría. Este resultado le ha dado al siglo el nombre de los Estados Unidos. La tercera lectura es menos clara. Mientras se use el concepto de "ideología" en un sentido neutral detrás del título "la época de las ideologías" (Hildebrand) se esconde sólo una variante de la teoría del totalitarismo: la lucha del régimen refleja la lucha de las concepciones del mundo. El mismo título señala en otros casos la perspectiva —que Carl Schmitt definió— de una guerra civil universal: a partir de 1917 chocaron los grandes proyectos utópicos de la democracia y de la revolución universales —con Wilson y Lenin como sus representantes mayores (Ernst Nolte)—. Según esta crítica de la ideología —cuya filiación de derecha salta a la vista— la historia contrae el virus de la filosofía de la historia y se extravía de tal forma que sólo a partir del año de 1989 vuelve sobre las vías de las historias nacionales.
José María Pérez Gay
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