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"Todo fue muy rápido, bastaron unos cuantos años de la euforia del
espejismo petrolero, a fines de los setenta, a la certeza de que el modelo
de desarrollo que se había impuesto al país había llegado a su término
y ya no daba para más (lo que fue evidente en diciembre de l982). Hubo
que dejar de creer en milagros, en inmensas riquezas que aparecían de
pronto y nos aseguraban la solución definitiva de todos los problemas.
Milagro inmerecido, por cierto, ya que nunca fue resultado de esfuerzos
que el país hubiera hecho de manera constante y racional para generar la
riqueza que necesita México, ni para resolver los problemas que lo agobian.
De pronto pareció que todos los errores, la cadena interminable de absurdos,
incompetencias y miopías, no lo eran tanto y, en última instancia, quedaban
justificados por el resultado final: Un país cuyo reto era aprender a administrar
la abundancia. Poco después, la falsa ilusión y el triunfalismo de un México
imaginario se derrumbaron.El país que queda es otro."
Guillermo
Bonfil Batalla
(México Profundo)
México es un país con una enorme tradición histórica, un enorme tejido de culturas truncadas a partir de la conquista; culturas que tienen su propio pasado y su propia historia, y que han sido negadas o consideradas, exclusivamente, bajo la mirada y los patrones occidentales. De ahí la imposibilidad de que sean integradas al desarrollo nacional, que toma como modelo a las civilizaciones extranjeras. Este grave error es la causa fundamental por la cual México sigue siendo un país pobre, porque nunca se ha sumado la multiplicidad de su herencia cultural y, en cambio, se ha luchado contra ella para implantar patrones ajenos a sus formas reales de organización social. El camino no ha sido sumar esfuerzos sino agotar y devastar a los más débiles para el enriquecimiento de pequeños sectores de la población, que instalados en el poder deciden el destino del país. La educación, que es el motor que impulsa el avance y el progreso de un pueblo, ha sido descartada como estrategia de superación, y se mantiene al margen del proyecto de desarrollo nacional, tal vez porque la ignorancia es lo que permite manipular y explotar a las masas.
La pobreza en México es una tragedia. Todas las cifras que dan cuenta de la magnitud de este problema reflejan una situación alarmante. Sin embargo, las personas que la padecen no representan sólo una estadística: se trata de seres humanos que tienen un nombre y un rostro. Son personas que sufren, que padecen la terrible consecuencia de la marginación y que no merecen seguir en el abandono. Los estragos son mayores en los grupos que viven en la pobreza extrema, que sobreviven lo mismo en los centros urbanos que en las zonas rurales e indígenas.
Se trata de personas que luchan por subsistir en medio del analfabetismo y el hambre. Son hermanos nuestros, mexicanos que soportan las más precarias condiciones económicas, numerosos problemas de salud y una abrumadora falta de oportunidades.
Es un problema que ha crecido en forma desmesurada durante los últimos 20 años.
Como sociedad requerimos una visión de bienestar social. Desplegar esfuerzos contra la desigualdad y la pobreza es una tarea prioritaria que exige ser atendida, no sólo por razones económicas y políticas sino éticas. Este ejercicio debe ser un todo integrado, formar parte de las responsabilidades del gobierno y de la sociedad, en el entendido de que la cuestión social involucra no sólo al Estado sino al conjunto de la sociedad. Hoy debemos aceptar que México es un país pobre, que grandes extensiones de tierra no son aptas para un cultivo "moderno" y que otras se han erosionado y producen menos porque se explotaron de manera irracional; que las cosas han ido hasta el extremo de que nuestra agricultura no cosecha los suficientes productos básicos para alimentar a los mexicanos siquiera en el nivel mínimo indispensable. Crece nuestra dependencia por hambre: El país en el que se inventó el maíz importa maíz. La agricultura de exportación y la dedicada a producir insumos para la industria son inestables. En el primer caso, los precios internacionales y las restricciones de las importaciones en los Estados Unidos, el principal país comprador, colocan siempre un punto de interrogación sobre el futuro del mercado y con frecuencia provocan crisis agudas en diferentes productos, que deben solventarse con los apretados recursos financieros nacionales y casi siempre a costa de los consumidores mexicanos. Los cultivos para la industria, en un momento en el que el crecimiento industrial se estanca y cierra empresas, tampoco ofrecen perspectivas promisorias Esa agricultura inútil desplazó de las mejores tierras a los productos mesoaméricanos, que son la base de nuestra alimentación. Nuestras materias primas no son de fiar para el comercio exterior seguro y equilibrado; la demanda y los precios se mueven fuera de nuestro control y siempre en beneficio de los compradores, en un mercado regido por los Estados Unidos. La exportación de productos elaborados es limitada porque la industria mexicana no es competitiva a nivel internacional. Un intento ha sido aceptar maquiladoras. El país se vuelve maquilador a un ritmo alarmante.
Vendemos sólo la fuerza de brazos mexicanos para que otros se enriquezcan. Y la vendemos barata. Los dólares que remiten los braceros alivian en parte la situación de sus familias, pero el bracerismo no puede ser la solución de la economía mexicana, porque si aceptamos que lo es, debemos entonces aceptar la consecuencia política inevitable: declarar disuelto el país e integrarnos individualmente a la economía y a la sociedad norteamericana. Nuestra industria no está integrada para atender las necesidades básicas del mercado nacional. Se producen muchas cosas superfluas. ¿Cuánto se gasta en México para producir, promover y consumir alimentos chatarra, refrescos, bebidas alcohólicas, envases desechables? ¿Qué costo tiene en un país pobre crear un empleo industrial destinado a fabricar basura? Al tocar este punto no puede pasarse por alto una mención al papel que juega la publicidad como fuerza introductora para imponer modelos de consumo que, para decirlo en dos palabras, empobrecen y deterioran al consumidor: no sólo se gasta más de lo necesario en "alimentos" cuyos nutrientes se obtenían tradicionalmente a un costo varias veces inferior (las bolsitas con productos a base de maíz, frente a los tamales, las tortillas y el atole, por ejemplo), sino que se desvía una parte muy significativa del precario presupuesto familiar que tendría un mejor empleo aplicado a otros satisfactores. Por otra parte, la calidad y el precio de muchos productos nacionales, debido al torcido desarrollo industrial, no compiten con los productos extranjeros introducidos de contrabando y vendidos abiertamente en cualquier sitio; con lo que por una parte, se restringe el mercado para la producción nacional y, por otra, se incrementa la fuga de divisas. Esto, en un país que tiene tres mil kilómetros de frontera con Estados Unidos y un tránsito anual de millones de personas en uno y otro sentido. Los "circuitos informales" adquieren en este proceso una presencia abrumadora que las estadísticas no pueden reflejar; son, a la vez, vías de enriquecimiento rápido para unos cuantos y caminos alternativos para engañar la pobreza de la mayoría. Y dentro de la pobreza general, una desigualdad económica que debería resultar intolerablemente escandalosa. El despilfarro y el derroche más absurdos e insultantes frente a la incapacidad de atender las necesidades más elementales de millones de compatriotas.
¿Compatriotas?..¿Tendrán en verdad la misma patria los mexicanos que aseguran "su" bienestar mediante la complicidad con el Imperio Norteamericano? La crisis ha hecho más ricos a los ricos y más pobres a todos los demás. La crisis evidentemente produce pobreza, pero una pobreza pareja. En México los efectos no son iguales, aunque a fin de cuentas, es esa población mayoritaria la que paga las consecuencias en tanto una minoría se beneficia y se enriquece hasta el hastío. Aquellos que se han desligado de las comunidades indígenas y campesinas tradicionales, y se han enrolado como subalternos de la clase social "estable" o "política" son los que resienten en peores condiciones y con menos recursos los golpes de la crisis. Ahí es donde el desempleo alcanza los índices más altos y donde la dependencia exclusiva de la economía monetaria agudiza los efectos de la inflación y la dependencia de servicios sociales que se reducen para los contingentes urbanos marginados.
Ahí está la gran pobreza, en los que se vieron obligados a optar por la vida y el trabajo en el proyecto nacional, ellos son los primeros y los que más se ven excluidos y obligados a soportar las exigencias de la contracción económica; ellos, de cuyo trabajo y pobreza ha dependido el crecimiento ilusorio, son los que pagan las cuentas de la quiebra. Lo anterior no quiere decir, por supuesto, que los indígenas y campesinos tradicionales están al margen de la crisis, pues pagan también deudas que no contrajeron. La única diferencia, pero es una diferencia muy importante, es el margen de autosuficiencia que mantienen gracias a la orientación de la cultura que conservan. A pesar de la miseria común, en el asfalto hay menos con qué hacer frente a la crisis. Cada mexicano que nace, nace endeudado. La deuda externa resulta hoy inmanejable. Si se pagara, el país quedaría más pobre que antes de endeudarse. Los préstamos sirvieron para tapar baches, para enriquecer a la clase política y a la privilegiada, no para construir un camino nuevo y firme. La deuda no sólo hace inviable el proyecto actual de desarrollo económico, sino que coloca al país en una endeble posición para mantener los márgenes de decisión política autónoma. Las presiones del Fondo Monetario Internacional amenazan con encauzar la política económica hacia el objetivo único de pagar la deuda. Los problemas de México alcanzan un matiz dramático, no sólo por la pobreza que devasta día a día a la población suburbana y rural (que son la mayoría), también la contaminación atmosférica de la Ciudad de México y otras zonas urbano-industriales dejó de ser un peligro lejano. Es una realidad cotidiana cuya gravedad ya no se puede ocultar. Los daños de un capitalismo salvaje han creado el cáncer de las grandes ciudades, donde sus habitantes sufren los estragos. La agresión contra la naturaleza no se restringe al ámbito urbano. Se talan montes y selvas, se contaminan ríos y litorales, se destruyen recursos de la tierra y del mar, se extinguen especies y se alteran de mil formas los nichos ecológicos, que construyeron pacientemente la naturaleza y el hombre a lo largo de milenios, en un esfuerzo suicida que no tiene otra racionalidad que la mayor ganancia inmediata, a toda costa y muera lo que muera. Bajo la dirección de gobiernos irresponsables nos hemos vuelto espléndidos constructores de desiertos y agentes eficientes para destruir la vida en la tierra, en el agua y en el aire. La mayoría de los mexicanos vive una frustración generalizada por la quiebra de las ilusiones. Se cierran fuentes de trabajo cuando más de 800 mil mexicanos llegan anualmente a los l8 años sin perspectivas confiables, sin seguridad de que lo que hagan los llevará a una situación mejor. Sólo se buscan culpables y no soluciones. El debate político nacional se deshilacha por falta de pueblo. El pueblo herido se mantiene al margen. Las protestas están desgastadas por la crítica indiscriminada.Abajo todo lo que no se parezca a lo que quieren los manifestantes que, en la mayoría de los casos, son pagados y adiestrados por grupos de ataque que buscan la desestabilización. La Corrupción sigue ahí, con el fuero que le otorga una larga historia y la aceptación generalizada como forma de conducta admisible y esperada.
La burocracia instalada en todos los sectores gubernamentales, principalmente el educativo que mantiene al país en la ignorancia y la incivilidad. Esta es la pobreza actual de México.
Ante este terrible panorama parecen nulas las posibles propuestas. Se trata de un círculo vicioso en el que la inercia lleva la delantera. Imaginar a México como el país que no es ha sido el detonador de los proyectos encaminados hacia un mejor desarrollo económico. Por lo tanto, habrá que empezar por reconocer lo que México sí es. Cualquier acción debe tomarse desde adentro, no desde fuera, reconociendo las potencialidades reales. Tenemos recursos naturales variados, pero no tantos ni tan ricos, acaso suficientes para permitir una calidad de vida mejor para los mexicanos de hoy y del futuro previsible. Tenemos que considerar que los elementos naturales se convierten en recursos útiles a través de la cultura, y aquí coexisten múltiples culturas. La diversidad de maneras en que se entiende la naturaleza, el trabajo y la producción material, se debe a la presencia de dos civilizaciones diferentes; la mesoamericana y la occidental. Tal diversidad no debería ser un obstáculo: lo es porque se ha pretendido imponer una sola racionalidad económica y sobre todo porque se ha negado radicalmente la existencia de la otra. La solución implica entonces la aceptación inmediata de esas otras formas civilizadoras en las que la productividad no signifique mayor cantidad de productos terminados en el menor tiempo, sino la producción de elementos que satisfagan las necesidades básicas de la mayoría. Los conocimientos de las culturas mesoamericanas han probado su validez en la medida en que con ellos ha sido posible asegurar su subsistencia. Son conocimientos que abarcan todos los órdenes de la vida y que están necesariamente vinculados con maneras particulares de entender el mundo, esto es, forman parte de cosmovisiones específicas. Los conocimientos tradicionales constituyen un capital invaluable para todos los pueblos de México, y pueden transformarse en recursos para el país si se les reconoce y se les impulsa. México cuenta, antes que nada, para salir adelante, con su gente, con los mexicanos que a fin de cuentas constituimos la totalidad del país. Pero no como piezas intercambiables o recursos humanos aislados, sino como individuos de una sociedad determinada que posee una cultura específica. Una cultura con raíces propias e influencias que deben adaptarse a la realidad y no combatirla o negarla. El nuevo proyecto nacional debe tomar en cuenta que no puede partir de modelos pertenecientes a una civilización avanzada y desarrollada, sino partir de la base que somos un país atrasado y subdesarrollado, y que avanzaremos en la medida en que los cambios progresivos sean para la mayoría. No podemos permitir que la cultura occidental implante irracionalmente en México exigencias ajenas a nuestro contexto. Necesitamos producir bienes necesarios, sin caer en el consumismo; aprovechar el avance tecnológico para la producción, sin endiosar al maquinismo, y ver hacia occidente desde México y no a México desde occidente. Necesitamos educación de calidad, servicios médicos y asistenciales para todos, no para unos cuantos.
El gran capital que México tiene lo constituyen sus nuevas generaciones, que hoy por hoy no están siendo orientadas hacia la pluralidad y la democracia. El costo es altísimo porque la falta de educación y civilidad se revierten hacia la sociedad misma en la lucha por la subsistencia, mediante las formas más crueles de reclamar justicia, como son la delincuencia, la drogadicción, la apatía, la desolación y la autodestrucción.
Patricia Romana Bárcena Molina
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