|
La
espátula se desliza haciendo una distribución perfecta alrededor de los
noventa centímetros cuadrados de superficie. El niño espera el refrigerio
como el otoño una flor efímera, condenado a llegar hasta el fin del ritual
antes de partir a la escuela.
Su tatuaje es su pupitre, los amigos que lanzan ensalivados bodoques de papel con cerbatanas y el polvo de la tiza mancillando el verde de la pizarra. La princesa sigue sentada junto a la puerta del salón y lo mira desde su trono indiferente, como si fuera naturaleza muerta. El se esconde en la trinchera atemporal que es la infancia; un doceavo de siglo donde la memoria permanece quieta en espera del siguiente evento.
La bahía que para él es el colegio se llena de cuadernos con alas, lápices bicolores afilando su punta mientras bailan, gomas de borrar que arrasan con la oficina del director y los días de la semana calcados en un bloc, arrancándose como cuentas del rosario de mamá en sus interminables misterios.
Al sonar el timbre no hay misil más rápido que él cruzando el patio, diciendo adiós con ambas manos, chutando un balón que transita en el sentido opuesto, silbando al viento de las dos de la tarde una sonatina que recientemente ha inventado. No sabe que el país tiene llagas incurables, que sus habitantes caminan sonámbulos, con un miedo atroz de ser despertados. No conoce palabras como liquidez, inflación o bancarrota. No imagina que la vida dispara y hiere a veces.
En la noche, después de romper el record mundial de libación de licuado de plátano, se acuesta en su cama con la persiana abierta y se pone encima una manta que lo protege del frío y de los malos sueños. Una manta que se desgasta y se rompe cuando el crece, hecha de un material parecido a la inocencia.
Rafael ortiz
|