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Alejandro Rozado escribió en 2003 nuestra tercera entrega, donde redondea
y concluye sus reflexiones que comenzó un par de años antes.
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Hace un par de años redacté un manifiesto titulado La noche de la civilización (tesis por una decadencia histórica con sentido). Dicho texto cumplió una saludable función: reavivó mi entorno social. Amigos y familiares salimos de un cierto letargo para escuchar y leer con atención dicha proclama. Vale decir que el documento comenzó a circular en agosto del 2001 bajo el terrorista título de Destruir la destrucción, y aunque se trataba de un alegato poético de cara a la historia contemporánea era imposible disociarlo de los terribles acontecimientos mundiales acaecidos a partir del 11 de septiembre del mismo año. Por lo que me vi obligado a matizar el título y dos o tres frases cuya contundencia explosiva, si acaso reflejaba ciertos ánimos globalizados, podrían desviar la intención filosófica y poética con que lo escribí. La naturaleza concentrada de los pensamientos allí vertidos hizo que el texto fuese de difícil y lenta asimilación para mis lectores, pero en general la polémica que levantó fue limpia y madura, respetuosa cien por ciento, y muy útil –según veo- porque colocó a la poesía y a la decadencia en el centro de la atención de quienes me interesan.
Si bien recibí entusiastas adhesiones a las tesis del manifiesto, lo que predominó en las respuestas fue una espontánea crítica al carácter irreversible y fatal de la decadencia que planteo; surgió la queja de que el diagnóstico y pronóstico de la época son pesimistas por cuanto carecen de alternativas históricas. Me reclamaron, también, por querer despojar de sentido a la historia, cuando es ésta la que ha hecho todo lo posible por vaciarse del mismo; si acaso algo buscaba el manifiesto era devolverle un sentido mínimo y pertinente a los tiempos que corren. Pero comprendo esa crítica común; me parece natural que muchas voces inteligentes se agrupen de tal modo. De hecho, La noche de la civilización fue la crítica más radical que haya podido yo escribir contra la idea de progreso. Corrijo: más que una idea, es una profunda creencia que habita sumergida en las escalas más profundas y significativas de la mente humana. Poner en entredicho hasta las últimas consecuencias a semejante creencia provoca dolor, pues atenta contra una de las principales premisas del mundo socialmente construido. También a mí me dolió escribirlo.
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Ha pasado el suficiente tiempo para volver sobre mis pasos y revisar con cuidado aquellas tesis. Y lo primero que me apuro a decir es que, más que excesos, veo en el manifiesto un contrasentido intrínseco. Pues un verdadero escrito sobre la decadencia occidental y sus posibles sentidos no puede ser un manifiesto, ni por su contenido ni por su forma. Ya que éste es, siempre, una convocatoria para unir fuerzas y luchar contra un enemigo común con el estratégico fin de derrotarlo; por consiguiente, un manifiesto concibe la construcción de una fuerza subjetiva (y objetiva) superior, portadora de lo nuevo, que sea capaz de instalar un mejor orden de cosas...¡Pero no hay tal alternativa! Llegada la etapa que hoy vivimos, los presupuestos fundamentales del imperio civilizatorio están totalmente instalados. Occidente alcanzó ya su techo histórico: agotó sus posibilidades espirituales de un desarrollo orgánico mayor; los espectaculares avances técnicos se edifican hoy sobre las ruinas del mundo y su cultura. Por lo mismo, ya no existen metas mayores por las cuales “luchar”, en este sentido de largo alcance. Así que convocar a una última batalla por la muerte –nuestro único futuro- pudiera ser congruente, puesto que se trata del último reducto que nos queda para decidir acerca de nuestra vida social –nuestra forma de morir-; sin embargo, ello encierra también un último residuo de utopía, con toda esa carga patética de redoble de tambores y patriotismo juvenil que debería de anunciar algo nuevo. Cuando en realidad la civilización occidental es ya un fenómeno muy viejo. Debido a que goza de una formidable vida artificial, podemos decir que Occidente es longevo –lo cual es un mérito extraordinario-; por eso mismo, es comprensible que la juventud ciudadana hoy esté orgullosa de su cultura y siga dedicando con relativo éxito toda su energía para prolongar este tipo de vida y sus valores universalizados. Pero es nuestro deber puntualizar que dicho esfuerzo social no será una empresa para alcanzar el futuro, sino para prolongar indefinidamente el presente, al cabo de cuyo empeño llegará el momento de desaparecer por necesidad histórica.
Entonces, un verdadero escrito con sentido histórico sobre la decadencia debe poner atención en el principal valor que emerge de suyo en estos tiempos: la sabiduría histórica. Aunque se irrite el impaciente activista, no tengo más remedio que anunciar la hora del saber y no la del hacer; la de las revisiones y no de las acciones. No tanto pertrecharse para una supuesta batalla final por la muerte –cierto, nuestro último derecho-, sino re-experimentar la vida aprendiendo a morir o, si se quiere, reaprender a vivir nuestra propia muerte civilizatoria.
Y la figura protagónica que surgirá de este revelador marco histórico contemporáneo, por tanto, no será heroica (el futuro guerrero de las carreteras), ni anti-heroica (el bohemio genial pero incomprendido o el perdedor anónimo en búsqueda incesante de sus quince minutos de fama); tampoco será el perfil sacrificado del luchador social que agotó ya con relativa rapidez su repertorio mediático para seguir existiendo. Ni siquiera será el poeta de oficio, sentado-solitario-obsesivo delante del ordenador de palabras. El sujeto sobre quien recaiga la responsabilidad de revisar a la decadencia necesariamente rebasará posturas, funciones y éticas anteriores. Se tratará ante todo de un ser vivido por su funesta época; alguien cuya biografía represente un acopio de conocimientos tales que lo hayan llevado a un estado espiritual de sobrevivencia. Y los sobrevivientes no pueden ser una nueva élite social ni tampoco se generan ex profeso; la decadencia los arroja por montones a sus playas estancadas. Si se me permite la expresión: ser sobreviviente no es el verdadero problema. Pues hoy en día la significativa vida extrema está al alcance de cualquier mortal. Emerge de las calles y suburbios, de la insana experiencia del deterioro urbano, del spleen infernal, de la mediatización comercial, de la servidumbre cibernética, de la imagen alienada, del malestar generalizado del amor, de la sociopatía agazapada a la vuelta de la esquina o, incluso, al interior del propio hogar; emerge de la especulación financiera y emocional, del abismo ya insalvable entre ricos y pobres, del deterioro de la lectura...
En segundo lugar, ese importante sujeto viviente de nuestra posmodernidad no podrá configurar su auténtica sabiduría personal sin el toque de una singular poética. Me explico: un hombre experimentado suele ser un gran hombre –un veterano. Puede también ser un especialista muy útil, incluso un erudito –ya no tan útil. Pero si carece de criterio poético, difícilmente podrá convertir sus conocimientos acumulados en sabiduría. Como dichos conocimientos son de índole exclusivamente personal –puesto que se trata del vivir-, no constituyen ni enriquecen ninguna ciencia; por lo que tampoco son susceptibles de ser comprobados por cualquier otro sujeto. Semejante saber sólo es transferible a través de otra praxis poética personal. Antes, en los tiempos fundacionales de las culturas, el sabio era un testigo privilegiado de una vida llena de revelaciones acerca del más allá; se convertía en un santo, maestro o gurú por encima de la sociedad; pero en buena medida esa conversión se daba por poseer el don de la palabra magnética: la profecía siempre ha sido poética. Ahora, el nuevo sabio es un testigo común que adquiere el privilegio de organizar su experiencia analógicamente, es decir, en imágenes, aforismos, metáforas, ritmos, voces, silencios, que se corresponden entre sí gracias a la sensibilidad poética. La poesía es el sendero de revelaciones –pero del más acá- que cada sobreviviente puede construirse a sí mismo para aprender a mirar con profundidad la época –sus grandezas y miserias- y transmitirla en forma inefable. La poesía es un dharma para cada uno.
He dicho, entonces, que no todo hombre de experiencia –por el sólo hecho de vivir- alcanza el saber histórico de nuestro tiempo, pues necesita un mínimo de complicidad con la poesía. Pero a la inversa también es verdad: no cualquier poeta, por muy versado que sea en su oficio, tiene automáticamente acceso al saber pertinente del ocaso social en que vive, pues adolece con harta frecuencia del existir extremo. La nueva sabiduría histórica no es conocimiento acumulado sino vida transmitida; y para transmitir ese saber, el ser humano necesita convertir por la vía de un acto libre su experiencia extrema en experiencia poética. Por lo que puedo sintetizar lo anterior diciendo: el resultado histórico de la experiencia poética de hoy es el saber profundo de la noche de la civilización occidental. Aquí, dos prácticas se configuran y compenetran recíprocamente: pasión y visión, un hacer que es un saber y un saber que es un hacer (poético). Lugar donde se reúnen el conocimiento, la poesía y la reflexión de la historia en una sola praxis superior.
En tercer lugar, dicho sujeto emergente de nuestros días, depositario de altas responsabilidades morales para consigo y su tiempo, no puede ser un sujeto individual sino grupal; se trata de una veteranía compartida y una poesía socializada en pequeños círculos de amigos y compañeros afines que no se diluyen en el anonimato ciberespacial y que, por su cercanía y vivencias fraternales, sostienen una personalidad propia y duradera. El nuevo sujeto necesario, por tanto, no se instruye en las universidades –en cuyas aulas se reproducen las mentes al servicio del orden establecido-; tampoco se fabrica por medio de cursos de liderazgo o por lecciones de superación personal subsidiarias también de la ideología del progreso. Es la sobrevivencia que habita al interior del grupo de camaradas, su vigor autodidáctico, su pasión artística, su curiosidad inherente a todo buen círculo de pares, su exquisitez bluesera, su incansable espíritu viajero y crítico, lo que faculta al ser viviente de hoy para arrostrar la caída nocturna de la historia occidental; para aportar a nuestra enrarecida cultura los recursos subjetivos posibles para todavía realizarse en lo poco de historia que le queda.
Y llegado a este punto de mis reflexiones, vale la pena responder con mayor claridad a las críticas de fatalismo hechas a La noche de la civilización. Afirmar que la cultura occidental ha llegado a sus postrimerías no significa ser negativo, del mismo modo que aceptar la vejez de un ser vivo no quiere decir que quien así lo aprecie sea un filósofo pesimista (aunque tampoco habría nada de malo en ello). Asimismo, el hecho de que un enfermo esté en la fase terminal de su vida no convierte al médico que lo diagnostique en un despreciable pusilánime; por el contrario, semejante realismo es el punto de partida para auxiliar a los familiares del paciente en una serie de tareas que les procuren calidad de vida y estatura moral ante el doloroso transe que todos están por recorrer. Si el moribundo goza aún de lucidez mental, deberá de aprovechar la oportunidad que su circunstancia le permita para hacer un balance de su vida, superar viejas y nuevas ofensas personales, resolver asuntos que estén aún pendientes, y despedirse de sus seres queridos, procurando en esto último elevarse por encima de su pena y dar ejemplo de entereza y valor, pues sabe lo importante que es la lección final, el último repaso de la mirada con que se cierra el círculo de una larga vida. Nadie podría negar que todo este proceso de despedida de cara a la muerte carezca de sentido, pues se trata ni más ni menos que del sentido por los últimos momentos del vivir, del ir muriendo poco a poco.
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Si Occidente agoniza –y eso es lo que creo-, por mucho esfuerzo invertido en prolongar su existencia, sería insensato evadir las virtudes que la circunstancia reclama para ponernos a la altura de lo que corresponde hacer. Esas virtudes son el imperativo de la sabiduría histórica: perspicacia, fortaleza de carácter y prudencia. Como un condenado a morir que recapacita y decide hacer de lo que le resta de vida una existencia significativa, Occidente puede madurar si se permite la plena conciencia clara de su vejez espiritual. Para ello tendría que despertar de la embriaguez juvenil del progreso inagotable. Occidente podría procurarse una felicidad históricamente posible si se colocase por encima de las afecciones mundanas y mirase de frente su apasionante destino. Y requeriría del acopio y balance de lo mejor de su trayectoria milenaria para recuperar su alma extraviada. Occidente ha sido una gran sociedad que, no obstante, vive neurotizada: no descansa, acosada por el miedo y la búsqueda desenfrenada de placeres ansiolíticos –que no ya de esperanzas. Occidente necesita prepararse para morir.
Pero no hay mucho más tiempo para los occidentales, pues –como no he dejado de insistir- la noche civilizatoria ha caído ya sobre todos nosotros. Estamos ante las últimas llamadas generacionales para extirpar los peores males que estorban al sosiego del alma social. Para superar los delirios de poder y la compulsión ilimitada por consumir –que no son sino incontinencias por el pánico a perecer-, Occidente necesita detenerse a pensar, a través de golpes de conciencia sensible, revelaciones históricas, confesiones espirituales sobre la pérdida del rumbo mundial. No para arrepentirnos y salvar el alma –esta no es una cuestión religiosa-, sino para dar sentido histórico, moral y estético a nuestra madurez definitiva. La existencia social podría, así, emitir con profunda belleza sus resplandores finales. De lo contrario, viviremos una senilidad patética, un desperdicio epocal sin precedentes.
En resumen, puedo enumerar esta revisión de La noche de la civilización asentando que:
- En primer lugar, un manifiesto es inapropiado para exponer la crítica de la decadencia, pues en esta fase final de la civilización no se necesita una fuerza subjetiva superior que encabece a la sociedad en una batalla para acceder a otra etapa histórica más elevada y libre.
- Por tanto, no es la hora de la Poesía salvadora; tampoco es el tiempo de los “poetas macizos” (o los poetas muertos), pues la poesía por sí misma no se faculta para el nuevo saber histórico que pide la época.
- De lo que sí es ya tiempo es de desarrollar otro tipo de conocimiento prioritario: el de una nueva sabiduría de la decadencia, la cual requiere la combinación singular de experiencias extremas, visiones (y revisiones históricas) y su transmisión a través de la praxis poética.
- El ejercicio de este nuevo conocimiento no recae en personalidades privilegiadas sino en la vida grupal automotivada y autodidáctica. Tampoco recae en las universidades ni en esfera alguna de las instituciones de la sociedad política o la sociedad civil.
- El propósito central de todo lo anterior es procurar un sentido histórico final a la civilización occidental que la reconcilie consigo misma y se despliegue con entereza ante su desaparición inevitable. Occidente debe prepararse para morir; esa es su principal tarea histórica.
Alejandro Rozado
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