renglones torcidos       


El sabio
Marcos Manuel Sánchez



    En la noche de aquel Viernes, Ion Zeta estaba muy alterado.

    Había experimentado una vivencia curiosa. En el interior de algo similar a un aula, junto a otras personas sentadas disciplinadamente a su alrededor, escuchaba el discurso que con voz docta pronunciaba alguien desde un estrado; aunque la sala se asemejaba más a una estancia de un palacio fantástico que a un lugar apropiado para impartir clases. Un anciano de barba larguísima con aspecto de sabio de otro tiempo, impartía conocimientos básicos sobre el funcionamiento de La Corporación. Ion Zeta, sentado en la primera de las innumerables filas de la gigantesca sala, escuchaba su solemne charla, en la que le oía decir con una voz marcada por incontables años de experiencia:

    –El engranaje victorioso, aparte de las artes características que le deben facultar para librarse de sus oponentes, sabrá manifestar ante sus superiores una actitud que éstos valoren positivamente. Para ello cuentan con los Indicadores de Comportamiento.

    Los asistentes a la conferencia, separados entre sí por largos pupitres de límpido mármol blanco observaban expectantes al anciano, sin mover un músculo. A Ion Zeta le daba la sensación de encontrarse completamente aislado en aquella sala inmensa cuyo techo abovedado era sostenido por columnas que le recordaban el estilo gótico de algunas catedrales. Sentía frío.

    El anciano continuaba.

    –Se incluyen en el concepto de Indicadores de Comportamiento, cualquier manifestación verbal o escrita, actitud, disposición de ánimo o cualesquiera gesto, guiño o similar, que el Superior entienda revelador de potencialidades a favor o en contra del interesado. Hay que procurar que las primeras sean inferiores en número a las segundas. Esto no supondrá dificultad alguna, ya que el criterio a seguir es totalmente aleatorio.

    Tras evaluar los Indicadores, los individuos–engranaje juzgados, se clasifican en la Tabla de Méritos por orden de puntuación.


    Ion Zeta comprobó que algunos de los compañeros tomaban apuntes nerviosamente de todos aquellos detalles. Parecía que obraran impulsados por un miedo cerval enraizado en lo más hondo de sus almas. Ion Zeta también lo sentía. Sin embargo se encontraba paralizado. Se veía incapaz de escribir nada ni de articular palabra alguna. En un momento dado contempló con espanto cómo uno de los asistentes se levantaba de su asiento de impoluto mármol blanco con intención de preguntar al anciano.

    Este irguió un dedo ganchudo y apuntando al interfecto le espetó: –¿Sí, señor Rómulo?

    –Señoría, me atrevo a sugerir que hay que ser más exigentes con los subordinados. Esto no ha de ser un camino fácil, sino inundado por aguas pantanosas infestadas de alimañas... –el orador dejó que transcurrieran unos segundos, de modo que sólo se escuchaba el silencio húmedo que flotaba sobre el inmenso recinto. El eco de sus últimas palabras rebotaba aún en el interior de las girolas y bóvedas: “… de alimañas… añas” y continuó:

    –Si, alimañas… ¡Como esas! –gritó señalando a un lateral donde Ion Zeta pudo ver repentinamente abominables seres que rebullían en una masa amorfa de cuerpos repulsivos.

    –Bien, bien, estimado amigo –comentó el anciano–. Sabemos que tú eres fiel seguidor de Los Principios. Pero no hay que alterarse. La Gran Nave es guiada con maestría hacia el objetivo final –con un gesto de la nudosa mano, invitó a Rómulo a sentarse.

    –Continuemos.

    Llegado a este punto, Ion Zeta miró hacia lo alto de la bóveda del techo y contempló con horror cómo una siniestra bandada de negras aves de rostro semihumano se abalanzaba hacia los presentes con las curvadas uñas de sus garras afiladas como cuchillas, en una inconfundible actitud hostil que nada bueno presagiaba.

    Las quimeras comenzaron a sobrevolar la majestuosa aula recorriendo uno a uno todos los pupitres. Con sus ojos amarillos escrutaban a los presentes que hacían ademán de protegerse la cara con los brazos. Otros mostraban intención de huir, pero pronto se dieron cuenta de que una extraña fuerza les obligaba a permanecer sentados, atendiendo impasibles el discurso del sabio.

    La voz de este arrancaba ecos más siniestros que los de cualquier otro participante en aquel cuasi-monólogo, llenando la inmensidad de la estancia con un fragor inquietante, como si todo el edificio retemblara y fuera a desmoronarse de un momento a otro. Aquellas furias aladas se acercaron al estrado donde convergieron en una columna como si constituyesen un todo y emprendieron una súbita ascensión hacia la gran girola central por la que acabaron desapareciendo como por ensalmo.

    En la demencial atmósfera que le atenazaba, Ion Zeta vio que una imagen tridimensional cobraba forma a media altura, situándose entre los asistentes y el podio desde donde el viejo lanzaba su plática.

    Dos pirámides unidas por la base giraban mostrando un sin fin de engranajes en movimiento circular unidos por miles de ejes. Dentro del cuerpo de cada uno de ellos pululaban muchísimas figuras humanas en miniatura y en movimiento constante. Realizaban movimientos apresurados, iban y venían, algunas imágenes de aquellos puntos eran ampliadas para ver en detalle la incesante actividad: esas piezas elementales en el gigantesco puzzle reflejaban en sus rostros una expresión de fuerte determinación, como animados de una energía que les atiborrara las venas de apetencia por el trabajo duro, imparable hasta la extenuación. El gesto que exhibían se remataba con una casi imperceptible sonrisa, queriendo dar a entender que se aquellos elementos rotacionales e irracionales lo tenían todo dominado, perfectas réplicas del ideal de empleado que la Corporación se desvivía por imbuir en las mentes de esos mismos engranajes. Escenas de estrechar de manos por misiones bien cumplidas, palmadas en la espalda de un superior a un subordinado… Estos últimos parecían de un tamaño inferior al del jefe inmediato. El zoom de imagen que impresionaba las retinas de los asistentes a aquella conferencia dirigida a autómatas, mostraba con definición perfecta el volumen que ocupaban los más de 300.000 folios que contenían los Principios de la Corporación. De forma inesperada, decenas de visores transparentes se desplazaron hasta colocarse a pocos centímetros de las caras de los asistentes para que visualizaran párrafo a párrafo alguno de los 1500 tomos del Corán de la filosofía de empresa, del Libro de los Libros, cuyo conocimiento todos los superiores exigían y ninguno de ellos cumplía. Pero había que mantener la facha, la imagen limpia, no otorgar concesión a debilidades tales como el compañerismo, el trabajo en equipo y la sinceridad. El hombre de amplia barba albina volvió a hablar desde el alto podio:

    –Es así como todos iremos navegando en pos de la consecución de objetivos, del logro y de la rentabilidad. Hete ahí el núcleo y la razón de las exigencias moldeadas por nosotros, y aquí no les incluyo a ustedes sino al Nos mayestático, el que designa a los fundadores del magnífico entramado construido por esta Cúpula, la Cúpula de sabios negociantes que les llevará a ustedes los supervisores, hacia la calidad de vida que tanto añoran.

    En ese instante, en la cúspide de la pirámide superior se emitían pulsantes destellos de luz plateada. En la pirámide inferior reinaba la oscuridad.

    El anciano daba explicaciones.

    –Los más poblados son los ejes–nivel intermedios. La Corporación tiene una estructura en forma de dos pirámides unidas por la base, lo podéis ver. En la pirámide superior coexisten los engranajes que conservan alguna posibilidad de proyección en la organización, mientras que en la pirámide inferior habitan los desheredados, restos corporativos que decidieron no abandonar la nave a pesar de la inexistencia de futuro para ellos, meros elementos rodantes de rutina, cuya labor carece de reconocimiento por parte de nadie y que, abandonados a su suerte contemplan cómo paulatinamente se desvanece la energía que otrora les impulsaba a girar con esperanza, en sus inicios como engranajes elementales.


    El viejo describió un amplio círculo con los brazos extendidos y en un instante desapareció la imagen.

    El entorno se alteró súbitamente.

    Las Furias volvieron a planear sobre los oyentes, lanzando graznidos desgarradores al tiempo que las paredes que sostenían las altísimas bóvedas parecían crujir con un inquietante espectro de sonidos. Estos, unidos al retumbar de la poderosa voz del maestro acrecentaban aún más la sensación de inminente derrumbamiento de los muros. Esta vez, nadie se movió ni emitió un gemido.

    –En fin apreciados jefes y futuros altos cargos corporativos –continuó el gran dirigente–, habéis de saber que la pirámide inferior es el colector de residuos, el intestino grueso del gigante multinacional cuyo metabolismo quema las energías individuales de los elementos–rueda para generar un movimiento perpetuo, una frenética actividad de carga de combustible–combustión, de la que se alimenta la nave para no desviarse del Rumbo Perfecto.

    Justo entonces Ion Zeta comprendió. Él estaba allí como excepción, encajado en una reunión de formación restringida a jefes corporativos. Él, un simple empleado, estaba enterándose de las directrices que les impartían a los mandos. Un auténtico advenedizo. Un furtivo.

    Un segundo más tarde se hizo el silencio. La reverberación de las palabras del sabio en la cúpula abovedada se extinguió. Todos miraban a Ion Zeta con ojos enrojecidos, fiscalizándole:


– ¡Ese... mirad a ese! ¡Es un impostor!

    De repente todo se desvaneció.

    Ion Zeta se incorporó en su cama oyendo las palabras de su amada:

    –Cariño despierta ya. No te alteres. No fue más que un sueño...



Marcos Manuel Sánchez
Ciudad-Real, España. 1961.
Licenciado en Ciencias Químicas por la Universidad Complutense, especialidad de Química Orgánica y ha trabajado como ejecutivo durante 15 años en la industria petroquímica.
El primer clon es su primera novela publicada.
Es colaborador de la revista Lateral, tiene publicados varias artículos en el área de la química.

agosto
2004