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Los cinco oficiales vestidos de civil que me secuestraron
al salir de mi casa, me metieron en un jeep de campaña, donde había harto
olor a tabaco y cerveza. Me taparon los ojos con mi chompa y me llevaron
monte adentro. Por el traqueteo de la movilidad me daba cuenta de que avanzábamos
por un camino accidentado, hasta que alguien dijo:
—¡Amárrenle las manos a este carajo!
Estando lejos, no sé dónde, me sacaron del jeep a empujones y, destapándome los ojos, me llevaron cerca de un río. Allí cavaron un pozo con la intención de enterrarme vivo.
—Este indio sabe quiénes son los narcos —dijo uno, que tenía los bigotes gruesos y el pelo rapado.
—Tienes que hablar nomás, carajo —dijo otro, pateándome en las piernas y golpeándome en la cabeza.
Cuando terminaron de cavar el pozo, lo llenaron con agua y orín. Allí me metieron hasta la cintura y me dejaron toda la noche, mientras dos de ellos, que se quedaron a vigilar, me arrojaban con piedras y decían:
—Si no hablas quiénes son los narcos en el Chapare, te vamos a matar como a perro...
Yo les explicaba llorando que no sabía nada, que sólo era un colono y lo único que tenía eran mis hijitos y mi señora. Pero los dos hombres, sentados delante de mí, se burlaban y reían. Así estuve toda la noche, hasta que al amanecer llegaron los otros.
—¿Así que no ha dicho nada este indio? —preguntó uno, apuntándome con su pistola.
—No, mi teniente —contestó el que estaba más cerca del pozo.
—Está bien. Si no quiere hablar por las buenas, hablará por las malas...
Me agarraron de los brazos y me sacaron del pozo, mientras les decía que no conocía a ningún narco, sino sólo a los colonos del pueblo. Ellos parecían no escuchar mis palabras. Me bajaron los pantalones, me pusieron en la posición del chancho y me metieron un palo en el ano. El dolor fue tan grande que me quedé mudo. Las lágrimas mojaron mi cara y algo caliente chorreó por mis piernas. La verdad es que no sabía qué andaban buscando ni por qué me detuvieron al salir de mi casa.
Así me dejaron, inconsciente y con las manos amarradas con pita. Lo último que escuché, como en sueños, fue el rum-rum del jeep alejándose del lugar. No sé cuánto tiempo estuve allí, pero rogué a Dios que me diera fuerzas. Todo el tiempo pensé en mis hijitos y mi señora. Al clarear el día, me arrastré hasta donde había ruidos y ahí me encontró un colono. “Ten cuidado, hermanito”, me dijo, ayudando a ponerme de pie. “Dicen que los van a matar a todos los que tengan vínculos con los narcos”, me dijo. Pero les juro que no conozco a ningún narco. No sé ni cómo son. Yo sólo me dedico a mi familia y a cultivar la coca. Me llamó Marcelino Lima y soy ex minero de Colquechaca.
Víctor Montoya
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