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Otoniel busca entre la escarcha pequeños maderos
para prepararse un ataúd
donde quepan él y su rutina, él y su temor,
su hambre y él, su dios y nadie más que su dios solo y solo.
En papeles traídos de regiones soleadas introduce
jeringuillas salvajes
para succionarle bobas estrellas que se dejan atrapar
en forma de palabras.
Otoniel tiene la mesa revuelta, llena de papeles y de estrellas mojadas por las olas
donde las ratas pasean su ventrilocuencia, su exactitud de naufragio.
Entre los golpes del viento
un aliento de mujer vertida en saxo
demanda los despojos de Otoniel,
como si quisiera atraerlo hacia sí, como si de una nota bien ejecutada
dependiera la tibieza del ataúd con que siempre ha soñado.
Tomados de la mano no son menos mortales que una gota de sal.
Los pelícanos flotan sobre las olas. Ellos
flotan sobre la tierra. No es fácil
dedicarse a unos labios coralinos, uno se enreda
como en una ola, uno se escapa y se queda mirando a la muerte
con melancolía.
Otoniel lleva algo en sus dedos antiguos:
no es aquel fusil que le ensució la sangre,
no es el lápiz con que fundara el estropicio del miedo,
no es el moho de las rejas que le pintó a la risa…
Es una mano blanca como el pecado
y como el pecado él la toma y le toma y le muestra su profunda y palpitante herida.
Al amor de un negro renunció
a su virginidad
a su isla de quietud y a sus dominios
sobre sí misma.
Otoniel es un fantasma venenoso
a él no pretende renunciar
y por eso lo maldice.
En los ojos amarillos de su gato ¿te podrás ver?
Con la lámpara sumisa de tu cuarto ¿qué podrás ver?
Tomá mis ojos para verte sin sueño.
Mi corazón para que tropecés.
En la calle se amontonan nuestros huesos
y una canción sin fin nos arrebata.
Quezaltepeque, diciembre 26 de 2003
Otoniel Guevara
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