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Conocí a mi
hermana hasta hace un par de años y fue porque alguien, para hacerme sufrir
los estragos de la incertidumbre, me dijo dónde podía encontrarla, pero
sin más señas, sin más nada. Jorge, para entonces mi tercer novio, fue
quien se encargó del papeleo y de contactarme incluso con quien sí conoció
a Laura.
Viajamos en autobús las 74 horas siguientes, pero esto a petición mía, porque los caminos largos en autobús me permiten escribir más de treinta páginas por hora, algo así, como el paisaje visto por un tercer ojo.
Llegamos cuando la noche comenzaba su partida y aquel lugar, olvidado por la misericordia de dios, abría sus puertas. Y efectivamente. Laura vivió aquí, pero sólo encontré algunas de sus pertenencias, sus dibujos, mi nombre escrito en sus diarios. Sí, tengo sus diarios y la historia esa que narra la vida de una niña oculta siempre del sol, del vuelo de las aves.
Quien ya no está, es Jorge. Se fue cuando le dije que el amor comenzaba a hacerme daño; que el amor era como un castigo, una gota de agua clavada a mi cuerpo, en mis piernas. Pero tenía razón. Tú y yo Laura, estamos condenadas a vagar siempre, sin alma, sin aliento; y lo digo, mientras cruzas el umbral sólo para llorar la herida del cuerpo; la gran herida por donde sangramos, por donde arrojamos hijos al vacío, por donde la vida se nos escapa como un soplo entre los dedos.
Ahora me miras, me sigues como Alejandra, palmo a palmo de la añoranza y del pequeño odio hacia una madre que tampoco conocimos. Pero tú como Alejandra quieres salir, pasear por La Alameda, ir al cine como aquella vez en que yo salí atacada de la risa porque el asesino, el más peligroso asesino de Los Ángeles, no pudo morirse después de una treintena de balas estallando dentro de su cuerpo.
Y ¡quién no puede morirse así, por dios! –dije– cuando había concluido que eran mejores las películas de Mario Almada y Sergio Goyri. Y nos reímos, nos sentimos bien por un momento. La noche fue una fiesta o un sueño, quizá, pero muy fuerte.
Siempre existió un amor tan unido a nuestras voces. Nos gustaba cantar, esperar el aplauso de la gente, el temblor. Dos días después, el 14 para ser precisos, yo soñé que era tu mujer y algo más grande te ofrecían mis manos. Pero quién puede creer en un amor hecho de mentiras.
Yo merecía más, tú un poco menos.
Comenzaron los gritos, la tormenta que duró ocho años y nos dejó solos, medios vacíos. Dijiste “dame de comer” pero ya me había ido, quizá.
Tú enfermaste al poco tiempo o eso creí entender a través de la distancia. Te dolían las piernas, el corazón extirpado a mitad del desconcierto. Sentada junto a ti, bajo la sombra azul de tus párpados, hablé de vivir un poco, de reanimar el cauce de la sangre; de arrebatarse al destino.
Mas el instinto como la vida es vértigo y a esa tormenta gris le puse alas; y a mis sueños, pájaros venidos de muy lejos.
Si hubieras visto mis vuelos.
Si hubieras visto el paisaje, los caminos que conocí leguas adentro.
Ahora sabes que todo es mentira, que invento una historia falsa entre nosotros, no así la palabra “fin” concluyente e irreversible.
Para entonces tú habías muerto y yo abrazado el árbol de la indiferencia porque también los recuerdos se hacen roca, la nostalgia; porque también hay que olvidarnos del silencio: ese que queda como un laberinto debajo de la piel y se oye sólo el eco, la memoria de aquella otra vida.
Tomás llegó para romper la rutina de la casa. Últimamente los libros nos apartan, nos aíslan. Es como vivir cada quien una vida, una de otra, inalcanzable.
Él es de Texas. Nació allá, creció, estudió, pero llegó a la ciudad porque simplemente le gustó el nombre, su pronunciación, su aire a llovizna y pájaros blancos. Y así como estamos vestidas, en andrajos como dijera mi madre, decidimos por la libertad. Yo me tomo cinco ponches de granada y Alejandra pierde el control con el tequila. Entiendo ahora por qué los hombres se vienen a ver el fútbol aquí, mientras sus mujeres se quedan en casa, lavando la ropa de los niños.
Como a los veinte minutos llegó Li, el amigo chino de Alejandra, por quien ella suspira y aprende a mover la cadera, así, como a él le gusta. Mira, el chino ya encontró a su china –digo–. Tomás suelta la carcajada y yo también ante el rostro desfigurado de Alejandra, su llanto; luego la melancolía.
De regreso Tomás nos muestra los encantos nocturnos de la ciudad, siempre distinta, cambiante al igual que la memoria. La ciudad es mi cuerpo, dice Alejandra, cuando se ha soltado el cabello y subido un poco más la falda. Tomás, sin embargo, luce cansado y yo también. Me duelen los pies, la cabeza. Alejandra por su parte quiere más de la noche, más de esta noche que se abre largamente infinita y desgarradora.
¿Recuerdas la casa: el jardín sin flores, las paredes, los cuartos vacíos? Así vivía yo, entonces, y la vida era gris como mis sueños.
La infancia también es gris o quizá un mar pero gris. Escucha las olas,
la añoranza inútil de siempre llegar más lejos. Y mira cómo tiemblo, cómo
sudan mis manos. Por fuera, soy la piel que te gusta; tú el cuerpo, la
raíz del árbol que me sostiene.
Qué angustia, qué dolorosa mi estancia en este mundo. Pero tú me entiendes, te compadeces y lloras conmigo. Mi madre nunca lo hizo. Nunca entendió lo que es vivir sintiendo el vértigo, la caída.
Yo le contaba todas mis cosas, le hablaba del miedo a los espejos, el terror. Sin embargo, la comprensión fue nula, no así el día en que me ordenó el cuidado de la casa, las plantas, el jardín. “Esto curará tus males”, dijo, y ya nunca la vi. Mi padre, también, se fue con ella.
Al año siguiente comenzó la búsqueda.
Un amigo, investigador de profesión, prometió encontrarlos. No obstante, todo ha sido en vano. Laura y yo, somos la única prueba de que existieron. Nadie dijo nada, ni siquiera una nota en el periódico, en la radio; sólo la mirada, esa mirada que nos sentencia a la soledad por el resto de nuestras vidas.
Tú llegaste después y yo dejé de tocar puertas, buscándolos, mostrando una a una las fotografías de la última vez. Pero ¿existe acaso la última vez? Yo suelo pensar que no, que sólo es una frase tonta como son a veces, los recuerdos.
Aquí está la casa, la misma puerta azul hacia el jardín, los mismos muebles, la misma cama en que duermes, pero iluminada. Cuánto ha cambiado, cuánto he cambiado. No cabe duda que existe la posibilidad de una mujer con otros ojos, otros labios. Un nuevo nombre, incluso.
Nadia Contreras
Quesería, Colima, México. 1976.
Egresada de la Facultad de Letras y Comunicación y de la maestría en Ciencias Sociales por la Universidad de Colima. Es autora de los poemarios Retratos de mujeres (Secretaría de Cultura de Colima, 1999) Mar de cañaverales (La luciérnaga editores, 2000) Figuraciones, eBook (Crunch! Editores, 2003), Agua inicial (El cálamo, 2003), Lo que queda de mí y Primeras líneas sobre Olga Lucía (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2003); En la cicatriz de la luz (Letras Vivas, 2004). Poemas suyos aparecen en las antologías Selección de poesía mexicana contemporánea, Español-Portugues (Bianchi Editores/Ediciones Pilar, 2002) y Árbol de variada luz, antología de poesía mexicana actual 1992-2002, estudio, selección y notas de Rogelio Guedea (Universidad de Colima, 2003). Recibió Mención Honorífica en el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2001, y es Premio Estatal de la Juventud Colima, 2002, así como Premio a proyectos culturales en la categoría de poesía, 2003, otorgado por el Instituto Mexicano de la Juventud. Tiene inédito el libro de ensayos La otra forma de amar en la poesía de Alejandra Pizarnik. Actualmente es catedrática de tiempo completo en la Universidad Autónoma de La Laguna, Torreón, Coahuila. |
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sept
2004
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