renglones torcidos       


Que la niña sea feliz
Natalia Romero



    El río divide la ciudad. Me encuentro de este lado de la orilla y puedo ver enfrente los altos edificios que se levantan majestuosos. Las aguas son turbias y contaminadas, más el día tan gris. Hace frío. Tal vez porque estoy aquí, tal vez porque tengo fiebre, tal vez porque es invierno.
    Estoy de pie contemplando el triste paisaje. No hay gente a mi alrededor. El viento húmedo enreda mi cabello y hace extraños sonidos.  Parece como si una comunidad de fantasmas hiciera: "¡Buuuu!" en mis orejas.
    De pronto recuerdo la frase que revolotea en mi cabeza desde hace años: tengo que encontrarla.
    Miro y sorpresivamente un bote está cruzando el río. Deduzco que muy de repente habrá partido desde esta orilla porque no alcancé a verlo salir.
    Hago un esfuerzo para ver mejor quién está viajando en él. Y la imagen que veo me causa una angustiosa emoción. Es ella, La Niña. Está viajando en el barquito sola, con su muñeca negra. No hay un canoero que dirija los remos. Se traslada de una orilla a la otra de manera mágica.  
    Quiero gritarle, quiero correr hacia el puente, quiero traerla conmigo pero mi cuerpo está inmóvil. No obedece las órdenes de mi mente. Me siento una maldita estatua pensante que desea liberarse de su estado inerte pero no puedo y es tan desesperante. Sólo observo como La Niña se aleja de mí y mi cuerpo permanece quieto a pesar de que mis pensamientos gritan. Una lágrima cae por mi mejilla y la siento.
    De golpe el cielo se cae y todo es negro.

    Abro los ojos.
Sigo sentada en la hamaca y noto que mi corazón está acelerado por la horrible pesadilla que acabo de vivir.
    Miro y el día aún es gris. Hace frío y lo siento muy profundamente a pesar de mi abrigado saco negro. La plaza está vacía como si no existieran niños en esta ciudad. 
    De nuevo me viene la frase que revolotea en mi cabeza desde hace años: tengo que encontrarla.
    Un recuerdo lejano que se dibuja y se desdibuja en mi conciencia me eleva a intuir que yo sé dónde está La Niña ahora, en este mismo instante.  Mi cuerpo se encuentra algo cansado, como siempre después de una siesta. Comienzo a caminar por las calles de éste barrio que tanto conozco puesto que aquí vivo desde mi infancia.
    Esta vez sucede lo inverso a mi pesadilla. Mis pasos se dirigen solos y mi cabeza no puede pararlos. Ellos van decididos y apurados por la vereda, doblan en la esquina, cruzan la avenida, caminan dos cuadras y giran a la izquierda.
    En todo este trayecto mi mente piensa que ni yo misma sé hacia dónde voy, pero no tengo opción: mis pies me guían  y no puedo más que acompañarlos.
    Mi cuerpo libre de mis órdenes, totalmente independiente de mi propia voluntad, forma un camino que debo seguir con sumisión.
    De golpe paro, justo enfrente de un edificio naranja. Está bastante descuidado. Escucho gritos de madre retando a sus hijos, llantos de bebés, peleas entre muchachos. Todas voces provenientes de aquel complejo que por lo visto contiene viviendas de familias de clase baja. Toda la construcción está descascarada, sucia, despintada, oscura.
    Las bolsas de basura están tiradas en el piso y rotas. A nadie parece importar el desorden.
    Mis oídos comienzan a concentrarse en una vocecita que canturrea una dulce melodía. Miro hacia los balcones que dan a la calle en la que me encuentro parada y allí la veo. La Niña está sentada en el quinto balcón, en su sillita de madera. Entona la canción y mientras tanto peina a su muñeca negra.
    Me meto en el recinto y al intentar llamar al ascensor me doy cuenta que está fuera de servicio (algo muy deducible en semejante edificio). Decido comenzar mi recorrido hacia el quinto piso por las escaleras. Tengo que encontrarla, tengo que traerla conmigo, ella es infeliz y yo voy a protegerla.
    La escalera es angosta y tétrica. Las paredes están manchadas por los años y la humedad. Seguramente (aunque prefiero no buscarlas para no verlas)  este sitio esté minado de cucarachas.
    Me elevo con pasos rápidos por esta escalera que es de las conocidas como caracol y comienzo a detestarla por su mal olor, su fea imagen y su agotador trayecto.
    Según mis cálculos ya tendría que haber llegado al menos al primer piso, pero no veo puertas de departamentos, ni pasillos.
    Hacia abajo y hacia arriba solo hay escalones y a los costados la mugrosa pared.
    Otra vez caí en la trampa de las falsas visiones. Pero no, no puede ser.  Adentro mío hay algo que sabe con inquebrantable seguridad en dónde está La Niña y voy por buen camino. Tengo que encontrarla.
    Subo, subo, subo, subo, subo, subo.
    La escalera termina con una gran puerta de madera, imponente y antigua.
    Tengo el pulso descontrolado. En verdad el trayecto fue agotador y mi respiración está aceleradísima.
    Inhalo profundamente y abro la puerta.
    Entro.

    El paisaje es hermoso. Un terreno inmenso de pasto verde, sano, infinito.
    El sol brilla en el claro firmamento. No hay nubes que contaminen el celeste puro del cielo.
    Aquí hace un poco de calor, y no es para menos con aquel astro amarillo iluminando todo este campo. (Creo que está más grande de lo normal).
    La brisa cosquillea en mis oídos amigablemente. Una inmensa tranquilidad me cubre. Sonrío feliz, aunque no sé bien porqué. Tal vez este lugar de inmortal naturaleza y resplandeciente pasto verde me traiga recuerdos de la infancia. Pero son apenas imágenes borrosas e indescifrables. No puedo estar segura.
    Miro hacia abajo y veo una florcita amarilla, muy pequeña. Creo que es hermosa y la arranco de la tierra para adueñarme de ella aunque sea por un rato. Me siento en gigante calma.
    Pero por mi cabeza empieza a revolotear la vieja idea.
    Miro hacia lo lejos y allí la veo.
    Sentada en su sillita de madera, peinando a su muñeca negra y susurrando una cancioncita dulce con su pequeña voz. La observo. Está a unos cuantos metros totalmente ajena a todo lo que pasa en mi. Ella parece desconocer mis intenciones y mi propia persona. Parece una chiquilla autista y es tan hermosa.
    Siempre con su pelo castaño y fino como un hilo de plata atado con una cinta colorada bien arriba de su cabeza. 
    Aquella pollerita escocesa, sus medias blancas que sube a cada rato hasta debajo de sus rodillas, los zapatos negros y la camisa perfectamente planchada que lleva con tanta inocencia y armonioso descuido.
    La Niña es bella, es indefensa y yo quiero traerla conmigo para que sea feliz.
    Comienzo a caminar hacia el encuentro pero parece que hoy no tengo suerte y que la tierra está en contra mío.
    Avanzo un paso y la distancia aumenta. Camino con mayor velocidad y el espacio se agranda.
    Corro nuevamente, ya con tristeza y desesperación, pero mientras más creo progresar en el camino, la lejanía que me separa de La Niña crece en inmensas proporciones.
    Más avanzo y más me separo de ella.
    Comprendo que esta es una lucha que no voy a ganar.
Tengo como enemigos al tiempo y al espacio. Pero sé que la vida es injusta porque no merezco perder a La Niña.
    Me rebelo contra los dioses, contra el viento, contra lo indefinido, contra todas mis limitadas capacidades. A mi no me importa saber que esta guerra es imposible de ganar. Yo no voy a rendirme.
    Tengo que encontrarla. Quiero que La Niña sea feliz.
    Y así es como comienzo la batalla contra lo imposible, contra la eternidad. Corro más y más, caprichosamente, con terquedad. No voy a abandonar esta maratón aunque me muera aquí.
    Y sigo corriendo, y corro, corro, corro, corro y corro.
    Una maldita piedra interrumpe mi velocidad. Me tropiezo con ella y mi tobillo se dobla con insoportable dolor. Caigo violentamente…………………………….

    Abro los ojos. No sé cómo llegué aquí, pero estoy sentada en el escalón de una casa, justo enfrente de la iglesia.
    El día volvió a ser gris pero a diferencia de la vez anterior, la calle está viva. Hay personas alegres entrando a la iglesia. Mujeres, chiquillos, ancianos. ¿Será domingo?
    Un reflejo muy extraño me hace girar la cabeza y mi vista se concentra en la esquina.
    Estoy mirando fijamente ese lugar. Sé que alguien va a doblar, muy pronto.
    Pero tranquila, estoy tranquila.
    Comienzo a recordar cosas de mi niñez.
    La vez que tomé la comunión, a los nueve años, me bajó la presión muy mal.
    En medio de la misa mis ojos empezaron a ver todo naranja y vomité. Fue una experiencia traumante.
    Siempre tuve tendencia a la presión baja, a los mareos y desmayos.
    A partir de aquella vez me quedó una graciosa secuela. Cada vez que mi hermana me pedía que la acompañara a misa a mí me bajaba la presión en el medio de la ceremonia, y no me quedaba otra que retirarme del recinto bastante descompuesta.
    Sonrío por la anécdota, me causa ternura y gracia.
    Pero no sé por qué mis ojos están fijos en la esquina. Tal vez estoy esperando a alguien.
    Ahora un temible hombre está doblando en ese lugar que observo ininterrumpidamente. Es muy alto, muy grande. Está vestido con un tapado negro y lleva cubierta la cara con una máscara del mismo color.
    En la mano derecha lleva un enorme cuchillo y en la otra mano… ¡Agarrada de la otra mano del temible y oscuro hombre va La Niña! Observo estupefacta la secuencia.
    Ese hombre sí que es malo, peligroso e insensible. No se da cuenta que La Niña es pequeña y no puede seguir el ritmo del caminar grandote y apresurado.
    Ella es tan hermosa. Sus pasitos son cortos y cada tanto se tropieza por la velocidad, entonces él con su mano la eleva impidiendo que la pequeña se caiga.
    La Niña aún conserva su muñeca negra pero ya no canturrea la dulce melodía. Está cabizbaja y callada. Seguro que está triste.
    El hombre malo entra a la iglesia con La Niña.
    Me paro y decido entrar yo también, a perseguirlos.
    Este tipo de instituciones me causan tanto rechazo y tristeza.
    No es para nada agradable ver estas estatuas ensangrentadas y de mirada dolorosa enviando el mensaje de que hay que sufrir, arrodillarse, implorar, rezar, sacrificar, llorar y morir para ser perdonado y ganar el cielo.
    Pero no voy a ponerme a filosofar ahora. Tengo que encontrar a La Niña.
    Es mi deber. Mi obsesión.
    El lugar está apestado de gente amontonada. He perdido de vista a quienes deseo hallar, entonces decido recorrer el sitio empujando cordialmente a aquellos que dificultan mi búsqueda. Nadie parece percatarse de mis intenciones, como si una joven tratando de hacerse espacio entre la multitud con preocupación fuera algo natural allí adentro.
    Otra vez la tranquilidad me abandona y comienzo a desesperarme. La Niña está aquí y no puedo encontrarla, la masa de personas dificultan mi recorrido, hasta creo que todos están en complot contra mis propósitos y es por eso que imposibilitan el ansiado encuentro.
    Aquí el calor es intolerable. Además estoy muy abrigada. Me falta el aire y casi no puedo respirar. En el estómago siento un profundo dolor y comienzo a ver todo anaranjado.
    Esta sensación ya la reconozco. Mi presión desciende y estoy a punto de desmayarme. No aguanto más, estoy desmayándome…

    Abro los ojos. Aún sigo sentada en la hamaca. Debo hacer algo con mis sueños, porque de hecho si continúo teniéndolos tan verídicamente voy a morirme, un día, adentro de mis propias pesadillas.
    Salió el sol, nuevamente. Mi barrio sigue igual pero en mí tantas cosas han cambiado.
Observo la plaza, con sus árboles, sus juegos, sus bancos, su tobogán, el arenero…
Allí, en el arenero. Hay una niña. Me sorprende lo parecida que es a mí cuando yo era chiquita.
    Ella juega solitariamente pero inocente y contenta.
    Tengo tantas ganas de acercarme a ella, preguntarle su nombre, conocer dónde vive y más que nada…
    ¡Oh! Más que nada deseo saber si es feliz.
    Estoy a punto de dirigirme a su encuentro, pero la niña de repente se para y mira a alguien que se acerca.
    Con increíble algarabía la pequeña comienza a correr mientras grita con entusiasmo alegre:     "¡Tata, Tata, llegaste!"
    Ahí, parada, una señora extiende sus brazos y espera a la niña  con  amor.
    Ambas se abrazan y comienzan a parlotear felizmente.
    Esa señora tiene un increíble parecido a mi abuela.
    Me voy a mi casa. Es conveniente que deje de pensar en La Niña si no quiero perder la cordura.
    Pero esta pequeña… Es tan parecida… Y su abuela… Tan similar a la  mía…



Natalia Romero
Buenos Aires, Argentina.

sept
2004