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El trance poético
Marcos G. Vieytes



          Lo que opera en la evolución es la fuerza de conservación de la energía, no la fuerza creadora. La creación es un incremento de energía, que se extrae no de otra forma de energía sino de la nada. Para el evolucionismo, nada se crea en el mundo, y las cosas no hacen sino repartirse en él. El acto creador supone siempre la autonomía y la libertad de la personalidad, pero el materialismo y el evolucionismo ignoran el sujeto creador.
          Nicolás Berdiaev


          Toda escritura sin aliento vital es una escritura no poética, así obedezca a las ficciones prolijas de la razón o deambule por los baldíos del automatismo. Toda escritura no poética es escritura sin albedrío, sin vida propia, sin vida: vale decir, escritura sin ventanas, viciada de obligatoriedad.

          Es imposible escribir sin esfuerzo algo que no sea personal y en este íntimo contexto, novedoso. Si la obsesión por el producto original usurpa el centro de la conciencia creadora, se sacrificará toda posibilidad de expresar la propia voz en aras de un absoluto que congele la dinámica poética en el círculo vicioso de un movimiento de repetición compulsiva. Ausente de sí, todo es ausencia, negación, imposibilidad. Por ello el trance poético no es un trance literal: el poeta es portavoz de su propio espíritu, no de otro; traduce los signos más escondidos de su ser, los matices de su rasgo esencial y al hacerlo amplifica en otros el murmullo de una voz posible. El médium, en cambio, es poseído: suspende por un lapso de tiempo su existencia, acepta que una voluntad externa opere sobre él. La lengua desconocida que profiere es inexistente, es una no-lengua o, en su defecto, un mensaje tan ordinario como cualquier expresión de uso cotidiano. Por el contrario, cada vez que el poeta habla en lenguas establece un nuevo dialecto, una variación que se explica a sí misma sin dejar de constituirse como novedad, y que podrá fundamentar una gramática y una semántica singulares.


          Hay en la poesía una intrínseca modestia que no va en detrimento ni de la potencia ni de la penetración de su develar. Por qué habría de hacerlo si la modestia, en tanto reconocimiento de los límites primeros y no resignación apocada, sienta las bases de toda expansión sostenida. Al funcionar como plataforma de partida del ser y no como techo ni tapia, favorece el enfoque y la concentración de la energía creadora sin domesticar ni diluir su audacia, como si fuera una sintonía fina del espíritu.

          Todo le sirve al poeta. La totalidad del cosmos le proporciona sus materiales y sabe que, para que el hecho poético acontezca, no puede darse el lujo de rechazar a priori ningún aporte. Si hay algo que no debe permitirse el poeta son los juicios previos. El prejuicio defiende un orden clausurado, jerárquico y autoproclamado como imperfectible, cercenador de toda nueva asociación; incapaz de concebir creación alguna; de ejercer fe en lo distinto, lo otro, lo por ser, lo original; y conviene advertir que todo concepto que se fosilice corre peligro de convertirse en prejuicio. Por ello, también, el poeta se libera del prejuicio ateo: por mucho, el más inmodesto de todos. Sabe que lo radicalmente nuevo, lo extra-ordinario sucede y que es el único sustento verdadero de la libertad. Sabe que en el principio era la palabra, pero que antes del principio –antes del tiempo o si se quiere, en el todo-tiempo eterno- y antes aún de la palabra, es la boca, la lengua, la garganta: el Sujeto que la emite, el Poeta, el Originador original. Este saber, en lugar de reducirlo a silencio, le asegura el recurso indefinido de la voz, el encuentro con lo indecible, el acceso a una de sus tantas versiones, la obtención asistemática de la gracia. Y no me refiero con esta palabra a una milagrosa intervención externa que anularía el propio arbitrio, sino a la explotación personal de esa impronta inagotable de libertad que aloja el ser. El instante poético -o creador, pues no soy quien para reducir sólo al ejercicio poético esta posibilidad- está emparentado con ese salto voluntario al vacío propio de la fe y que el racionalismo desprecia, sin percatarse que es entonces cuando la existencia descubre el verdadero espesor de lo real.



Marcos G. Vieytes
Buenos Aires, Argentina.

oct
2004