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Doña Antonia
es sin duda, la mujer más santa del pueblo. Se la ve invariablemente ir
y venir de misa, del rosario, de cantar con extrema devoción la Santa Hora
cuando vela el Santísimo. Es por supuesto una de las damas iniciadoras
del movimiento “Viva Cristo Rey”, cuya consigna es llevar la imagen del
Sagrado Corazón de Jesús a la casa de cada una de las partidarias, cada
viernes primero. Socia activa y fundadora de Las Legionarias del Espíritu
Santo, por lo cual ostenta con orgullo un enorme escapulario de seda blanca
en el pecho, en cuyo centro se ve una paloma bordada con hilos de oro,
debajo de la cual brilla su nombre: María Antonia Canuta Ronquillo y Alcázares
(sin abreviar), al momento de dar la comunión. Es solícita, servicial,
y por supuesto se ha vuelto la sombra del padre Salvador, siempre que éste
baja al vecindario desde su humilde casa, situada detrás de la parroquia,
en lo alto de la loma, a la altura de la única torre que se ha logrado
construir con las limosnas del pueblo, cuando cabizbajo lleva la comunión
a los enfermos o la extremaunción a un moribundo.
Además de ser llamada santa, se le ha otorgado otro nombre, (no tan santo,
a decir verdad) y que por lo mismo la gente lo pronuncia casi en secreto:
Doña Tonina. Ciento treinta kilos de holgura en sus carnes lo justifican.
Sólo Dios sabe cómo los carga, ya que nunca se le ve cansada, ni se niega
a acudir a los servicios de la grey, a cualquier hora que se lo soliciten.
El único signo de su vulnerabilidad es cuando está de prisa, y es que se
le agitan los labios de tal manera (sobre todo el inferior) como belfos
de caballo azotando inmisericordemente su mandíbula a diestra y siniestra.
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Como en todo pueblo y debido a la naturaleza femenina, éste está dividido en dos facciones: una de las cuales comanda Doña Tonina. Tiene declarada la guerra a las indias “brujas, irresolutas y paganas, que con sus brebajes embaucan a los feligreses a la salida de misa todos los domingos y fiestas de guardar”. |
Habíamos llegado a San Sebastián, (un grupo de investigadores universitarios y yo), interesados precisamente en las hierbas que los indígenas preparaban para curas milagrosas en diversos tipos de cáncer, diabetes, parkinson, (mal de San Vito como vulgarmente se conoce), etc. Contábamos con testimonios documentados. Yo me refería a ellos como “los papiros”, debido a la escritura que más parecían caracteres antiguos y el tipo de papel, que cualquiera lo hubiera confundido con hojas de tamal. Dichos documentos nos los había hecho llegar el nieto de un nativo llamado Nicanor, -que por instancias del mismo abuelo, fue enviado a la ciudad a estudiar-. Éste, durante muchos años había fungido como el “doctor” del pueblo, debido a la ausencia de los servicios de salud oficiales. Sin embargo, Don Nicanor había salvado muchas vidas, prueba de ello estaban los testimonios vivientes. En algunos casos se contaba con resultados de análisis clínicos, y en muy pocos, por desgracia, se tenía documentos con el diagnóstico irrefutable, prueba de una enfermedad terminal. Todos esos enfermos, invariablemente eran regresados de los centros de salud aledaños, sin más esperanza que morir, o apostarle con toda su fe a los brebajes de Don Nicanor. Y como la esperanza muere al último, tan luego como le entregaban un condenado a muerte, éste empezaba su guerra: en contra de la enfermedad, en contra de los designios de Dios, en contra de la mansedumbre del Padre Salvador y con la cuerda que le daba la sabiduría ancestral, en contra de Doña Antonia que se encargaba de acicatear al cura e intimidarlo a él con una sola arma: esgrimir la Hostia consagrada, conjurando frente a la puerta del anciano, toda clase de exorcismos: “a ver si un día logro sacarle el demonio”. Al decir esto, más parecía un ave de rapiña, que una defensora del santo oficio. Pero Don Nicanor seguía aferrado a sus creencias. “Cual diablo Doña Antonia, es pura mentalidá la de usté, el diablo está aquí”, -y se señalaba las sienes-, “y en la sangre que se le está yendo a Silviano, venga a ver cómo se pelea contra el verdadero diablo”, “usté nomás me hace perder el tiempo, ¿no ve que Tata Dios quiere que lo salve?”. “Ave María Purísima, no diga blasfemias Nicanor, nomás eso faltaba que se crea el mismísmo Dios”.
Era entonces que estallaba entre los bandos la querella verbal: las indígenas gritando improperios en su lengua y las mujeres del pueblo santiguándose. El estandarte azul-blanco con destellos dorados de las Legionarias del Espíritu Santo, era depositado -casi siempre- en su asta con una derrota más, cuando veían salir al moribundo en su propio pie y recuperado. En medio de la griterío se oía a Don Nicanor, “a que viejas éstas, y tú Remedios, métete, no se te vaya a pagar lo alebrestado”.
Doña Antonia era, por decirlo así, una bomba de tiempo. Una tarde en medio de su interminable guerra contra el demonio que habitaba a Nicanor, estalló. Empezó a arrojar sangre por la nariz, azotó como lo que era: una tonina que hizo estremecer al pueblo entero, con un oguío que parecía que todo el aire de la barranca no era suficiente para llenarle el pecho, “¡me muero!” -dijo en medio de estertores-, “traigan al paadr...” No acabó la frase, quedó desmayada, justo frente a la casa de su enemigo, y no encontrando otra cosa que hacer con ella, seis hombres haciendo acopio de toda su fuerza, depositaron a Doña Antonia en el catre de Nicanor.
Ésa si que fue una batalla. Cuando Doña Antonia recobró el conocimiento, se volvió a desmayar al ver donde se encontraba. “Mejor” dijo Nicanor, “así, sin el demonio de tu soberbia, podré apagarte el hervor de sangre”, y empezó a hacer pequeñas incisiones en el cuerpo, por donde brotaba la sangre de Antonia virgen, mártir ahora, cuyas heridas vinieron a ser el sacrificio por su pecado de gula, que le evitaron el infarto. Al cabo de dos horas, abrió los ojos, a pesar del dolor, sonrió. “¿Qué me hizo viejo brujo que me siento tan bien?” “Es tu corazón Antonia, si no te cuidas, te va a llevar el diablo”.
Por cuatro semanas Don Nicanor probó con Doña Antonia todas las yerbas: le dio brebajes amargos que la paciente vomitaba, seguía igual de retobona, sin bajar la guardia.
Esa mañana, el viejo miró el cielo por largo rato, una parvada de pájaros cruzó en silencio, pareció ser la señal que esperaba. Sin más, mandó traer del monte “la yerba santa”. A Doña Antonia la encontró la muerte en medio de un embeleso.
Aída Monteón
Guadalajara, México.
Ha participado en el antitaller de Poesía “César Vallejo” dirigido por Raúl Bañuelos. También en el taller multidiciplinario dirigido por Karla Sandomingo.
Actualmente asiste al Taller de cuento que imparte Fernando de León.
Ha publicado el libro Tatuar la luz. |
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oct
2004
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