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Aunque no lo hubiera visto de frente igual lo habría reconocido porque siempre tuvo la traza de algarrobo viejo. La piel de sus manos y su rostro, eternamente ajadas: una corteza de un árbol seco. Y por último, si no hubiera sido así, también lo habría reconocido por su olor a sudor, dije mentalmente, y Dios sabe cuántas cosas más cuando me cortó: “Vengo de ver el sueldo y todavía no ha llegado. Fíjese, compadre, y ya
estamos a fines de mes”.
Cuando entró a la bodega, traía agarrada de la mano, una oxidada escopeta,
dos mugrosas medallas de bronce y un diploma envuelto en una bolsa de plástico
debajo del sobaco. Era lo que le quedaba de la guerra del 41 con el Ecuador.
Después buscó dónde sentarse en el banco de madera que había en la despensa,
y lo hizo tímidamente, en uno de los extremos. Su cuerpo parecía un ato
de huesos que si no se desbarataba era de milagro. Se rascó la oreja. Hundió
la quijada en su pecho pétreo e hizo un esfuerzo sobrehumano para no ahogarse
en el lodo de su miseria. Y como si estuviera en una trinchera camuflado
y tercamente empeñado en conservar la vida, levantando y agachando la cabeza
como una lagartija, me miraba. Me acerqué y le pregunté, “¿qué de buenas mi héroe?", así lo llamaba afectuosamente a mi compadre. Brincó de alegría. Me alcanzó una inservible escopeta y dijo: “Ahí se la dejo, compadre! Deme unos cuantos pescados y otras cosas más
hasta que me paguen" y calló. Y no me quitó los ojos de encima hasta después de un rato, que me examinó como un animal raro, pretendiendo adivinarme el pensamiento.
Acepté el arma en calidad de empeño y no porque representara algún valor si no por el estado de salud de mi compadre, casi ciego. Y, lo que es peor, sin familiares ni hijos, por una maldita enfermedad que lo atacó en la infancia y que lo dejó estéril para toda la vida. De otro lado, también tenía una extraña y estrecha vinculación con el pasado que, lo perturbaba y lo ataba sin remedio a fantasmas de la guerra. Cuando se hallaba en ese estado: estático, el cuerpo se le sombreaba, de modo y forma, que exhalaba manchas oscuras como mariposas de invierno. Su presencia de palo, era de una calma horrible. Entonces pregunté, “¿algo más mi héroe?”, se sobresaltó aturdido y asustado, como si de pronto se acordara. “¡Me falta lo principal, compadre!. Los remedios de mi Maximina!”. Y alargándome la receta, mal encarado, me espetó. “¡Está muy mal, carajo!”.
La situación de salud de la mujer de mi compadre era penosa: tísica. La respiración pedregosa, ronca y seca. Y para aliviarle el dolor del pecho, calentaba aceite de lagarto en la llama de una vela y le daba de tomar. Otras veces la frotaba con kerosene y la envolvía con periódicos. Puesta siempre la esperanza en el cielo de que aconteciera un milagro. “¡No tengo esos remedios! ¡Eso se cura con la olla, compadre!”
Se levantó del banco y se echó a caminar por el cuadrilátero de la bodega. El cuerpo del veterano de guerra, estremecido de desesperación, temblaba. Y agitaba los brazos como un gallo de pelea . “¡Está muy mal! Está muy mal!”. Como si temiera no haber garantizado bien el crédito arremetió. “Si le completo con el diploma y la medalla, compadre, entonces puede fiarme
los remedios. Es sólo hasta que me paguen”.El cigarro de hojas de tabaco que tenía en la mano se apagó y con lo que quedó, hábilmente armó otro, que encendió de inmediato. El humo del cigarrillo lo aspiraba tan hondamente que parecía que le llegaba hasta los pies. Y no me quitaba los ojos de encima. Entonces carraspeó seco y escupió amarga y espesa la saliva. Después empezó a alistar las cosas que había fiado -con actitud enérgica- y lo que trajo consigo, las tomó de un solo tirón, enrolló el diploma, guardó la medalla y salió sin despedirse. “La semana entrante le pago... seguro, compadre!”
Cuando voltee a mirarlo estaba ya de espaldas, desbordado de sudor entre
las casas apelotonadas, y caminaba arrastrando los pasos, en línea recta
y sin salirse de ella, sin ver a los lados y alcanzando a mirar si es que
miraba el polvo del suelo a sus pies. Me pareció que se iba más viejo y
pequeño. La calle que andaba a esa hora lo vomitó en una plaza que, en
ese momento reverberaba en vapores calientes de infierno. Mientras a un
lado de la plaza, aglomerados habían una jauría de perros callejeros y
hambrientos. El veterano de guerra no se inmutó, tampoco dudó ni volteó
la cara a inquirir. Sólo caminaba, no pensaba ni escuchaba. Pero una perra
negra, la más vieja del montón cuando olió a pescado salpreso, sin dar
tiempo a nada, se precipitó sobre él para dar el zarpazo a la bolsa de
pescado que no soltó mi compadre sino cuando otro le mordió la pierna.
Esta vez tampoco se salió del camino. Sólo pensaba en el milagro de lograr
curar a su mujer. Después se sentó en una vereda sin dar mucha importancia
a la herida de la pierna que, profusamente sangraba y que, inútilmente,
se esforzaba en hacer un torniquete con el cinto de los pantalones. Pasó
un rato auxiliándose; mordiéndose los labios para no llorar. Y varias veces
frente a él los mismos perros volvieron a pasar y a pasar sin ladrarle
ni morderle.
Empapado de sudor todo el cuerpo. Los ojos ardiéndole y a punto de cerrarlos, -sorprendí a mi héroe- cuando iba camino a la pensión para almorzar. Y ensayaba algunas fórmulas para acopiar coraje y continuar viviendo. Mientras yo luchaba con todas mis fuerzas por sacarlo de la cabeza a mi héroe, cuando alcance a oír. “¡Carajo!. ¡La vida es una derrota aceptada, compadre!” Y yo asentí .
Afuera en la calle, el sol se revolcaba en la tierra como una culebra herida, y a allá a lo lejos, los perros todavía seguían peleándose a mordiscos por algún desperdicio de pescado.
Baxther Ocaña
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