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Parecía que
aquel día el cielo fuese, en lugar de los puntos más altos y verdes de
las montañas, la fuente que da vida al líquido de diamantes sin el cual
ningún ser humano puede existir. Llovía vida, vida absoluta ; durante horas
y momentos, llovía mientras se podía pensar, mientras alguien moría dejando
nada, y llenando, con su propia muerte, un vacío que todos los días debe
ser alimentado. Llovía, y el agua que inundaba las almas y los sueños
de todos, era recibida sin indignación, simplemente se contemplaba, como
si en aquella única ocasión el acto de quedarse viendo a la nada significase,
con más certeza que nunca, la contemplación propia, única introspección
en la vida. Ese día, Lauzán, hombre de unos 30 años, esperaba, en la esquina
de un barrio de los suburbios de la ciudad, el autobús que habría de transportarlo
al sitio donde trabajaba. De ánimo siempre dispuesto y preparado para sortear
con valentía esos cotidianos percances sin reproches; las siempre presentes
desgracias que dan al devenir de cualquier hombre intensos sobresaltos
que obligan a replantear y reconsiderar, por unos instantes, la ruta antes
de continuar en ascenso hacia la muerte, Lauzán era vendedor y viajaba
por toda la ciudad. Se desplazaba diariamente por vecindarios y parques,
hablaba poco, únicamente sentía deseos de contar locuazmente sus anécdotas
con aquellos hombres que también trabajaban, como él, en la calle. Tenía
siempre la impresión de estar sosteniendo a toda hora un circunspecto diálogo
con la ciudad, recibiendo bendiciones y toda clase de augurios, viendo
ladrar tras él a los miles de perros, Lauzán caminaba durante horas, y
en ocasiones, cuando la lluvia no cesaba, como en aquella mañana, viajaba
en autobús, siempre sentado junto a la ventana, con una mirada que parecía
agradecida por tener la oportunidad de contemplar a diario una ciudad llena
de sensaciones atomizadas y agresivas. En las mañanas, en los vidrios de
la ventana del autobús encontraba Lauzán una historia particular, una señal,
un rastro que seguramente alguien, un semejante, había dejado, acaso una
pequeña niña, aún débil y enfermiza. Esas gotas parecían a Lauzán tiernas
lágrimas dejadas de sueños confusos y pasaba largos minutos contemplándoles;
fantasías que en sus profundas reflexiones adquirían siempre giros desconcertantes,
en ocasiones pletóricos de optimismo, y en otras asfixiados por el pesado,
angustioso y lúgubre ánimo que les cubría. Sentado en el asiento de enseguida
estaba un hombre de contextura gruesa y mediana estatura, llevaba un sombrero
de mago, negro, discretamente mordido en el ala al parecer por algún animal.
Parecía bastante ocupado revisando pequeños papeles que guardaba, sujetados
por un gancho ya atacado por el óxido, en un retazo de cuero, también con
señales de prolongado uso. Contaba una y otra vez los papeles, y acababa
justo cuando llegaba en su conteo a un trozo de papel rosa, al parecer
una boleta o ficha que contenía inscrita alguna advertencia. Lauzán intentó
atraer su mirada pero el hombre del sombrero no se mostraba atento a otra
cosa que no fueran aquellos trozos de papel. En un instante, cuando Lauzán
había renunciado ya a conocer mediante contacto visual algo más sobre
el hombre que estaba junto a su lado, éste detuvo su mecánica acción;
pareció concentrar durante un instante su atención en una aparente habilidad
para hacer rápidamente cuentas mentales, y en un reflejo, igualmente mecánico,
dio la impresión de que se alistaba para reiniciar el conteo, pero no lo
hizo. En lugar de esto, dobló el viejo trozo de cuero con su mano izquierda
y miro fijamente Lauzán.
- ¿Sabe usted qué hora es?- Preguntó, en tono educado y agradable.
Lauzán reaccionó con algo de torpeza a la pregunta, como si ya el momento de hablar e interesarse por aquel hombre hubiese pasado. Sin embargo, su inagotable buena disposición le hizo asumir una posición más digna ( estaba un poco caído en el asiento)
- Lo siento mucho, no tengo reloj en realidad nunca llevo uno. Es costumbre, supongo.
El hombre mostró al parecer poco interés por lo que respondió Lauzán, dirigió su mirada a él, pero la trayectoria de ésta parecía atravesar como un proyectil los ojos de Lauzán, viendo en realidad a través de estos cualquier cosa, quizás otra persona que con agudeza y gravedad sostenía su mirada sin importar, posiblemente sin notar, que entre ellos dos se encontraba Lauzán
- No tiene usted entonces noción del tiempo- Dijo el hombre sin descomponer
su figura, tampoco el bizarro enfoque de su mirada.
Lauzán sonrió con agrado, y vio como el hombre, a pesar de lo ausente de su presencia, mostraba ya cierto interés por sostener la conversación.
- Creo que tengo una noción bastante particular del tiempo, no sé si raye en lo absurdo, pero he conocido a varias personas que súbitamente deciden omitir cualquier mecanismo para medir el tiempo.
- Es entonces usted uno de ellos... sé que comúnmente dejan de preocuparse
por el tiempo aquellas personas que logran acumular cantidades desproporcionadas
de riqueza y lujos. También los condenados a cadena perpetua, para ellos
el tiempo vulgar y cotidiano muere en el momento en el que el juez imparte
sobre ellos la sentencia.
Lauzán escuchaba con atención y en ningún momento apartó su mirada del hombre sentado a su lado, no obstante las incontables cosas atractivas y sin importancia que a su alrededor sucedían, como cuando todo el mundo habla, canta y tiene algo que contar. Lauzán escuchaba complacido a aquel desconocido.
- No parece usted, sin ánimo de hacer juicios irrespetuosos, alguien con
enormes cantidades de dinero. Indudable es también que goza de irreprochable
libertad, que disfruta día a día del aire fresco y el sol en su rostro.
Es extraño que haya decidido no vivir esclavizado por el tiempo-
Esta reflexión no fue muy clara para Lauzán, que asintió con dificultad mientras veía cómo el hombre al finalizar su apreciación se acercaba con cuidado, como preparándose para confiarle un secreto.
-Puede usted cambiar hoy su vida- dijo el hombre en un tono de voz ligeramente más bajo, y miró rápidamente a su alrededor tratando de no levantar sospechas con su mirada, y no parecer que tramaba, junto con Lauzán, algo indebido.
Lauzán , que también había adoptado una posición de complicidad miró a todos los pasajeros del bus, y en un inexplicable acto de despreocupación, se sorprendió por la quietud de los cuerpos, el bajo nivel de entusiasmo que en una mañana se percibe en las personas que se dirigen, en un bus ya viejo y sucio, a sus trabajos.
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El hombre del sombrero pareció adivinar la reflexión de Lauzán, como si conociese ya esta clase de descortesías leves recurrentes en él. Sin embargo, estas incómodas distracciones para el que tiene como educada costumbre atender y asentir oportunamente en una conversación, no entorpecen en todos los casos la comprensión por lo que se está hablando. Lauzán entonces pudo conectar, en su abstraída reflexión, la aseveración del hombre, y lo que estaba viendo en el interior del autobús.
- ¿Qué significaría cambiar mi vida? ¿ Se refiere usted a mi situación económica? ¿Piensa proponerme algo que nos haga ricos a los dos, y que sólo usted y yo podamos conocer, y articular en secreto?-
El hombre pareció algo impaciente por la respuesta de Lauzán, y acomodándose el sombrero más hacia abajo, de tal forma que su rostro fuera transformado por una sombra sobre sus ojos, repitió:
- Puede usted cambiar su vida.
Lauzán hizo silencio, miró al frente, y de nuevo encontró muñecos de paja sentados en los asientos de plástico deteriorado y sucio del autobús, veía hacia el frente, aunque en realidad , nada llamaba su atención.
- Es imposible cambiar mi vida. Aprecio sus palabras, y créame que es
algo que significa mucho para mí, desde que era un joven con sueños e ilusiones,
siempre pensé que con el transcurrir de los años llegaría a ser poderoso
y tener siempre mi vida bajo control; la certeza de poder cambiar lo que
quisiera, lo que me disgustara o aburriera de mi vida en cualquier momento.
Lauzán continuó, tras suspirar y mirar rápidamente hacia la ventana opuesta, donde una mujer de unos 35 años dormía con cansancio, su rostro demacrado y su cabello olvidado como un ramo de claveles secos.
- Por favor, olvide usted esa proposición, le ruego que no dirija a mí
aquella promesa, pues a parte de mi delirante y quimérica mente juvenil
con sus autoengaños e ilusiones, he sido burlado por mucha gente, la traición
siempre ha resultado al final de todo vínculo social un factor determinante
y siempre presente, así que no deseo, en lo que me queda de vida, volver
a confiar en la gente y en mi destino.
- ¿A qué se dedica usted?, joven, si no le molesta que me interese por esto- Dijo el hombre, cerrando un poco sus ojos, que a pesar de la franja de oscuridad que les cubría por su sombrero, brillaban como dos pequeños cristales perdidos en un oscuro callejón.
- No me molesta- respondió Lauzán, que nuevamente había retomado su distraído interés por el exterior, abandonando el reservado y misterioso ambiente en el que se había escondido, por un instante, para confesarle a un desconocido sus sentimientos sobre la vida y la desgracia.
- Mi trabajo es hacer soñar a la gente: promociono planes para que las
jóvenes parejas puedan comprar, a temprana edad, casa, automóvil y les
sobre, además, dinero para viajar por todo el mundo, con algo de sacrificios
y disciplina en el ahorro.
El viejo sonrió al oír esto, y con evidente incredulidad y malicia en su rostro agregó:
- Parece que usted vende proyectos de vida que son en exceso costosos, y además, estoy seguro que es usted plenamente conciente de esto, casi irrealizables.-
Lauzán seguía en silencio, y no parecía estar conectado con la típica dinámica de una conversación normal, algo como un intercambio de miradas y de ayuda con movimientos de las manos y los músculos faciales. Por el contrario, Lauzán se encontraba sentado con rigidez mirando hacia el horizonte a través del parabrisas del autobús, con rigidez y en un inquebrantable estoicismo.
- ¿Cree usted que es utópico un proyecto de vida como el que le describo,
señor?- preguntó sin mover su cuerpo, y casi parecía que lo que de su boca
salía estaba escrito en el aire, y Lauzán, como una máquina, repetía sin
sobresaltos ni alteraciones en el timbre y el tono de la voz aquellas letras
impresas en el espacio.
- No es mi opinión lo que en realidad le interesa, amigo mío-, respondió
el hombre del sombrero, mientras volvía a oscurecer su rostro poniendo
su sombrero casi sobre su nariz- en realidad, creo que debe responderse,
antes que nada, esa pregunta a usted mismo, aunque me parece que ya es
inútil esforzarse poniendo a prueba la capacidad reflexiva y crítica, pues
la respuesta, apreciado amigo, ambos la conocemos.-
- Lou Gómez Lauzán es mi nombre-, y mi trabajo es convencer a la gente de que es posible tener una vida de ensueño,- fue esto lo único que pronunció Lauzán después de aquello.
Continuó absorto en un silencio agradable, acompañado por suaves rayos de sol que ya empezaban a traspasar, con algo de timidez, las gruesas nubes grises del cielo de aquella mañana.
- Compartimos , en algún punto, el mismo destino- dijo el viejo, que también recibía ya sobre el algo de la hermosa luz en su rostro.- He vendido más de 500 billetes de lotería ganadores- (abrió su bolso de cuero envejecido y trajinado y sacó para mostrarle a un petrificado Lauzán todos los billetes de lotería)-Todos los martes-continuó- vendo un billete ganador, y sólo hasta hace un par de años me convencí, tras estar sumido en un conflicto interno causado por mi escepticismo hacia todo lo inexplicable, que este hecho, caprichoso y resistente a mis intentos de racionalización, ocurría a pesar de mi obstinada negativa a aceptarlo.
Lauzán miró al hombre a los ojos y pudo descubrir por fin toda su composición; las ya gruesas y pesadas arrugas alrededor de éstos, y la escalofriante decoloración de su iris, que parecía deshacerse en el éter.
El viejo lo miró y sonrió sin abrir la boca.
- He intentado acercármele desde hace algunos meses, todos los martes a la misma hora, y es probable que muchas veces en el mismo autobús, todo con el propósito de venderle uno de los boletos de lotería, el ganador, por supuesto.
- Lo sé- dijo Lauzán- intenta usted cambiar mi vida desde hace ya varios
meses, pero en esta ocasión aún sabiendo que puede usted darme el tiquete
ganador, no confía, por razones que seguramente desconoce, en la efectividad
de tal hecho; no puede estar seguro que dicho proyecto pueda llegar a consolidarse.
Con sinceridad le recomiendo, en pos de la recuperación de esa certeza
que le permite seleccionar a su próximo comprador afortunado, que no se
suba usted nunca más en este vehículo, pues como podrá comprobarlo, si
se aventura a vender a alguna de estas personas el billete ganador, no
podrá , en el momento de ofrecer el billete, confiar y estar seguro de
que lo que hace usted es lo correcto-.
Algunos árboles llenaron de veloces sombras el interior del autobús, mientras éste los dejaba a su lado, avanzando rápidamente por una de las autopistas que unen al sur de la ciudad con el centro , donde se encuentra todo el movimiento comercial y financiero, el lugar de trabajo de casi todos los que en aquella mañana viajaban junto con Lauzán.
La lluvia cesó justo cuando el vehículo comenzaba a internarse en atiborradas cuadras llenas de altos edificios, tiendas de artículos electrónicos y cafeterías que abren las 24 horas del día.
El primero en descender fue el vendedor de lotería, y mientras el bus reiniciaba la marcha, Lauzán pudo ver al viejo aún queriendo convencerle con su hipnótica a mirada a aceptar su regalo, y cuando ya , perdido y disminuido en la distancia el hombre parecía abordar a un grupo de personas, Lauzán sintió deseos de arrojarse por una ventana del vehículo en movimiento y correr hacia el hombre que se alejaba entre cansados y embrutecidos transeúntes.
Miguel Tejada
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