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La calle se
llamaba Esperanza. La casa era la número diecisiete. Andrés, desde la esquina
de la Esperanza miraba hacia las ventanas de la número diecisiete. A veces
las sombras se acercaban al vidrio, a las casi transparentes cortinas.
Andrés esperaba una oportunidad, un pequeño milagro para lograr su maldad.
El reloj le indicaba que era casi la hora.
Dentro de la diecisiete, los integrantes de la familia Ruiz preparaban
su salida nocturna hacia un cumpleaños de un familiar. Después de un largo
rato de vueltas de preparación para la fiesta, todos salieron. Todos salieron
menos la abuelita.
La abuelita, abusada por el pasar de los años, ya no tenía mucho interés
en la realidad. La abuelita era casi totalmente antisocial. Ella estaba
felizmente respirando los recuerdos del pasado. Cuando era joven. Cuando
su pelo era de un mismo color. Cuando él la amaba con nueva pasión. Siempre
le agradaba ese aire.
La abuelita vivía físicamente en la diecisiete de la calle Esperanza, pero
su alma y su mente eran residentes permanentemente de la antigüedad.
Andrés vio a la familia salir. Él entró unos momentos después con la rápida
agilidad que provenía de algunos meses de experiencia propia en asuntos
de robo. El era Robin Hood y al mismo tiempo el pueblo pobre.
Momentos después de su experta entrada escuchó una pequeña tos. Una pequeña
tos lo sorprendió. Era la abuelita. Tos, Tos. Su garganta se quejaba de
un te muy espeso.
Andrés, sin pensar, caminó y tropezó con una mesa. Ruido.
“¿Quién es?” dijo la abuelita con gran tranquilidad.
El silencio marcó algunos segundos y ella, en voz más alta, volvió a decir
sin mucho interés, “¿Quién es?” |
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La sorpresa , la inesperada novedad del asunto, y la calma de la voz de la abuelita hicieron que Andrés respondiera en vez de correr.
“Soy Andrés y vengo a llevarme algunas cosas que necesito de esta casa –“
No pudo seguir hablando en ese entonces. Sus mismas palabras lo hicieron
reflexionar. Mordiéndose la lengua a medias se dio un golpe en el pecho
con la mano derecha y entonces siguió hablando. Esta vez con un poco mas
de autoridad.
“ ¿Quién es usted, qué hace aquí, y por qué me molesta?”
La abuelita, que ya se encontraba de frente con el ladrón, sin miedo ninguno,
respondió.
“Yo soy Doña Ana María. ¿Y usted qué es lo que desea de mi hogar?”
Así fue, entonces, que la conversación entre Andrés y la abuelita caminó
la avenida de lengua mutua. Ella preguntaba y él respondía. Una y otra
vez.
Ella relacionaba todo con el pasado. Su bello pasado. La antigüedad. Y
él, por un amor inesperado e inmediato, respondía con toda sinceridad.
Aún no sabemos exactamente el texto de la conversación entre el joven ladrón
Andrés y la abuelita. Pero, si estamos enterados de que Andrés y Doña Ana
se hicieron amigos. Amigos de primer orden. Pensamos, que Andrés por falta
de amor, hambre de ser querido, y la abuelita por falta a quién poder darle
amor, amor antiguo.
Él había perdido su familia años antes de tener edad para ser un serio
ladrón. Siempre quería ser un gran ladrón. Su familia, entonces, para él
eran sus pensamientos, sus planes, y sus acciones. Mientras que la abuelita,
abundante de amor, era casi totalmente olvidada por su propia familia existente.
El amor y orgullo del hogar era recibido casi totalmente por la recién
nacida Eugenia. Eugenia sólo le transmitía recuerdos de su propia juventud
como madre.
Los años pasaron, como siempre pasan después de cierta edad, rápidamente.
Andrés continuó las visitas a Doña Ana como asunto de hábito, de vicio.
Siempre cuando los otros integrantes de la familia Ruiz se encontraban
fuera, el ladrón y la abuelita se reunían. Era casi un romance, casi unos
amores escondidos. Con cada visita clandestina, mas confianza y cariño
encontraban ambos. Encontraban ambos la curiosidad de la compleja relación
entre una madre y un hijo, pero en este caso era un ladrón y una anciana.
Esta relación duró el corte de siete años.
Doña Ana murió una noche después de soñar que le contaba a Andrés un dulce
recuerdo de su juventud. Este dato lo sabemos porque ella solía despertar
y escribir sus sueños y pensamientos de la noche. No terminó la página.
Andrés esperó unos días. Estaba desconsolado. Lo que lo mantenía con deseo
de música alegre era el plan de robar algunas cosas de la casa diecisiete
de la calle Esperanza. Fue la única casa que se salvó de la maldad de su
plan. Por amistad.
Otra noche se encontraba Andrés de nuevo en la Esperanza, mirando hacia
las ventanas de la diecisiete. A veces las sombras se acercaban al vidrio,
a las casi transparentes cortinas. Andrés esperaba, recordando la noche
de siete años atrás. Eugenia ya abría la puerta para salir. Eran las ocho
y algunos minutos.
Julio Peralta-Paulino
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