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Santa Ana era un planeta
que
giraba inmenso y grávido
con un tajo en la sien,
un astro incrustado en la madrugada del deseo,
rico en contornos imprecisos y límites
que danzaban enloquecidos
clamando al cielo
un nuevo nacimiento.
A veces tejía esa trama ilegible,
inhóspita
llena de brisas sobre el pecho moreno de aquel río
memorial.
El sutil trazo de los álamos
la habían provisto
de siluetas fértiles y rebeldes,
una saga de visiones demoníacas
e
intensas.
A ella regresaban
las lluvias estivales
a fin de amamantar búhos y
lagartos de piedra
que solían dormir en la tarde
ardiente.
Engendrábamos canciones olvidadas meciendo los pies
en la primitiva sombra,
cuando emergía del polvo original su cabellera
imposible,
alta y febril,
mezcla precisa de oro y Soledad.
Era el dios que allí jugaba.
La aurora boreal
bebía relámpagos
de sus manos.
Presa errante,
un silencio que dormía aterido de fe en la piel de los glaciares,
un cuchillo en la garganta del santuario para cortarla si mentía.
Tendríamos que haber utilizado fuego
para tallar esta primera edad,
haber escrito el salmo en el magma de las piedras
o aceptar el presagio:
saludar de lejos nuestros anillos amargos.
No supimos descifrar el sabor de los robles
que huía hacia el crepúsculo,
ni las abluciones,
ni el humo de los holocaustos
que la cubrieron de nieve y lejanía.
¡Tal vez si nos hubiéramos tragado nuestras vísceras y las manos!
Pregunto:
¿en qué se transformaron las risas y las canciones,
esos suaves senderos que agrietaron el día?,
¿a cambio de qué se entumeció el vértigo y la dicha?
En la ventana parpadea, como un velo caído,
blanca y tierna la tormenta,
labra plegarias en los postigos
y las puertas,
esconde el secreto en el oído
de las calles,
en los hombros de las avenidas,
habla en la boca de los mendigos.
Copia tu voz cuando dialoga con las hojas.
Walter Daniel Aranda
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