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Construye un
día sin noche para vivir despierto más que nadie y ser: omnipresente guía
de luz; cúspide de su entorno en una tierra de llantos e incapacidad; espejo
que le devuelve, siempre, la imagen de la fiera, con su decoro y gallardía
inmunes ante el hombre que muere ebrio de silencios, y así, poder divulgar
sus capitales pensamientos en un castillo regio de prepotencia, con tres
ventrículos de engaños –padre, hijo y espíritu santo-, y una sola puerta
de fe abierta, tras la muralla levantada con cimientos de censura.
El disfraz se ciñe a su piel como elegante vestido de orgullo para los días en que aniquila su simpatía pueril con ráfagas de ego envenenado, con dardos de intolerancia razonada en el límite de su discurso ante todo aquello que se le acerca y le observa.
Pero todo tiene fin, y será víctima de su alma superior, esa que no escapa, esa que no se esconde: intransigente soberbia que le perseguirá incluso en su muerte como peste aromática, cubriendo de oro y falacias, su lápida.
José Daniel Palma
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