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Debo reconocer
que hasta entonces, aquel ser había pasado inadvertido en su devenir. Comencé
a prestarle atención después de su primera muerte. En mis ejercicios evocativos,
sitúo la conclusión de su vida de inicio, en el instante en que alguien
le hundió una moharra en el pecho (apenas vencida la muralla protectora
del castillo), haciendo que se desplomara.
En apariencia, los que por entonces dirigían el accionar del desconocido, quizá en digno reconocimiento a su final, (por sí mismo un espectáculo), decidieron brindarle otra oportunidad de revivir la sensación.
La secuencia en los detalles de este segundo recorrido no está nítidamente registrada en mi memoria; sin embargo, recuerdo que no pudo evitar llevarse por delante el barandado interior de la segunda planta de la cantina, en su caída provocada por un proyectil que le dio alcance en el pecho.
No es mi intención aventurarme en una especulación cronológica, pero aproximadamente después de veinte decenios comprobé que las cosas no habían concluido allí. En un abierto desafío a la inteligencia, al razonamiento lógico y a su manifiesta experiencia, el hombre se vio obligado a buscar por tercera vez la perfección en la muerte. La alcanzó (ahora comprendo que sólo a mi parecer) mientras salía del blindado; tal vez sin presentir que el rayo láser lograría desintegrar su cuerpo.
Desde las primeras diferencias notables han transcurrido algunos siglos. No sé con exactitud durante cuánto tiempo me correspondió ser testigo de la metamorfosis y sucesión de vidas trágicas de aquel humano. No he vuelto a verlo y aún no me han llegado noticias suyas.
Continuamente pienso en la juventud de ese hombre, y en los destinos que le fueron asignados. Tengo la certeza de que, al sobrarle tenacidad y talento, aguarda en alguna de las coordenadas la ocasión de regresar para morir definitivamente; esta vez de manera natural.
*Onir: cuentos. Editorial La Hoguera. Santa Cruz, Bolivia, 2002. Pág. 89 a 94.
Blanca Elena Paz
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