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1
Te escribo también desde el fin del mundo. Es necesario que lo sepas. Fin del mundo que es mi cuerpo de solitario, el que se respira la piel de arena seca, de harina sin rito ni luna. No importa los confines, mi cuerpo es este mundo carente de aliento, de pan y aceite. Su hambre es vana, las palabras que nombre ni lo justifican ni lo trascienden; toda labor que ejecute sólo dará frutos del páramo: vientos en tremolina, columnas de angustia, sequía de huesos en el pergamino añoso de la lengua. Todo fruto que ofrezca hablará de la distancia que es estar sin tu cuerpo, tierra pródiga que espera la narración de su historia.
Y yo te contaré la historia, la aventura y su leyenda. Mientras, estaré solo en estas aguas de ajenjo para afinar mis armas. Te escribo desde el fin del mundo para dar fe de los hechos que darán inicio a la historia verídica de tu cuerpo.
2
Desde la bruma de la aventura, agitado por batallas vanas y sueños evasivos, alimentado con larderos deseos por alcanzar la tierra; un beso de la brisa virgen de tus playas, un breve toque de tu sal fueron tan vastos, que mis armas resultaron inútiles. El sabor de tu saliva se convirtió en un mar de aguas únicas que mi sed fue entregarme batallando.
Y estas batallas por alcanzar tus cumbres -las perfectas dos y vivas para el canto de mi lengua y brama- fueron mi retiro. No requerí de otros lugares: batallas de tus grutas que fueron mi reposo; fuegos de mi lengua, tu victoria.
Cimas -certezas de la esfera-, mis ojos se quedaron para recrear con los vidrios de la palabra las cúpulas de tu templo, tierra explorada que me explora. Batallas por venir que, tan reales, las doy por hechas.
Ven, muchacha, y apóyalas en mis manos, en mis ojos, en mi lengua; tres columnas, que con su juego, así lo sabemos, sostendremos el universo.
3
Desde el desierto del mar -ese otro páramo de arenas verdes- la sangre ya te sabía. La saliva te adivinaba en las estelas bravas de las olas, cuerpos de mujeres voluptuosas que cantan, con un hambre de sexo, un sabor de sal aún no dominada.
Te percibía en la sal de los vientos, me seducía tu aliento de loba marina. Tú tenías todo ese mundo de aguas mayores, agua de mujer y fósforo con el azar a su favor. Seducción la tuya, la fuerza femenina de tus esferas.
Yo sólo tengo una seducción para dominarte: mis estropicios y mi odiosa fisonomía. |
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Miguel Reinoso.
Guadalajara, México. 1957.
Maestro para el sustento y sus afectos de mal vivir: leer y escribir poesía, escuchar música, vagar en las altas horas de la noche para encontrar por encontrar entre barras y calles, entre hielos y gente. Ha obtenido el premio de poesía “Alí Chumacero” 1998, que otorga la Fundación Álica, de Tépic, Nayarit; y el Premio Tijuana de Poesía 2002. Tiene publicados los poemarios “Telubrio” y “El hombre de los faros”. Ha participado en revistas culturales como Transhumancia, Juglares y Alarifes, Luvina, Novun, La Tarea; fue antologado en “Estela por el olvido”, ha participado en revista eletrónicas como Argos, Cafe express, Caja de Letras, y otras. Estudió en la Normal Superior de Jalisco, es egresado de la licenciatura en Letras, de la Maestría en Literaturas del Siglo XX, ambas por la U. de G. |
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