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Las sábanas del hospital no son blancas. En sus fibras se componen
delgados túneles con nubes rojas y oscuras piedras bajo una luz verde mantis.
Son túneles intransitables de esponjas secas.
Son así porque las sábanas de hospital deben custodiarte, preservarte
adherido a la cama. Ninguna enfermedad logra mantener a nadie postrado
tanto tiempo como las sábanas. Ellas succionan la piel, platican de tú
con las células aturdidas por la enfermedad y las pierden en sus laberintos.
Todo en el hospital conspira para que las sábanas no revelen su color.
El aroma no es el de un antiséptico, es una fórmula hecha para confundir
tus sentidos. En cuanto entras al hospital ya no percibes las cosas como
son, te confunde ese olor que penetra como bisturí, en cortes constantes
e indoloros.
El mosaico de los pasillos no es un mosaico ordinario. Cada paso
está calculado para que resuene en una melodía que se convierte en el ritmo
al que se ajusta tu corazón. Así, baja la regularidad de sus palpitaciones,
tus funciones vitales se alentan, estás preparado para lo hipnosis.
Y la voz de los doctores. Años tardan en aprender el arte de hablar
como lo hacen. No puedes saber qué es lo que te dicen, porque no te dicen
nada. Su voz va directo al subconsciente para confundirlo, no dejar que
te advierta, no dejar que te grite que ahí corres peligro.
Los enfermeros hablan de diagnósticos, prescripciones, dispensaciones,
administración, en una cantaleta febril, adormecedora.
La luz no entra al hospital. El sol develaría los secretos que ahí
se ocultan. Los hospitales no sobreviven a la luz del sol. Por eso crean
una fluorescencia propia. Ese resplandor desalmado, soberbio y amarillo
emprende la guerra contra cualquier sombra. Implacable, maquilla pisos,
muros, techos, muebles, enfermos, visitantes. Todo luce pálido en el hospital,
todos nos vemos graves nada más entrar en contacto con esa irradiación.
Por eso creí que la luz era la que hacía parecer blancas las sábanas.
Pero la conspiración es total. A nadie conviene que te enteres de su verdadero
color.
El tiempo se detiene. Los relojes son sólo un dibujo en la pared.
No hay noche que pueda contra el brillo ensordecedor, contra la sinfonía
moldeada en tu contra, no hay párpado lo suficientemente fuerte, no hay
sentido que no se extravíe.
Aquí la comida no huele, no sabe, no es comida. Traen una charola
con varios envoltorios plásticos. Es la hora de comer te dicen, pero en
realidad es una orden contra la cual no hay negación posible. Y masticas
y tragas y sólo sientes cómo una masa gelatinosa cae en tu estómago. Más
engaño.
No se tolera, no importa cuánto me duela la herida, no me importa
andar desnudo, cansado, desvalido; no se toleran las sábanas que te sujetan,
ingrávido, contra tu voluntad y te absorben en su poderío de estrellas
oscuras, agujeros negros en los que te desplomas y no sabes salir, no puedes.
No lo tolero. Sácame de aquí.
Eso que meten en mis venas, me quita la fuerza para apartar las sábanas.
Eso que me dan a tomar, lo que me inyectan, me obliga a dormir sin soñar.
La vida se me va en dormir, ayuda, mi cuerpo se pierde entre las sábanas. |
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