|
|
I
Cuando Salvador Garmendia se alistaba a cruzar la Vía de Evitamiento
aquella mañana de invierno, sucedió algo que cambiaría el rumbo de su vida.
La Vía de Evitamiento, a la altura de Nocheto, es una big stream que arrastra
combis sanguinarias, furgones gigantescos y relumbrantes automóviles de
lunas polarizadas. Cruzar la Vía de Evitamiento por los puentes peatonales
que han construido los vecinos es probablemente más riesgoso que sortear
las pirañas motorizadas que acechan en la autopista: al inicio y al final
de las escaleras que conducen al puente peatonal aguardan hordas de ladrones
para desvalijar a quien se le ocurra subir al puente.
Salvador Garmendia conoce todo esto. Hace un año ha mudado a vivir
en El Agustino y camina con ojo avizor y oído atento. A menos de veinte
metros de la gran avenida divisa a Javier Uturunco, albañil y mayoliquero
del barrio. Javier y su familia -su mujer Yolanda, sus tres hijos menores
de diez años- no reparan en que Salvador se acerca apurado al paradero.
Niños con uniforme escolar, obreros apresurados mochila al hombro, mamás
que envían a sus hijos al colegio, niños solos con uniforme y cuadernos,
jovenzuelos con aretes y muchachas uniformadas con bluyines a la cadera
se arremolinan ante el huayco de combis que compiten ferozmente por pasajeros
de a china. La masa de personas así como aparece desaparece: los cobradores
de combi en el Perú tienen una pericia incomparable para embutir gente
a esos vehículos de transporte rural que aquí se han venido a llamar combis.
Así es que cuando se desvanece la jauría de combis no quedan en el paradero
más que Javier y su familia.
Salvador advirtió que dos muchachos con gorrita aparecieron cual
gatos en el paradero Nocheto, esquivaron con gran destreza los vehículos
que se desplazaban por Evitamiento y flanquearon a Javier y su familia.
Inesperadamente, dos más se materializaron y rodearon a Javier, mientras
un quinto se plasmaba al lado de la señora. Javier trabajaba como albañil
y aunque no era hercúleo, las labores propias del oficio han fortalecido
sus miembros. La señora llevaba una gran canasta en donde guardaba los
desayunos para los obreros del turno de madrugada de Textiles Peruanos
que salían hambrientos a las siete de la mañana. Javier cargaba un maletín
con su ropa de trabajo y la herramienta que usaba para cortar mayólicas
y cerámicos.
A una señal del que apareció al final, los maleantes atacaron como
chacales. Uno se lanzó al cuello, otros dos a la cintura y los más retacos
atacaron sin piedad las piernas para hacerle perder el equilibrio. Pero
Javier resistió el embate y logró liberarse, primero, del que lo atenazaba
del cuello, luego de los que lo prendían del torso y finalmente de los
más retacos que le mordían las piernas. Sus hijos han logrado correr y
asustados observan el enfrentamiento entre sus padres y los ladrones. Yolanda
se defiende a pedradas y ambos logran deshacerse de los salteadores. Los
niños gritan y alertan a los vecinos, pero la pasividad es la única respuesta.
Un grupo de chóferes de aquellos vehículos motorizados de tres ruedas que
aquí se denominan muy a propósito taxicholos, observan como si se tratase
de una película. Cuando llegó Salvador fue demasiado tarde. El líder de
la banda sacó un cuchillo, asestó a Yolanda dos tajos y escapó hacia Nocheto,
cruzando Evitamiento. Mientras Salvador se enfrentaba a los que aún no
escapaban, Javier corrió tras el que ha dejado a su mujer herida.
-¡Javier, regresa! ¡Regresa, no seas huevón! -gritó Salvador, intentando
convencerle de lo inútil de internarse en la guarida de los ladrones. Este
descuido de segundos fue aprovechado por los cómplices que le infirieron
sendos chavetazos en los brazos. Por su lado, Javier ha logrado contener
al cabecilla y se trenza en una lucha a muerte en la berma central de Evitamiento.
Los que se enfrentaban con Salvador, al ver que su líder es reducido en
la pelea, intentan cruzar la pista, pero una andanada interminable de combis
y camiones hace imposible cruzar la gran vía. Aún así, dando saltos y requiebros,
detienen el tránsito y llegan a donde el hampón yace sangrante. Javier
observa a los cómplices que corren hacia él. Mira a su familia a salvo
en la otra orilla de la pista. Tal vez logra ver a Salvador que la emprende
a pedradas contra los rateros mientras intenta cruzar Evitamiento. Javier
está desangrándose y son tres los maleantes que van a él, decididos. Es
imposible que Salvador logre cruzar la pista ante el enjambre de combis
y camiones. Salvador contempla la mirada animal de Javier, adivina sus
intenciones.
-¡Corre, Javier!¡Corre, carajo! -grita con todas sus fuerzas.
-¡Corre, pá! ¡Corre, por favor! -gritan sus hijos llorando. Un grupo
de gente se arremolina al lado de los taxicholeros, pero nadie hace nada.
A lo lejos, cansina, se escucha la sirena de la policía.
Javier ya tiene a las fieras encima. Arrebata el cuchillo al que está derribado. Se cuadra frente a los malhechores, dibuja en el aire torcidas geometrías. Los perversos muchachos no se le acercan. Lo rodean y estudian detenidamente. Alguien patea la tierra muerta de la berma central de la avenida: una nube de polvo oscurece a los hombres en pugna. Un feroz puntapié pone fuera de combate al que ha levantado la polvareda, mientras los otros dos ya están sobre Javier. Los gritos de corre, corre, corre, se estrellan en sus oídos sordos. En un instante de lucidez o tal vez de irracionalidad o cegado por la tierra muerta, corre hacia la otra orilla de la avenida. Pero él no tiene la maña de los pandilleros para evadir a las diabólicas combis.
II
La muerte en el Perú es una presencia cotidiana. Los accidentes por
atropello causaron en los últimos años más muertos que la guerra interna,
según estadísticas oficiales. Pero ver morir a un amigo arrollado por un
trailer enfurecido y luego ver como el cuerpo gira por inercia y es pisoteado
por las ruedas de los camiones y las combis, resulta espantoso. En la otra
orilla de Evitamiento, Yolanda, sus hijos, los taxicholeros, el delincuente
herido y los chismosos de siempre han quedado pasmados. No lograron parar
a ningún vehículo y aunque dos vecinos muestran números de placas de rodaje
que anotaron en medio de la confusión, es poco probable que éstas sean
las correctas: las combis en Lima circulan con placas fraguadas, sucias,
adulteradas. Los ladrones huyeron y sólo el líder de la pandilla yace en
la berma central de Evitamiento.
Salvador sabe lo que va a ocurrir. De los cerros de Nocheto descienden
hordas que acuden al rescate del herido escoltadas por la tombería mientras
sus sirenas se escuchan cada vez más cercanas. Van a dar las siete y cuarto
de la mañana. Yolanda y sus hijos intentan maniatar al pandillero que pretende
escapar rengueando, pero éste blande el cuchillo que ha quedado tirado
sobre la tierra polvorienta. Yolanda y los niños retroceden. Salvador no
lo duda. Un potente puntapié en los testículos dobla en dos al lumpen,
pero éste no suelta el arma. Salvador le conmina a rendirse, suéltalo conchatumare,
suelta el cuchillo, le grita, le apresa por la muñeca, le retuerce el brazo,
pero el pandillero golpea con la cabeza la nariz de Salvador y lo inutiliza
por segundos, segundos que el matrero aprovecha para encajarse y largar
dos sablazos. Salvador es hábil, los tajos del maleante trozan el aire,
esbozan equis y zetas, pero ni siquiera rasguñan su brazo lastimado y el
instinto tanático ya no puede reprimirse. En pocos segundos desarma al
pandillero y hunde y saca y remueve el cuchillo en sus entrañas, una, dos,
tres, cuatro, cinco, veinte veces, fuera de sí, silencioso, mortal, gloriosamente
violento y el rictus del desquicio le otorga aura de santo.
La sirena de la policía se confunde con la del serenazgo. Llegan
como siempre tarde, cuando ya el robo o el asesinato están consumados.
Llegan escandalosos y prepotentes junto a los parientes y cómplices de
los ladrones, vienen a rescatar al malhechor de las manos de la población
enardecida. Salvador, Yolanda y sus críos, los vecinos que se han acercado,
los habladores que sólo miran, todos se verán entre dos fuegos. Salvador
sabe lo que debe hacer y lo hace.
-Vayan, vayan a la casa, niños. Tranquilos, yo estaré con su madre.
Yolanda, tú has visto todo. Ha sido en defensa propia. Entonces, no has
visto nada, no sabes quién ha sido, fue un extraño el que se metió a defender
a tu marido. Luego, dirigiéndose a los taxicholeros:
-Ustedes, los conozco a todos: no han visto ni mierda. No se olviden,
los conozco a todos. Los vecinos son tumba, Yolanda y los niños son tumba.
Si algo se sabe y algo me pasa, sabré de dónde salió el soplo.
Dicho esto, Salvador se cubrió el brazo y el hombro heridos con la
casaca cachinera, se enjugó los cabellos y enrumbó calle abajo. A media
cuadra se cruzó con la tombería. La tombería lo miró de arriba abajo y
él los miró de arriba abajo. Tranquilo. Sin miedo. ¿Qué haría ahora? Había
matado a un hombre y se sentía fuerte y absolutamente solo.
III
Al caer la noche, Yolanda fue en su búsqueda. Salvador vivía en cuartos
de alquiler hacía quince años. Quince años hace que ha llegado de Piura.
Quería estudiar ingeniería mecánica en la UNI y trabajar en lo que fuese.
Lo de estudiar en la UNI se quedó en sueños, el sueldo que ganaba en el
service de mensajería apenas si le alcanzaba para pagar el alquiler de
la habitación, la pensión de la comida y hacía un año, el curso para técnico
en computadoras de SENATI. Trabajar en lo que sea formaba su realidad cotidiana:
había desempeñado tantos y tan variados oficios que ya no tenía memoria
de ellos.
A Salvador le gustaba aquél barrio y había decidido quedarse a vivir
en él. Era un barrio que olía a trabajo, a gente productiva y honesta,
pero además era un barrio con un olor conocido, un olor que él ya había
respirado en otras zonas de Lima en las que había vivido antes. Y éste
no era precisamente el olor de la basura amontonada, tampoco el de los
station wagon petroleros que apestaban el aire con sus humos malignos,
mucho menos el olor que dejan los tuberculosos a su paso mendicante por
los mercados populares. Era el olor del miedo. Si tuviésemos que dividir
Huáscar con una línea imaginaria, la frontera estaría dada por la autopista
que se llama Vía de Evitamiento. A la vera de la avenida se levantaban
los cerros de Nocheto. Desde allí bajaban pandillas de rateros y fumones
a robar a gente pobre y honrada. Hasta los mismos vecinos de Nocheto eran
asaltados a plena luz del día y no transcurría semana sin que se comentase
de algún obrero tasajeado por los pandilleros al intentar defenderse, alguna
madre de familia asaltada y cortada delante de sus pequeños para robarle
la cartera del mercado o algún viejito masacrado sin piedad por defender
su choza ante el asalto de las cuadrillas de drogadictos.
Cuando llegó Yolanda, Salvador brincó asustado del camastro en el
que reposaba. Aún no había comido pero tampoco tenía hambre. Sus pensamientos
discurrían rápidamente.
-Señor Salvador, soy yo, Yolanda. Abra, por favor. -pidió la viuda
de Javier, tocando la puerta con insistencia. Era un segundo piso de una
casa a medio construir, regentada por un par de ancianos tacaños.
-Un momento, señora. Ya salgo. -Salvador ordenó su ropa y tendió
en la cama las sábanas. Abrió la puerta.
Yolanda le contó, dominando sus nervios, que apenas se marchó aparecieron
diez o doce sujetos, entre hombres y mujeres, reconocieron el cadáver del
cabecilla y en medio de un teatro asombroso, acusaron a Javier de ratero,
dijeron que había sido él quien asaltó a los pobres muchachos y en su huída
y ante la resistencia de los chicos, fue atropellado por las combis. La
policía, dijo Yolanda, anotaba todo esto con ahínco y cuando me llegó el
turno de hablar, mi versión fue opacada por los compinches de esos rufianes,
por sus mujeres y sus hijos que me arañaron y golpearon delante de la policía,
contó mientras le enseñaba los rasguños en el rostro y el cuello. Felizmente
aparecieron varios vecinos que dieron la versión auténtica de los hechos...
el cuerpo de Javier permaneció en la pista hasta las tres de la tarde,
cuando llegó la Fiscal de turno. Los policías levantaron el parte del accidente,
pero más se preocuparon por el apuñalado, señor. -dijo Yolanda.
-Escúchame, Yolanda. -ordenó Salvador- ¿Alguien ha mencionado mi
nombre?
-No... mejor dicho, sí, uno de los pandilleros que huyó dijo que
el que había matado a su amigo era "un uón medio blancón, narizón,
de pelo largo y con casaca negra y bluyin"...
-Pero, ¿dijo mi nombre? ¿O alguien más me llamó por mi nombre?
-No, no, exactamente, pero otro pandillero dijo que si, a ese conchasumare
yo lo conozco, vive por la Central de Comedores, ya averiguaré su nombre...
- ¿Y los demás que dijeron?
-Todos nos cerramos en lo que quedamos. Que había sido un extraño
que pasaba por ahí y que se metió a defenderlo al Javier en la pelea. Los
tombos dudaban, preguntaban y repreguntaban, pero todos nos cerramos. Y
además agregamos que el extraño había escapado con rumbo desconocido. Me
han llamado a mí de testigo, a doña Gudelia y a Don Teófilo Albújar, el
sastre del mercado Huáscar que vio todo y que además le tiene simpatía.
El rostro de Salvador revelaba preocupación e ira. Miró a Yolanda
a los ojos. No había en ellos rabia ni dolor ni esperanza. Sólo el terror
bailaba en el fondo de aquellos socavones tenebrosos.
- ¿Y los niños? -preguntó preocupado.
-No quieren saber nada. El mayorcito, Jorge, vio todo y no habla
nada. Ha enmudecido. No han ido al colegio y Jorgito se la ha pasado todo
el día en la calle. Los más chiquitos aún no comprenden lo que ha sucedido.
Hemos tenido que decirles que su papá está en el hospital-. La lividez
enfermiza de los migrantes serranos que se desnutren en Lima, despintaba
el rostro mestizo de la viuda. Había nacido en Huarochirí hacía 45 años
y hacía seis meses seguía el tratamiento para superar una severa tuberculosis
pulmonar.
-Señor Salvador, tengo miedo. Esos ladrones pueden hacerme algo.
La policía ha dicho que investigarán lo sucedido, pero no les creo nada.
Además, una de las mujeres, la que dijo ser hermana del ratero muerto,
es mujer de policía. Cuando la policía los botó, ella se fue abrazada por
uno de los malvados, mentando la madre y jurando vengarse. Tengo miedo
de que me hagan algo a mí o mis niños. Los vecinos están decididos a formar
ronda urbana, pero no tenemos un líder que tome la iniciativa. Todos tenemos
miedo.
- ¿Sabes los nombres de los que escaparon?
-A dos yo los conozco, malditos, así todavía se han atrevido. A veces
vienen a pedir pan a mi puesto. Mascarita es el zambo alto, ese que iba
con gorra ladeada. Al otro le dicen Gallo Hervido, es el colorado de pelos
parados y nariz roja. Los dos son de Villa Nocheto. Son fumones conocidos.
Gallo Hervido es quien dijo conocerlo, señor Salvador.
-Gracias, señora. No se preocupe. No va a pasar nada. No debo quedarme
aquí, si me quedo me friegan antes que me de cuenta. No faltará el soplón
que me delate. Si no es la policía serán los compinches de ese malparido
que recibió su merecido.
-Señor Salvador, es que yo venía a decirle que... que mejor sería
que se entregue a la Policía. Hemos hablado todos los vecinos que hemos
visto y estamos decididos a testificar a su favor y decir que ha sido todo
en defensa propia, que usted defendió a mi Javier, que ellos eran cinco
y ustedes dos no más. Tienen que creer en nosotros. Es la verdad y es lo
justo... ¡Tienen que creernos!
Yolanda empezó a sollozar pero era evidente que ni ella misma creía
en sus palabras.
-Señora, si yo tuviera dinero, tal vez cometería la locura que usted
me pide. Si yo tuviera poder o conocidos, tal vez me entregaría a la Policía.
Pero yo, al igual que ustedes, soy pobre, vivo en este cuarto alquilado
y no tengo a nadie en Lima ni ningún amigo influyente. Además, usted misma
lo ha visto: esos miserables han montado el teatro y nos quieren voltear
el plato acusándonos a nosotros de ser los rateros y además, asesinos.
La hermana del choro muerto es mujer de tombo. Estas ratas se ayudan entre
ellos. Son pájaros de la misma especie a diferentes lados de la jaula.
El único camino lo conozco. Hoy mismo arranco del barrio. Pero no se preocupe,
sé lo que tengo que hacer. Sólo le agradeceré que no diga nada a nadie,
no diga que habló conmigo, no diga que me he ido a otro lado. Y no se preocupe.
-Gracias, señor Salvador. Gracias por arriesgarse. Yo no sabría cómo...
Salvador abrió un cajón de la única gaveta de la habitación. Extrajo un cofre, luego una bolsita de yute.
-Señora, tome esto, ayudará en algo con los gastos del sepelio. Ya
sabe, usted no me ha vuelto a ver, se lo ruego, todo estará bien, no se
preocupe... Sólo quiero pedirle un favor más: averigüe dónde se reúnen
esos malditos, dónde se juntan, dónde compran la cochinada, dónde bailan
y celebran sus tonos, todo lo que pueda, de la manera más discreta. Yo
vendré el fin de semana a verla o la mandaré llamar con alguien. Cuídese,
señora Yolanda.
Yolanda se retiró de aquella casa con miedo. Antes de salir miró
hacia todos lados: nadie la seguía.
IV
A las once de la noche Salvador salió sigilosamente del cuarto que
ocupaba. Se dirigió al Aeropuerto, un inmenso pampón que debía atravesar
para conseguir un taxi sino quería acercarse por Evitamiento. Cruzó la
cancha baldía, paraíso de pandilleros pastómanos, ante la atónita mirada
de los drogos que ni siquiera osaron acercársele. ¿A dónde iría? Salvador
era un tipo extraño. Casi sin amigos, sin enamorada y sin el menor vínculo
que pueda permitirle la confianza de pedir alojamiento aunque fuese por
una noche. Pero había alguien, siempre hay alguien incluso para los más
solitarios.
-Llévame a la UNI. Puerta Principal. ¿Cuánto?
-Diez solcitos.
-Pero debemos recoger unas cosas aquí a media cuadra.
-Sube.
El taxista, lechucero viejo, aguardó pacientemente la pequeña mudanza.
Cuando el camastro, la gaveta, un televisor pequeño y una cocinilla estuvieron
dentro del auto, el chofer arrancó y no paró hasta llegar a la puerta principal
de la UNI.
-Sigue hasta Habich, volteas en U y vas hasta Dunnett.
- ¿Dunnett? ¿Piñonate?
-Siga tranquilo, maestro. Piñonate.
El viejo lechucero iba nervioso. Era un cincuentón criollo amargado
de su vida, manejaba hacía veinte años, tenía tres mujeres, once hijos
y el Nissan petrolero que manejaba ni siquiera era suyo. En la radio del
auto, Daddy Yankee berreaba uno de sus éxitos. El viejo miraba a Salvador
de costado, con el rabillo del ojo. Cuando Salvador le ordenó que bajase
el volumen, el viejo obedeció sin murmurar. Había algo en este tipo que
el viejo no lograba comprender. No, definitivamente Salvador no tenía facha
de maleante, tampoco parecía tombo ni cachaco, pero tenía una autoridad
para exigir las cosas que el viejo estaba confundido. ¿Y si aquello fuese
producto de un robo? El viejo se llevó la mano disimuladamente a la altura
de los bofes y sintió seguridad al acariciar la oxidada Browning que ya
lo había librado de apuros en tres ocasiones.
-De la esquina a la derecha, a media cuadra, portón azul de fierro.
Salvador bajó rápidamente. Miró su reloj: once y veinte de la noche.
Silbó con ese pitido prolongado y agudo, contraseña de los iniciados. Silbó
dos veces más. Al tercer pitido apareció un rostro moreno por un ventanuco
de madera.
- ¡Tristeza!
-¡Compare!
El viejo lechucero tiene el revólver por la cacha. Salvador ya le
ha pagado, si quiere puede arrancárselas, pero las caras de los que se
acercan le dicen que es mejor quedarse donde está. Tres negros durazos
rodean el auto, tío, un sencillo, tío, déjate algo, pe. El negro Tristeza
aparece en la puerta enfurecido.
- ¡Largo, mierdas! ¡Chibolos cagones de mierda! ¡Fuera, carajo!
En un segundo y con esa brevedad que tienen los afiliados, Salvador
habla con Tristeza y en un santiamén descargan el equipaje. Luego se hace
humo en Piñonate.
V
- ¿Así que has matado a un hombre? ¿Y en defensa propia? Cuéntame
una de vaqueros ahora.
- Mira, negro, no estoy para bromas. Quiero saber si estás conmigo para lo que se viene.
Tristeza ha colocado una tetera con agua. La pitada de la tetera
avisa que el agua está hirviendo. Ambos amigos se miran a los ojos y Salvador
jala su mochila.
-Negro, ¿Sigues en la brega? -pregunta Salvador mientras le extiende
un paquete con galletas munición al amigo.
-Gracias, compadre. Mis galletas favoritas. Siempre tuviste buena
memoria. Ya casi no se consiguen-. Tristeza se abalanza sobre las minúsculas
galletitas de su infancia. Mastica lentamente, saboreando cada munición
de harina de trigo.
-No me has respondido, negro.
Tristeza abre una alacena rústica: café pasado, aromoso y humeante
presidirá aquél insólito reencuentro. Dos pequeñas cucarachas escaparon
velozmente de la alacena y toman nota desde uno de los ángulos de la cocina.
-No, amigo. Ya sabes cual es la respuesta a tu pregunta. Hace cinco
años que dejé la vaina. Casi el tiempo que abandonaste el barrio. ¿Y tú?
¿Qué te trae realmente por aquí?
Un pitbull blanco con pintas negras se acerca a Salvador. Lo huele,
lo husmea y lo vuelve a oler. Un gruñido ronco sale del fondo del pecho
del formidable animal de pelea.
-Vaquita, tranquilo, Vaquita, tranquilo. Es amigo. -Tristeza acaricia
con fruición el fornido cogote de Vaquita. Vaquita le lame las manos y
se echa a sus pies, sereno.
-Negro, negro, negro. Te he hablado con la verdad, todo lo que te
he contado es cierto. Ni una palabra demás, ni una palabra menos. Estos
concha-su-madre se ensañaron con mi pata. Un pata chamba, con familia.
Eso es de cobardes. Cinco ratas contra uno solo. ¡Maldita sea!, debí haber
corrido más rápido, tal vez si hubiésemos peleado espalda a espalda… Lo
apuñalaron delante de sus hijos y su mujer. Y lo hubiesen terminado de
matar si el hombre no hubiese cruzado desesperadamente la pista para terminar
destrozado por los carros... negro, fue espantoso... las tripas regadas
en la pista, el cráneo destrozado, las piernas quebradas, el tronco sin
brazos, los brazos a media cuadra, la cara amoratada, irreconocible...
- ¿Y qué piensas hacer ahora? ¿Crees que te delaten?
- La viuda me ha dicho hace un rato que dos de los pandilleros me han reconocido y están dateando a la tochería. Dicen que Javier y yo éramos los rateros. Y la policía les creerá, no lo dudes. Pero es que además mucha gente ha visto que yo he apuñalado a ese maldecido. Y aunque dudo que esa gente sea soplona, me quiero asegurar con esos dos miserables, con los cómplices del frío.
Salvador pronunció esto último con total desapego, como si estuviera
acostumbrado a ello. Tristeza por su lado, lo escucha sin parpadear. Vive
solo desde que su padre eliminó a su madre durante un ataque de celos cuando
niño. Vive de la venta de humitas, sanguito, revolución caliente y eventualmente
realiza algún trabajito extra.
- ¿Cómo que te quieres asegurar? Habla bien. Puedes meterte en más
problemas.
- Mira, negrito, esos cholos son una cagada. No me preocupo tanto
por mí. Total, zafo cuerpo y se acabó. No pasa nada. Así de simple. El
testimonio a la policía ha sido unánime: fue un extraño el que se metió
a defenderlo a Javier y en la trifulca el pandillero resultó muerto. La
tombería no me preocupa tanto: que investiguen esos perros, que investiguen
veinte años. Me preocupan esas dos ratas que me han reconocido. Han amenazado
a la viuda, tiene tres hijos pequeños.
- Puta madre, siempre fuiste medio robinhood, cholo. Pero estás arriesgando
demasiado.
Tristeza estira sus larguísimas piernas bajo la mesa. Mueve la cabeza con preocupación. Intenta leer en los ojos del amigo.
-Tristeza, tú sabes que para nosotros la amistad es lo primero. Él
me dio la mano cuando llegué a ese barrio. Me dio chamba los primeros meses
y siempre que había un cachuelo, me pasaba la voz para colocar mayólicas,
hacerse un falso piso, tarrajear un baño, un cuarto, pintar una fachada,
lo que fuera, compadre. ¡Cuántas veces me sacó de misio! Puta madre, siento
tanta rabia, tanta impotencia. Esos hijos de puta sólo son valientes en
mancha. Solos ni media mierda. Los agarras solos y se cagan de miedo.
- Cálmate, Salvito. Cálmate. ¿Qué propones?
- Sé quienes son. Sé donde viven. Quiero adelantarme al plan de ellos.
Seguro esta noche me están pasteando en la puerta del cuarto donde vivía
hasta hace unos minutos. Intentarán hacer la patería con los fumones del
Aeropuerto. Ahí tengo un par de conocidos, pero no confío en ellos. Por
eso acudo a ti, compadre.
- ¿Entonces? Hasta ahora no te entiendo.
- Negro, ¿Aún usas el fierro?
- Si, pero eso es arriesgado. Prefiero el viejo método. Tú sabes.
- Debemos asegurarnos con el fierro, negro. Porque esas ratas son
fierreras. Y tiene que ser cuanto antes. Cuanto menos tiempo pase, mejor.
- ¿Cuántos son? -preguntó Tristeza bostezando como un lobo marino.
- Dos giles. Un tal Mascarita y un tal Gallo Hervido. Monses. Plomos. Chullos. Ya encargué a alguien que me averigüe cuál es su rutina. Sólo debemos esperar y actuar en el momento y el lugar adecuados. Para ti, cosa de aficionados.
- Mira, hermano, yo ya estoy retirado como te dije.
- Negro, sabes que intento rehacer mi vida. Todo iba bien. ¡Si no fuera por estos conchasumadre!
- Causa, no creas que he olvidado la deuda que tengo contigo. Pero…
- Sólo por esta vez, Tristeza. Es el destino el que me sigue. La primera vez también fue por meterme a defender a la anciana. Ahora esto… ¡Puta madre!
- Cholo, no creas que he olvidado quién me sacó de la cochinada. No soy un desagradecido. No hablemos más entonces. Dormirás en el suelo, no tengo otra cama. Desármate esa caja, jala esas frazadas y hasta mañana. Mañana veremos.
VI
A que te aruño, papi, a que te aruño, a que te aruño, papi, a que
te aruño, gime la voz perrera y cincuenta muchachos se sacuden al compás
del ritmo puertorriqueño difundido sin tregua por las radios desde Yucatán
hasta Tierra del Fuego.
Diez pánfilos de veinte años: pelo al rape, aretitos, collarones
y pantalones anchos. Diez muchachas ataviadas a la mejor usanza de la mujer-perra
se dejan manosear las tetas y mueven los glúteos como si estuviesen copulando.
Gritan endemoniados, Esta noche contigo la pasé bien/ Pero yo me enteré
que te debes a alguien/ Lo que pasó, pasó/ entre tu y yo.
Ellas con sus gestos y miradas dan a entender que lo único que desean
es fornicio, perreo y azote. Las manos de los pánfilos recorren con fruición
las pieles cobrizas de las mujeres excitadas. Las hurgan, exploran y agreden.
En el clímax de la fiesta, berrean sin vergüenza alguna de su ignorancia,
Presea dale presea/ si ya no estamos juntos otra mujer me galdea mami/
Presea mami presea/ presea dale presea.
El ritmo clónico de las cajas de música, el éxtasis-fuego-pasión
de los cantantes y los protagonistas del baile sumado a las doce cajas
de cerveza que se amontonan en los rincones de la sala de la casa son dinamita
pura.
Un tipo con pretensiones de disc-jockey, entre puñete, patadón y
escupitajo, logra cambiar el cidí. El Sony de 3000 vatios despliega toda
su potencia para tocar ahora el valsecito criollo, víbora, ese nombre te
han puesto, porque en el alma llevas el veneno mortal de la calumnia y
la maldad, coreado febrilmente por la juventud reguetonera en medio de
llanto entrecortado, salud cholo tu eres mi pata y botellas rotas. Un puñetazo
díscolo rompe la nariz a una bailadora, sus amigas se involucran, castigan
al perrero que la ha golpeado y se desencadena una bronca colosal entre
las diez perras y sus azotadores. El vecindario acostumbrado a estos escándalos
se ha resignado, con esa resignación tan peruana al abuso y la violación,
a no hacer ni decir nada.
No ha terminado aún de sonar Víbora cuando golpean la puerta con
fuerza. Cosa rara, algunos vecinos se han quejado del infernal alboroto
y la bulla ensordecedora. Amenazan con notificar al futuro alcalde y son
épocas electorales.
- Mascarita, ¡Ya te hemos advertido, concha de tu madre! ¡Los vecinos
se están quejando!
- Así es pe, jefe. No se preocupe. Tono es tono, pe.
- Si, hijueputa, pero es miércoles.
- No pasa nada, jefe. Mañana se olvidan.
- ¡Gallo Hervido, una salsita pa'l capitán! -luego, dirigiéndose
al capitán de la Policía Nacional:
- ¡Lavoe, jefe! ¡Su preferido! ¡Para qué más!
- Hoy se quejan, mañana se olvidan jefe. Así es acá. ¡Somos barrio!
¡Salud!
Dos perras se acercan insinuantes al tombo. Se soban y lo besuquean.
El que ha quedado en la camioneta ya se aseguró con otras dos chicas y
seis botellas de cerveza. En el bolsillo de la casaca verde el policía
guarda seis tarjetas rosadas: Gran Pollada Matrera, Halloween, Canción
Criolla, Chelas Heladitas, Villa Nocheto, Hasta Las Últimas Consecuencias
y alguna otra cosa por el estilo. Van a dar las cuatro de la mañana en
el asentamiento humano Villa Nocheto. El Sony de 3000 vatios desenvuelve
nuevamente toda su potencia de sonido, Lavoe entona en vivo El cantante
de los cantantes y los cristales de los ventanales de los dormitorios de
los vecinos retumban hasta rajarse.
Desde un volkswagen desvencijado, (algún graffitero ha estampado
a dedo limpio sobre el tupido polvo de la ventana posterior, Éste volkswagen
estuvo en Irak) oculto bajo una frondosa ramada de ficus, dos sujetos observan
con ojos de lince.
VII
Cuentan los que saben que entre los miembros de la nobleza espartana,
muy pocos sabían leer y contar y eral tal su desprecio por todo lo que
no fueran las virtudes guerreras que prohibían a los jóvenes interesarse
por cualquier asunto que pudiera distraerlos del ejercicio de las armas.
Los que saben además refieren que con el pretexto de mostrar a sus propios
hijos lo abominable de la embriaguez, los nobles espartanos obligaban a
ilotas y periecos a beber en exceso y, una vez alcoholizados, los hacían
desfilar en los banquetes. Mas, como a pesar de todo -de la gimnasia que
les prohibían, de la embriaguez que fomentaban para embrutecerlos- los
ilotas se sublevaban periódicamente, las clases dominantes echaron mano
de una táctica perentoria. Organizaron una legión especial, llamada la
Kripteia, o emboscada. Los jóvenes nobles, ágiles y valientes que la formaban,
se escondían por la noche en los caminos y asesinaban a los ilotas más
robustos o rebeldes.
Hablar en el Perú de nobleza resultaría necio: ya Aristóteles definía
a la oligarquía como la degeneración de la aristocracia, así es que para
hablar con propiedad, refirámonos a la oligarquía peruana, esa chusma rancia,
ramplona y descomunalmente iletrada, que se hizo del poder político después
de la amañada independencia. Pues bien, esa caterva ignorante y millonaria
envileció al pueblo en la mita y el obraje, lo depravó con alcohol y catolicismo,
lo corrompe ahora con fútbol y música estúpida. Y en cuanto al recurso
expeditivo y perentorio para acabar con indios levantiscos, las rebeliones
ahogadas literalmente en sangre desde el Altiplano puneño hasta Cajamarca
pasando por Huánuco y la selva peruana son innumerables y ya los historiadores
darán mejor cuenta de ellos.
Salvador Garmendia y el negro Tristeza convenientemente camuflados
en el VW de Tristeza esperan con paciencia oriental el final del tono reguetonero:
conforman una Kripteia de a dos surgida de la amistad y el aprecio.
Pero la fiesta no tiene final. A partir de las cinco de la mañana,
un rosario de huaynos con arpa electrónica de la serie de las dinaspáucar
y soniasmorales retumba en la humilde barriada inundada por ríos de cerveza
mezclados con pichi de borracho. A las seis de la mañana revienta otra
bronca de dimensiones pantagruélicas: la facción reguetonera echó a patadas
a dos pendencieros que se empecinaron con las cumbias de Aguamarina. Los
tombos huyeron cual vampiros ante las primeras luces del día y a las siete,
más de diez cuerpos humanos vomitados, cagados y meados remolcan su miseria
por las calles de Villa Nocheto.
- Negro, así no era en nuestras épocas. -comenta Salvador, asqueado
ante el espectáculo ofrecido por la juventud neo-fujimorista.
- ¿Ya no te acuerdas, hijo? ¿El toro no se acuerda cuando fue ternero?
¡Si te amanecías en los parques chupando yonque y metiéndote marimba! -grita
el negro y corona la frase con una espléndida risotada que le hace pelar
completamente la dentadura amarillenta -Toda esta basura humana creció
con el pan popular de Alan García y sus madres los alimentaron en los comedores
populares de Fujimori. Con esa escuela, ¿qué puedes esperar, compadre?
Salvador pensó justificarse ante el amigo, pero una visión fantasmática
le hizo exclamar:
- ¡Negro, mira! ¡Ése es Mascarita!
Un zambito joven ataviado a la usanza de Don Omar (mejor aún, un
clon de Don Omar en chiquito) trastabilla abrazado a dos muchachas que
lo mantienen en pie para que no se desplome. Una de ellas, hombros morochos
desnudos, pelo-rojo-cucaracha y minifalda reguetonera a medianalga, lo
suelta sorpresivamente. Don Omar se desmorona como una bolsa de caca. Medianalga
lo escupe y patea en el suelo con furia contenida. La otra intenta defenderlo,
pero Medianalga la tira de los pelos y su rostro iracundo le advierte que
no debe hacer más por defender a Don Omar de su merecido castigo.
- ¡Vamos, negro, dame el fierro! -grita Salvador, excitado.
- ¡Dame el fierro, negro, no me jodas! -Tristeza lo coge del cuello.
Lo atenaza con los dedos nervudos.
- Espera, mierda. Las cosas se hacen como yo diga. No te apures.
No la cagues.
Salvador acepta a regañadientes. Mira a Tristeza, observa a Don Omar,
contempla a Medianalga. Tres mamados más emergen tambaleantes de la casa
reguetonera.
- ¡Mira, mira, huevón! -gruñe Tristeza. Un codazo directo al plexo solar desaturde a Salvador.
- ¡Puta madre! ¡Gallo Hervido!
Un colorado trinchudo con piercing en nariz y orejas surge de la
casa. Está tan ebrio como los otros, pero aún así espanta a las mujeres
y levanta a Don Omar del pavimento. A duras penas, cayéndose y levantándose
se pierden por las calles de Nocheto. Atrás, mucho más atrás, en segunda
y suavemente, un VW destartalado que luce en la ventana posterior un curioso
letrero (Éste VW estuvo en Irak) los sigue disimuladamente.
VIII
- ¡Cállate, concha tu madre! ¡Cállate o te quemo aquí mismo!
- Yo no he hecho nada, señor. No he hecho nada. ¡Por mi madrecita! Se han equivocado, señor. ¡Se lo juro por ésta! ¡Por favorcito!
Salvador apunta directamente al corazón del muchacho asustado. Toda
la borrachera se le ha quitado de golpe. Salvador le conmina a callarse
nuevamente, pero el tipo sigue lloriqueando como mujer. Salvador le suelta
un diestro cachetadón y la sangre mancha el resinoso cuero del asiento
del escarabajo.
- Ahora, pues, hijo de puta. ¡Ahora pues!
Un hilo de orín se desliza por las piernas de Gallo Hervido. No logra
comprender lo que sucede, no sabe quién es este desconocido que lo arremete
con tanta decisión y violencia. Por un instante recuerda lo sucedido hace
unos días, pero estaba tan drogado esa mañana (la bajada del cloro fue
mala, malísima) que aunque quisiera no recordaría el rostro del que tiene
ahora frente a frente.
Tristeza bajó del VW y con el sigilo propio de quien ha hecho este
trabajo por años sometió a Gallo Hervido en un santiamén. Lo introdujo
dentro del VW y preguntó a Salvador, calmado:
- El zambo está chicha. Se ha derrumbado de puro borracho. ¿Qué hago?
- Quiébrale las piernas. Las dos. Y pon algo de tu cosecha.
Tristeza se acerca a Don Omar. Lo desmaya de un certero cachazo.
Pisa fuertemente con una de sus largas zancas a la altura de la rodilla
del pandillero, levanta su pierna y tira hacia arriba. El dolor despierta
al borracho y el crujir de huesos rotos es música para los oídos de Tristeza.
Otro cachazo envía al zambo al sueño y Tristeza repite la misma operación
en la otra pierna.
- ¿Y si habla? -pregunta Tristeza preocupado. Salvador mira el rostro
del amigo. Imágenes de la niñez vuelven a su mente. El negrito asustado
cuando pensaba en las consecuencias de las tiradas de pera, el negrito
asustado después de haberle roto las narices al engreído del salón, el
negrito preocupado ante la reacción del padre por haber repetido de año,
el negrito despavorido corriendo de las palizas de la madre.
- ¡Toma, negro! ¡Tu mismo eres!
Salvador le lanza una miniatura curva y filuda. Las manotas del negro
aflojan las mandíbulas de Don Omar. Un tajo limpio, silencioso, quirúrgico.
Un chorro de sangre venenosa.
- ¡Estofado de lengua, causita!
Gallo Hervido se ha desmayado del espanto. Salvador lo baja del auto.
El pandillero, como un costal de papas, cae a la tierra con un golpe seco.
Pero Tristeza ha reparado en algo.
-¡Salvador, rápido! ¡Súbelo, súbelo al carro!
- ¿Qué pasa, uón?
- ¡Viene un carro, apúrate! -Tristeza jala el cuerpo exánime de Don
Omar hacia un basural cercano. Rápidamente, levantan a Gallo Hervido y
lo introducen dentro del VW.
- ¡Agáchate, agáchate, huevón!
Una culebrita sanguinolenta hacia un costado de los neumáticos del
carro podría haberlos delatado. Pero los perros buscaban otra cosa.
- Mira, cholo. Un VW abandonado. Nunca lo había visto por estos lados.
- ¡Qué va ser! De todas maneras, quién va a robar esa huevada destartalada.
- Mira, ése de ahí. Ahí está el desayuno. Síguelo. Si no es por el
SOAT cae por los cinturones de seguridad.
La camioneta de la policía acelera tras un taxi blanco que busca
pasajeros. Tristeza y Salvador respiran aliviados.
- Sabes qué, Negro, mejor vamos a un sitio más seguro.
- ¿Y este gramputa? -pregunta el negro preocupado, abriendo sus ojazos
de vaca.
- Está seco. Lo llevamos. Ya se nos ocurrirá algo. Oe, ¿Tienes los papeles del carro, no?
- No seas huevón, compadre. Aquí no más, para qué arriesgarnos. ¡Rápido, bájalo!
Salvador mira a Gallo Hervido: un rictus de estupidez y maldad resuma
en el rostro del muchacho. Todas las imágenes de aquella mañana aciaga
se suceden en su cerebro.
- ¡Déjamelo a mí, negro! -grita mientras se apea del carro- Tu vigila.
Tiende al ladronzuelo de espaldas. Abre sus brazos y se arrodilla
sobre una de las flacas extremidades del muchacho. Presiona firmemente
con la rodilla y tira con fuerza hacia arriba. Crac, crac, crac, crepitan
los huesos rotos.
- ¡Negro, pásame el juguete!
- ¡Hoy comeremos estofadito de lengua, compadre!
Salvador duda por un instante. Nunca ha hecho lo que piensa hacer
ahora. Pero recuerda al amigo muerto, sabe que estos delincuentes si pueden
te matan y rematan sin piedad alguna. Con un par de golpes intenta aflojar
la mandíbula de Gallo Hervido, pero la mandíbula no cede. El cholo tiene
quijada de burro y el tiempo corre.
- ¡Agarra! -grita Tristeza. Una roca del tamaño de un puño, informe
y rugosa, servirá al propósito. Salvador golpea con fiereza y rompe el
maxilar del pandillero.
- ¡No dudes, huevón! ¡Rápido!
El corte es inexperto y la sangría que se genera tiñe la tierra muerta
y la chompa de Salvador. Salvador se limpia las manos en la tierra y se
dirige hacia el VW.
- ¡Baléale las piernas! ¡Hazlo! -ordena el negro mientras le arroja
la pistola.
Salvador no lo duda ahora. Dos tiros a la altura de las rodillas coronan la Kripteia vengadora. El VW que estuvo en Irak, filósofo desastrado, espera como siempre.
- Negro, no sonó nada. Parece como si no hubiera disparado.
- Vale la pena tener amigos torneros, hijo.
- No me llames hijo, negro.
- ¡Hijo! Por doscientas luquitas tienes un silenciador de primera. Sólo para ocasiones especiales.
Como ésta. Yo habré sido ladrón y habré asesinado, pero nunca me
metí con mi gente.
- ¿Y ahora, hijo? -interroga Tristeza burlón. Han entrado por Evitamiento
y el escarabajo flota en el aire a más de 100 km/h.
- ¿Ahora? No lo sé. Supongo que esperaré un tiempo prudencial antes
de acercarme al barrio. Aunque debería hablar con la viuda de Javier.
- No, hijo. Ahora recién comienza tu vida. No vuelvas por aquél barrio.
Olvídate de todo. Lárgate a tu pueblo. Hazte la cirugía. No lo sé. Pero
no vuelvas por ese barrio nunca más.
- Puta, negro. No creo que esos malditos vuelvan por aquí.
Era las ocho de la mañana de un jueves invernal en Lima La Horrible.
Millones inician un nuevo día buscando su destino en una ciudad sin alma
y la guerra civil entre la delincuencia y la población desarmada continúa
incesante, mientras nuevas Kripteias surgidas de la solidaridad y la pobreza
nacen en las barriadas de la gran Lima con una sola gran consigna: justicia
popular. |
|
|