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Introducción
Hablar de Oscar Wilde es referirse a toda una institución de las
letras inglesas, es hablar de un escritor grandioso que en su tiempo fue
un incomprendido al que injustamente se reprimió, por algo que en su momento
las estrictas leyes de la era victoriana consideraron un delito. Los “pecados”
de Wilde hoy en día no serían tales y no pasarían de ser más que una simple
forma de vida, como tantas otras que coexisten en el amplio espectro social
en el que habitamos. Lo malo es que este literato tuvo la desgracia de
nacer en un tiempo en que el puritanismo regía las normas de una sociedad
hipócrita y mentirosa, en la que vivir de acuerdo con sus ideales y deseos
fue una opción por la que tuvo que pagar muy caro. Demasiado. Pero la seudo
moral de esos años no admitía deslices de ninguna clase frente a sus reglas
y cuando éstos aparecían en la conducta de un individuo, el castigo de
rigor no tardaba en ser impuesto de la manera más drástica e inhumana posible.
Eso fue lo que le pasó a Oscar Wilde.
Su vida
Irlandés de nacimiento, vino al mundo en Dublín en 1854 y su nombre
completo fue bastante más largo de lo que lo conocemos y estamos acostumbrados
a oír: Oscar Fingal O`Flahertie Wills Wilde. Sus estudios los realizó en
el Trinity College de la capital irlandesa, donde fue galardonado con una
medalla de oro debido a su extraordinario dominio del griego clásico, siendo
que contaba tan sólo con 20 años de vida. No cabe duda que sus intereses
eran diferentes a los de un joven común y corriente que tuviera su misma
edad. Su madre fue una escritora, feminista y activista política notable
que organizaba tertulias literarias a las que Wilde asistía. Posteriormente
se trasladó a Inglaterra y asistió al Madalen College, perteneciente a
la Universidad de Oxford, destacando allí en el estudio de los clásicos
de la literatura y donde además escribió una buena dosis de poesía.
Los primeros premios y enemigos
Ya en 1878 ganó un concurso de mucha trascendencia, adjudicándose
el premio Newdigate gracias a la presentación de un poema tan largo como
bueno. Su estilo bohemio de vida generó entonces muchas habladurías y chismes
en un medio tan conservador como el de Oxford. Su pelo largo, su modo estrafalario
de vestir, sus gestos, no gustaban a las poco tolerantes autoridades del
establecimiento, para las que este estudiante seguramente resultaba un
revolucionario en potencia y de los peligrosos. En dicha universidad Wilde
recibió sus primeras influencias importantes en el campo de las letras,
acogiendo en su creatividad un notorio aporte de los escritores Walter
Pater y John Ruskin, así como del pintor Whistler. Su actitud conductual
no pasó desapercibida y no faltaron los que aprovecharon las circunstancias
para ridiculizarlo en un pasquín plagado de sátiras, así como en una ópera
cómica llamada “Paciencia”, obra de Gilbert y Sullivan. Estos desagradables
tropiezos ocurridos totalmente al margen de su descollante desempeño académico,
no fueron un obstáculo para que se titulara con honores a los 24 años de
edad.
Su obra literaria
Pese a la polémica que suscitaba, Wilde no paró de ganar admiradores
entre sus congéneres que se sentían identificados con su estilo rebelde
y poco avenido con lo tradicional. En 1881 publica su primer libro “Poemas”
y no mucho después se estrena en 1882 una obra con la que debutó en el
mundo del teatro: “Vera o los nihilistas”. La primera representación tuvo
lugar en un teatro de Nueva York, en el marco de una gira en la que el
autor daba por los Estados Unidos, para dictar una larga serie de conferencias
en las que el tema principal fue la filosofía estética. Al llegar a este
punto, es irrebatible que Wilde ya era el poseedor de un carisma intenso
que a la postre le daría fama y distinción. De vuelta en Inglaterra, se
radicó en Londres y contrajo matrimonio con Constance Lloyd, irlandesa
al igual que él y poseedora de una fortuna bastante envidiable para los
ambiciosos del vil metal llamado dinero. Con Constance procreó dos hijos
y simultáneamente encontró la tranquilidad suficiente como para dedicarse
a lo que verdaderamente lo apasionaba: escribir. Este fue su oficio en
lo venidero y gracias a ello pudo legar una obra que hasta ahora es el
deleite de todo auténtico amante de las letras. Al cabo de poco tiempo
ya se había convertido en una celebridad admirada, a veces ocultamente,
por la intelectualidad de esa Inglaterra victoriana y tan conservadora,
en la que todo desvío de lo aceptado como “normal” era visto con malos
ojos. A sus hijos Cyrill y Vyvyan dedicó dos de los primeros textos que
escribió: “El príncipe feliz” en 1888 y “La casa de las granadas” en 1892.
Salió también un libro de cuentos en el que éstos eran de extensión corta
pero irremediablemente bien escritos: “El crimen de Lord Arthur Saville”
(1891). Wilde se caracterizó por su capacidad de escribir cuentos en los
que pudo expresar en poco espacio una idea, concentrando el argumento sin
dar lugar a que surja el más leve atisbo de tedio o aburrimiento, plasmándolo
con todos los elementos necesarios para darle sentido, tornándolo comprensible
y además ameno. Su ingenio también se dejó sentir con fuerza en el mundo
del teatro y es así como dejó las siguientes obras: La duquesa de Padua
(1891), Salomé (1891), El abanico de lady Windermere (1892), Una mujer
sin importancia (1893), Un marido ideal (1895) y La importancia de llamarse
Ernesto (1895). Haber destacado como dramaturgo no lo hizo muy prolífico
en el género novelístico, en el que solamente escribió un libro: “El retrato
de Dorian Gray” (1891). En este texto el personaje principal es corrupto
e inmoral. Esta novela nos entrega un final sorpresivo y que en el fondo
expresa el clamor de Wilde en contra de la amoralidad e hipocresía reinante.
El político
En lo político manifestó ser proclive a una ideología claramente
socialista. Dicha idiosincrasia de alguna manera fue el detonante que junto
a su homosexualidad desencadenó las desgracias que vinieron en lo posterior.
Que un irlandés se permitiera promover ideas socialistas en suelo británico
y para colmo fuera homosexual y escritor, era simplemente demasiado para
los poderes fácticos que se sintieron en la obligación de silenciar a tan
atrevido personaje. Para ello escudriñaron su lado débil hasta dar con
un pretexto que les vino como “anillo al dedo”, para aniquilar a alguien
que bien podía convertirse en una “piedra en el zapato”. Decir esto no
es una nimiedad, adquiere especial validez porque Wilde soñaba con la independencia
de su Irlanda natal y asociaba dicha aspiración con que se estableciera
allí un régimen socialista, en los términos en que el idealizaba aquella
ideología. También es importante recalcar que Wilde fue muy sensible a
las espantosas condiciones de miseria en que se desenvolvía la vida de
la clase trabajadora en los bajos fondos de un Londres imperial. Esto no
fue una pose únicamente teórica, pues en múltiples visitas se empapó de
la realidad cotidiana de unos seres reducidos a un estado de pobreza impresionante,
a los que el sistema ignoraba olímpicamente. No obstante, sería un grave
error confundir las tendencias socialistas de Oscar Wilde con una propensión
a los conceptos de marxismo totalitario propugnados por Marx o Engels.
El “proceso”
No todo fue dulce en la existencia de Wilde y en 1895 fue la víctima
de una de las más hábiles farsas judiciales que un hombre pudiera conocer.
Se le acusó de sodomía con lord Alfred Douglas, un jovencito de clase alta
que fue más que un simple amigo para el escritor. El acusador fue el padre
del “noble” e “inocente” muchacho, quien no dudó en ejercer todas las influencias
posibles en su calidad de marqués de Queensberry, para lograr que Wilde
fuera encontrado culpable, lo que efectivamente aconteció. El tribunal
hizo caso omiso de la presión que ejercieron muchos escritores del resto
de Europa y lo sentenció a dos años de prisión y trabajos forzados, al
cabo de los cuales éste se encontraba física y anímicamente destruido.
Bien vale decir, pese a la redundancia, que en este caso la justicia no
fue nada “justa” y menos aún imparcial. La mente envilecida de un juez
anquilosado en lo pretérito y obsesionado con una ética dudosa, pero que
le permitía convivir armónicamente con los elementos de cierta aristocracia
de rancio abolengo carente de toda humanidad, pudo más que la razón y la
verdad esgrimidas. La estadía de Wilde en una infame prisión en la que
fue tratado con una dureza exenta de toda indulgencia, no pudo detener
el ímpetu ni la inspiración para seguir escribiendo y durante ese lapso
salió uno de sus últimas obras, “De profundis”, la que revela en cierto
grado su arrepentimiento por lo que fue su vida anterior.
El ocaso en suelo francés
Una vez en libertad, no quiso seguir viviendo en Inglaterra, que
para Wilde era el símbolo de la desdicha y la infelicidad, y prefirió trasladarse
al continente europeo, eligiendo París como sede de su residencia. Se quedó
en dicha ciudad bajo el amparo de un nombre falso, Sebastián Melmoth, seudónimo
con el que se identificó en lo que le quedaba de existencia terrenal. Tuvo
el tiempo suficiente como para escribir una obra en la que habla de su
triste experiencia en prisión, La balada de la cárcel de Reading (1898),
que es un alegato feroz en contra de las terribles condiciones en que se
desenvolvía el cautiverio de unos presos sometidos a un sistema altamente
represivo y poco respetuoso de los derechos humanos. Wilde permaneció en
la capital gala hasta morir de una meningitis y completamente empobrecido
en 1900, justo con el advenimiento de un nuevo siglo que traía aires de
esperanza y mayor tolerancia. Fueron insuficientes los tremendos esfuerzos
y procedimientos kafkianos desplegados para acallar a esta gran voz, perseguida
por aquellos que consideraron que sus ideas eran un atentado en contra
de sus intereses y hoy en día Oscar Wilde goza del reconocimiento y aceptación
que sus detractores infructuosamente le negaron en vida.
Jorge Queirolo Bravo
Escritor, historiador, periodista y crítico literario.
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Nov
2007 |